sábado, 1 de julio de 2017

Por los tejados.-



Comenzamos el veraneo, así que mejor os dejo aquí un cuento de infancia para tomarse los calores venideros con un poco de calma. El cuento dice tal que así:

La última vez que me subí al tejado de casa rompí tres tejas. En casa mi madre dijo que habían sido cinco, pero no era verdad. Las otras dos ya estaban rotas. Pero ya se sabe cómo son los mayores, que siempre quieren tener la razón. De todas formas, los zapatillazos de mi madre me los llevé igual,
tanto si habían sido tres como cinco.

– Hartita me tienes, todo el día en el tejado - dijo tras el zapatilleado.

Mi amigo Roque me dijo que, ya puestos a recibir estopa, mejor por cinco que por tres. Pero las cosas son como son: yo sólo rompí tres tejas, las otras dos estaban rotas y bien rotas. Si el michino que teníamos en casa pudiera hablar, seguro que me daba la razón. El michino, para que se sepa, era el gato de casa, que se pasaba el día por los tejados cazando gorriones.

Yo también solía andar mucho por los tejados, pero mi cacería era de otro tipo. Por aquel entonces, yo andaba por los 13 años y más enamorado que un gato en febrero. Y a quien sí rompí muchas tejas fue al padre de Elvirita. Elvirita se llamaba la pajarita que a mí me gustaba. Tenía un año más que yo, una carita tersa como piel de manzana y unas teticas que ya apuntaban maneras. Vivía en el callejón que hay detrás de mi casa. Me la cruzaba cuando yo iba camino de la escuela y ella al taller de corte y confección. Al verme mirarla como un bobalicón, se reía igualito que una alondra, apretaba el paso y se contoneaba con promesas de mujer. 

Elvirita tenía dos hermanos mayores que eran dos bigardos y me daban patadas en el culo si me veían rondar por su calle. De ahí lo de gatear por los tejados: necesidad obliga. Me subía al tejado por la tapia del gallinero y recorría a cuatro patas la distancia de mi casa a la suya, hasta situarme encima de su corral. Allí me quedaba observando, en el alero de encima de las cuadras. Yo la veía trajinar en las pequeñas tareas domésticas, propias de las chicas de pueblo en aquellos años. Lo que más me gustaba era verla tender la ropa. Como no llegaba bien a las cuerdas, Elvirita se empinaba todo lo que podía y se le subían las faldas hasta medio muslo. Yo, en el séptimo cielo, maullaba de gusto. Pero tanta dicha tenía efectos contraproducentes.

Lo digo porque aquellos muslos sonrosaditos de hembra en ciernes –que yo acariciaba con la mirada– me producían vértigo. Perdía el sentido y tenía que agarrarme con fuerza a las tejas para no caer. Me aferraba con tantas ansias que, a veces, arrancaba alguna teja de su sitio. La teja se deslizaba alero abajo y yo me quedaba con el alma el vilo viéndola resbalar. Si había suerte, la teja quedaba a medio colgar en el canalón; si caía al corral de mi vecino, hacía mucho ruido y Elvirita se asustaba, soltaba el cesto de la ropa y se metía en casa corriendo. Su padre salía dando voces a ver qué pasaba, echaba mano a la purridera y amenazaba con ella, mirando hacia el tejado. Yo, ni respiraba del susto. “Jodidos gatos”, refunfuñaba él antes de meterse en casa. Si en vez del padre salía alguno de los hermanos, era peor, porque cogían piedras y las tiraban al tejado. Yo, entonces, me pegaba contra las tejas todo lo largo que era y me estaba quieto, quieto. El corazón se me salía por la boca a puro desbocado que estaba.

De regreso hacia la tapia del gallinero de casa, solía cruzarme con el michino. Yo iba medio arrastras, moviendo tejas, mientras que él parecía caminar sobre algodones.  Recuerdo que cruzábamos nuestras miradas y yo veía en la suya reproches. Por mi culpa, los pájaros habían volado a los tejados de la otra calle. Ese día no cobraba pieza y  el pobre gato tenía que comer las sobras que le echaba mi madre, si es que sobraba algo.

El día que rompí las tejas de casa no se  me olvidará. Según costumbre, después de la escuela trepé al tejado del gallinero y fui gateando hasta el de las cuadras de casa de Elvirita. Era finales de mayo, el verano venía adelantado y hacía calor. Como tantas otras veces, Elvirita estaba tendiendo ropa. Solo que esta vez, por el calor, andaba con una camiseta de tirantes. A cada vez que se agachaba para coger una prenda, se le ahuecaba la camiseta y yo veía sus tetillas, como dos burujos sonrosados que parecían dos melocotones en sazón.

Absorto en mi contemplación, no me di cuenta que el michino estaba a mi lado. Se ve que ese día se le había dado mal la cacería y la tomó conmigo. Lo cierto es que me dio un zarpazo en una oreja y yo, tumbado en el borde del alero, perdí el equilibrio y caí al corral. La  costalada contra el suelo fue de aúpa. En mi caída arrastré una buena docena de tejas. Caí a los pies de Elvirita. Ésta empezó a gritar como una histérica. Al ruido del golpe, de las tejas rotas y de los gritos, aparecieron el padre y los hermanos.

– Cogedme a ese gato, que lo capo – les gritó el padre al verme.

Aún no sé cómo lo hice. Me puse en pie como un resorte, trepé por las bardas del corral, me encaramé al tejado y no dejé teja sana de allí a casa. Según me descolgaba por el gallinero, arranqué tres tejas, más dos que se vinieron de propina. Mi madre, que lo vio, se quitó la zapatilla… En el alero, el michino se atusaba los bigotes.

Ahora soy un hombre de ciudad. Cada verano que vuelvo al pueblo, pido las llaves al cura y subo a la torre de la iglesia. Desde allí veo los tejados y las callejuelas intrincadas. A veces, alguna muchacha se asoma a la ventana y me parece reconocer en ella a Elvirita, mi amor de infancia. Pero no la busco a ella. Busco mi infancia lejana.

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