Rutina: Costumbre
o hábito adquirido de hacer algo de un modo determinado, que no requiere tener
que reflexionar o decidir. Eso, según el diccionario. Pues será así para los
señores académicos porque, lo que es a este jubilata, aunque la rutina no
requiera reflexión o decisión, volver a ella le está costando lo que no está en
los escritos.
A
lo mejor, en tiempos de don Francisco Silvela, eso de que, en agosto, Madrid
era Baden-Baden, pues debió ser cierto. A condición de tener la familia en la playa
y disponer de buenos duros para el desmelene agosteño, se entendía. Situación que no
se suele dar entre las actuales clases pasivas, que llevamos la familia incorporada
(en mi caso, la santa) y con la pensión a medio descongelar por especial gracia
del señor Sánchez, actual inquilino de la Moncloa.
Pero
no se trataba de eso.
Se
trata de que no voy a sofocar al improbable lector contándole nuestras cuitas
de readaptación a la rutina de la vida asfalteña. Por eso, ahí queda un cuentecito
malintencionado que viene muy a la ocasión. Y dice así:
La misantropía es una forma
de amor, pero a la
inversa. Se odia al género humano en general, así, a bulto,
sin entrar en detalles, igual que otros se privan por la pasta italiana sin mayores raciocinios. Por
eso, Tulio Prudente acostumbraba a pasear todos los días por las playas de Benidorm,
para reforzar su amor inverso a sus congéneres.
Despacito, paseaba por la orilla del mar observando a las hembras
humanas, orgullosas de sus mamas brillantes al aire, embadurnadas de aceites
con sabores a coco, guayaba y otros ungüentos exóticos. Cuando veía a alguna
especialmente llamativa, tetitiesa, tostadita y pringosa de aceites, se
acercaba con disimulo y, con un golpe certero de su pie, la llenaba de arena.
Ella, con chillidos inarticulados, se ponía rápidamente en pie y empezaba a dar
saltitos histéricos y sacudirse con energía. El binomio mamario empezaba a
balancearse arriba y abajo con vértigos descompasados, y los especímenes
masculinos circundantes segregaban testosterona que los ponía a bramar; eso ante la
indiferencia de sus respectivas hembras legítimas, quienes embrutecían sus
meninges ojeando la casquería sentimental del cuore en cuatricromía.
Otras veces, se paraba a observar a las larvas humanas, de uno u
otro sexo, que correteaban, palita de plástico en la mano, como infusorios a la
orilla de aquella charca salobre. Si alguno estaba haciendo castillos con esos
cubos almenados de Todo a Cien, él se acercaba y, con la mejor de sus sonrisas,
espachurraba los torreones asimétricos y las murallas deleznables de arena. A
veces, la cría humana lloriqueaba desconsolada y él, después de mirar a
izquierda y derecha, y si nadie le veía, presionaba con la punta del pie sobre
sus nalgas para hacerla caer de bruces. El animalejo bípedo se daba de narices
contra el agua, echaba un buchito de aquel caldo salino y salía corriendo, entre
berridos de pánico, a ponerse bajo la protección de la morsa humana a la que
identificaba como progenitora.
Estos pequeños gestos liberaban sus fobias y ponían de buen humor
a Tulio Prudente, hasta el punto de sentir una especie de gratitud por sus congéneres.
Cuando este sentimiento enfermizo de gratitud le embargaba hasta la felicidad,
huía hacia su hotel, se encerraba en su habitación y encendía el
televisor. Normalmente, una sesión de un par de horas era suficiente para actuar de repulsivo; así, recobraba su
desprecio por el género humano, y al día siguiente, volvía a pasear por la
playa dispuesto a enarenar glándulas mamarias pringosas, encelar machos
adiposos y patear con disimulo crías humanas.
Tras quince días de tan inocentes entretenimientos, volvía a la
oficina, donde sus compañeros le tenían en gran estima por su carácter plácido
y hombría de bien. Tulio, que era allí un modelo de convivencia, siempre pasó por
hombre cabal y él se sentía feliz.
Usted ha descrito muy bien a mi padre. Le felicito. Un saludo.
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