Estas últimas semanas de cojo
provisional se van llenando de lecturas. Ya se ha dicho en una entrada anterior
que las muletas proporcionan una movilidad muy limitada, con lo que un jubilata
en la flor de la vida se encuentra con problemas para desarrollar actividades
que, hasta que se quebró el hueso de la pierna, eran habituales, tales como
salir al monte, subir o bajar las escaleras del metro, ir con el carrito de la
compra al mercado o asistir a los conciertos del Auditorio Nacional o a los
Cursos para Mayores de la UNED.
Esas actividades y otras muchas,
que de tan elementales uno olvida, quedan aparcadas a la espera de recobrar la
funcionalidad motora. Pasarse el día clavado en una silla es un tormento de
baja intensidad pero continuo, que resultaría insoportable si no fuese porque
hay vida más allá de donde te puedan llevar tus propios zapatos. Solo que esa
vida se mueve en un mundo paralelo a la realidad y solo es alcanzable mediante
el chute de ese estimulante (de momento, autorizado) que se encuentra entre las
páginas de los libros. La lectura, para entendernos, es como el canuto de
marihuana hecho de papel y tinta, relleno de una sustancia alucinógena que te
coloca en cuanto le das una bocanada a los primeros párrafos.
De las tablillas sumerias al
E-Book, de la epopeya de Gilgamesh a
Moby-Dick, de la escritura cuneiforme al sistema Braille, cuántos incapacitados
han superado el tedio de una vida de horizontes limitados gracias a eso que
llamamos libro, sea cual sea el soporte de escritura. Pues bien, a este
incapacitado provisional, el libro le está proporcionando horas y horas de
ocupación que transcurren lejos de la
realidad átona a la que le atan la escayola y las muletas.
Y lo mejor de todo es que no hay
límites. Uno puede elegir el universo por el que navegar y ponerse a ello sin
más trámites que abrir las páginas y leer. En estas semanas, el universo que
este jubilata ha preferido ha sido un escarceo por la literatura francesa. Eso
sí, con escaso rigor y un poco a ver qué tiene uno en su biblioteca doméstica.
Como había leído algo en Internet sobre el preciosismo literario, en el que los
conceptos y las palabras se emplean según su dignidad estilística, se me
ocurrió leer La princesse de Clèves,
de Mme. La Fayette, pura literatura de salón. El planteamiento es simple:
casada en un matrimonio de conveniencia, la princesa de Clèves se enamora del
duque de Nemours, quien le corresponde con una pasión rendida, pero discreta.
La protagonista, en vez de montarse un bonito ménage à trois como era usual en la época, se resiste a sus
inclinaciones por el de Nemours, le confiesa su pasión al marido, éste
languidece de desamor y termina muriendo de tristeza. Viuda y sintiéndose
culpable, en vez de ceder a las castas proposiciones matrimoniales de su
amante, se retira a un convento. Lo que cuenta en la obra es la evolución psicológica de los personajes
y la expresión de unos sentimientos alambicados, muy del gusto de los salones
barrocos parisinos. Si uno lo lee en francés, miel sobre hojuelas.
Como un servidor no es crítico
literario, sino lector desbridado, decidí que, para desengrasar, debía leer
algo licencioso que hiciera olvidar tanto preciosismo empalagoso y tantos
amores asexuados, así que me incliné por la obra de Donatien Alphonse François,
que así se llamaba el marqués de Sade. Y en esas estamos. La tesis de Sade
tampoco es complicada: para la Naturaleza el vicio y la virtud le son
indiferentes. Ahora bien, como el vicio siempre triunfa y la virtud sufre injusticias,
mejor ser vicioso y feliz. Entendidos “vicio” y “virtud” en sentido amplio, y
traídos a estos tiempos, viene a decir: vale más ser un gürteliano genovés que
un desahuciado por Bankia.
Les infortunes de la vertu,
en realidad es eso. Si M. de Bressac, cada vez que la virtuosa Sophie
desobedece sus maldades, la ata a una encina, la desnuda y la da de verdugazos,
es para que quede claro que el rico y
bujarrón marqués de Bressac siempre sacará adelante sus malos propósitos y
disfrutará de sus perversiones, mientras que la inocente muchachita irá dando
tumbos hasta caer en manos de la justicia, acusada de todas las depravaciones
imaginables.
Y si uno se para a pensar en ello,
se da cuenta de que la historia de la Princesa de Clèves nos lleva a parecida
conclusión. Su vida virtuosa de esposa casta y fiel termina por matar al
angustiado marido, siempre en sospechas de cornificación, ella termina
marchitando su juventud en un convento, y el apuesto amante, sin catarlo.
Que el improbable lector no se
moleste por estas conclusiones tan superficiales que uno saca de sus lecturas,
que también lleva en paralelo otras más
profundas, como los Ensayos, del
señor de Montaigne. Pero de ello, si llega el caso, se hablará en otra ocasión.
¡Torero! Te faltaba la muleta y ya la tienes.
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