miércoles, 12 de febrero de 2014

Notoriedad.-


Fue una cuestión de mala pata. Resbaló en el bordillo de la acera y el pie se le coló por la rejilla de un sumidero. Una caída tonta, una visita a urgencias hospitalarias, una escayola hasta la rodilla y un diagnóstico médico que decía: fractura oblicua suprasindesmal tobillo izquierdo. Lo que en términos corrientes significaba que estaba jodido por tres meses.

Pero no todo fue tan malo como se imaginaba. De repente, con la caída, cobró una popularidad que nunca antes hubiera sospechado. La familia se volcó en él; le llevaban a la consulta del médico, le traían a casa, le hacían la compra y hasta le regalaron un par de muletas con una pequeña bocina (igualito que al Rey) por aquello de la velocidad en los desplazamientos. Lo de la bocina en las muletas fue el detalle que más agradeció, por lo simpático del gesto; un poco de cachondeo ayudaba a sobrellevar tantas semanas de inactividad.

No solo la familia, también los amigos aparecieron en tropel. Primero en la habitación del hospital, donde se pasó un par de días. Aquello era una juerga de gente que venía a charlar un rato y a hacer bromas. Se traían tanto cachondeo a costa de los malos pasos que había dado que hasta les llamaron la atención las enfermeras, con tantas risas  y alboroto. El camarote de los hermanos Marx era un convento de ursulinas a su lado. Nunca hubiera creído que una estancia en el hospital diera para tanta juerga.

Cuando le dieron de alta y lo mandaron a casa, no paraba de recibir llamadas por el móvil, whatsapps, mensajes de twitter, correos electrónicos… Parecía como si todas las redes sociales se hubiesen puesto de acuerdo para entretener las largas horas de ocio y aburrimiento que tenía por delante. Eso de estar perniquebrado, después de todo, no era tan malo como parecía. De repente, todo el mundo quería visitarle, se ofrecía para hacerle favores, le telefoneaba, y él se sentía como los famosos a los que la gente reconoce por la calle y firma autógrafos; solo que a él se los firmaban en la escayola, hasta que ésta terminó pareciendo una pared asaltada por grafiteros.

Y una vez que estuvo en casa, los compañeros del trabajo venían a visitarle y le preguntaban cómo había sido la caída, cuántos clavos le habían puesto en la fractura, cómo se las arreglaba con las muletas, y todas esas cuestiones convencionales que se le suelen preguntar a un accidentado. Él, que se sentía el centro de atención de tanta gente, contaba hasta los mínimos detalles de su accidente: cómo resbaló del bordillo, cómo se coló el pie izquierdo por entre las rejillas del sumidero, cómo perdió el equilibrio, cómo el hueso hizo “¡CRAC!”… Eso del “Crac” lo contaba con todo lujo de detalles, con un verismo tal que a los oyentes se les ponía piel de gallina y hacían gestos como si aquel hueso se les estuviera partido dentro de su propia cabeza.

Como lo había contado ya docenas de veces, llegó a desarrollar una gran habilidad en el relato de la caída, añadiendo pequeños detalles que enriquecían el dramatismo del momento culminante en que su tobillo hizo “¡¡Krrrakk!!”; así, con “krrk”. Porque, a fuerza de echarle vis dramática, se dio cuenta que el relato llegaba al cenit de su verismo si, en lugar del prosaico ¡Crac!, soltaba un repentino  ¡¡KRRRAKK!!, con reduplicación de kas y arrastrando mucho las erres, como si el hueso se partiese a cámara lenta y las astillas saltaran ante la mirada atónita y angustiada de sus oyentes. Un éxito que se repitió varias veces al día y a lo largo de los primeros días de convalecencia.

Pero ya se sabe cómo es la gente. Con la novedad todo el mundo quiere saber de primera mano y con todo lujo hasta los detalles más morbosos. Se emboban oyéndote cómo repites la misma historia, con pequeñas variaciones que son como el aderezo que alegra los sabores de un plato recién servido. No hay nada como oí al protagonista contar su desgracia con minuciosidad; es tan emocionante que hasta te gustaría ser tú el accidentado para disfrutar del protagonismo y le escuchas con una envidia sorda que casi no puedes disimular. Pero eso dura cuatro días.

La familia, los amigos, los compañeros de trabajo acabaron por cansarse. El ¡Krrak! del tobillo que salta hecho añicos impresiona las dos primeras veces, entretiene oírlo las seis siguientes, pero cuando se convierte en asunto monotemático, aburre. En resumidas cuentas, en las siguientes semanas a la del accidente, la familia llamaba de vez en cuando, y en cuanto él les empezaba a contar lo de la alcantarilla y el tropezón, colgaban pretextando mil excusas. Los amigos dejaron de ir por casa y le twiteaban de tarde en tarde. Los compañeros de trabajo murmuraban lo pesadito que se estaba poniendo Fulano con lo del tobillo, como si fuese el único con derecho a romperse los huesos.

A los quince días del accidente estaba aburrido como una ostra. Le quedaban por delante casi tres meses de inactividad, esclavo de sus muletas y de las monótonas horas que parecían renquear con la misma lentitud que él. Los días felices en los que era el centro de atención de familia, amigos y conocidos ya no volverían. Mantener el protagonismo gracias a un tobillo hecho migas no era posible sin nuevos alicientes, así que tomó una decisión heroica.

Vivía en un tercero. Salió al descansillo pegando saltitos sobre sus muletas, se acercó al borde, soltó las muletas y se dejó caer escaleras abajo: catorce escalones dando trompicones y crujiéndole un hueso aquí, otro allá hasta el rellano del segundo piso. Fue un éxito total.

Aquella misma noche, en el hospital, la gente que había ido a visitarle no cabía en la sala de urgencias. Verle escayolado hasta las uñas produjo una emoción enorme y todos se desvivían por ayudarle y querían saber qué fatalidad le había puesto en tal estado. Vamos, querían morbo recién horneado. Él, con una voz que no le salía del cuerpo, relataba una y otra vez cómo, abandonado de todos, tuvo que salir de casa a dejar la bolsa de basura, se hizo un lío con las muletas y cayó rodando escaleras abajo. Además del tobillo, otra vez roto, el fémur en tres cachos, cinco costillas astilladas, el cúbito en fricasé y un chirlo enorme en la cabeza, con seis puntos de sutura.


“Para haberme matado”, repetía con voz lastimera mientras familiares, amigos, conocidos y compañeros de trabajo pululaban alrededor de su cama. Es el precio de la fama, pensaba para sus adentros, mientras hacía planes para caerse en la bañera en cuanto se olvidaran de él.

1 comentario:

  1. Alfredo Jitcsh Coca12 de febrero de 2014, 12:00

    Hágase una foto posando con una cámara con teleobjetivo...

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