En estas semanas últimas de
convalecencia mis horas transcurren entre lecturas, con dos autores que dedicaron el final
de sus respectivas vidas a redactar sus memorias. Uno de ellos, Chateaubriand,
con sus Mémoires d´outre-tombe, y el
otro, Casanova, con sus Mémoires écrits
par lui même. La verdad es que sólo un lector indisciplinado, merecedor de
todos los reproches por su incongruente selección de lecturas, hubiese elegido a dos autores tan dispares
para leerlos en paralelo; pero es una cuestión - ésta de la indisciplina lectora - que este
jubilata ya ni se la plantea. Un servidor piensa cultivar sus manías hasta la
tumba y más allá.
Lo que, quizás, sea menos conocido es que se trataba de un hombre culto. Hizo estudios de química y matemáticas, derecho y filosofía, doctorándose en Derecho Civil y Canónico por la universidad de Padua. Teniendo solamente 14 años, recibió las órdenes menores sacerdotales y empezó a seguir la carrera eclesiástica en Venecia, que continuó en Nápoles y Roma, donde fue protegido del cardenal Acquaviva. Su vida disipada y aventurera le llevó a abandonar el estamento eclesiástico y a ganarse la vida ejerciendo distintos oficios, viajando por gran parte de Europa: Venecia, Nápoles, Roma, París, Madrid, para terminar como bibliotecario en Dux, en Bohemia. Allí terminó redactando sus memorias, siendo septuagenario, porque, desdentado como estaba, no podía participar en las reuniones sociales y en la vida galante.
Al leer sus memorias, uno se da
cuenta que en aquel siglo XVIII, ser eclesiástico y activista sexual no eran incompatibles. Por lo menos, en ciertas
capas sociales, donde la seducción era de buen tono y un cardenal podía tener a
su amante en su palacio sin que nadie se escandalizase por algo que entraba
dentro de los usos galantes de la época. De Casanova, lo que salta a la vista
es su necesidad de presumir de sus conquistas, de lo que hacía gala en las reuniones
de la buena sociedad, y de su aceptación sin críticas de la sociedad estamental de la época.
Siendo de origen modesto – sus
padres eran empresarios cómicos – toda su vida se codeó con la aristocracia y
burguesía acomodada y jamás puso en cuestión la organización social. Sus
aventuras sexuales se integran dentro del libertinaje dieciochesco y vienen a
confirmar su conformidad con la sociedad tal como la conoce; ni siquiera se
permitía las desviaciones sexuales, tipo homosexualidad, socialmente reprochables
en su época. Es, simplemente, un aventurero adaptado a las convenciones sociales, que transgrede a su conveniencia, un follador compulsivo y courreur de jupons. Lo que sí resulta muy
interesante en sus memorias, aparte esa polvareda de la que hace exhibición, es
que retrata los hábitos sociales y da noticias de personajes de la época.
Bien contrario en sus costumbres y moralidad resulta François-René, vizconde de Chateaubriand (1768-1848). Miembro de la pequeña nobleza bretona, fue un realista convencido
y luchó contra el sistema republicano, tras el derrocamiento de Luis XVI. Vivió
el exilio en Inglaterra, donde más tarde ejerció de embajador bajo el gobierno
de Napoleón Bonaparte. Antes lo fue en Berlín, y más tarde ministro de Asuntos
Exteriores. Fue uno de los responsables de que los Cien Mil Hijos de San Luis invadieran España para colocar en el trono, en 1823, al nefasto Fernando VII.
En 1848 se publicaron sus memorias
en 42 volúmenes. Éstas no son solo unas confesiones personales, sino que describe en ellas sucesos políticos y
sociales en los que participó. Conoció todos los avatares de la tormentosa vida política francesa, pues vivió
de primera mano la Revolución, la República, el Imperio y la Restauración. Por
huir de los desmanes de los sans-coulot
al estallar la Revolución francesa, se fue a Norteamérica. Allí viajó por
Virginia y Baltimore y conoció a Washington en Filadelfia. Entró en contacto
con las tribus indias de los grandes bosques, de las que deja una descripción
idealizada, muy en la línea del buen salvaje de Rousseau.
El problema para el lector es que,
tango Chateaubriand como Casanova son escritores torrenciales, tan abundantes
en sus memorias, que uno necesitaría meses para leer toda su obra. Un servidor
se conformará con leer los libros I a XII del primero, y el primer volumen de
memorias del segundo, yendo del burgués véneto con su ego descomunal y sus
tropelías bien-humoradas al aristócrata bretón, intimista a veces, literato otras, político y siempre cronista de su tiempo.
La capacidad lectora de un jubilata
no da para tanta vida como estos dos autores le ponen entre las manos a través
de los libros. Aun así, recomienda al improbable lector de esta bitácora que se
acerque a ellos y lea algo suyo, aprovechando que celebramos el Día
Internacional del Libro. Que uno no pueda conocer tanta literatura como ha
producido esta vieja Europa no debe desanimarnos. Ya nos lo decía el aforismo
de Hipócrates, pero pasado por el latín: Ars
longa, vita brevis.
Chateaubrian: ¡Qué recuerdos! Aunque más comido que leído...
ResponderEliminar