martes, 9 de julio de 2019

Estival, 1.- Caminata por el robledal.-


…Bajo el ala aleve del leve abanico. (Era un aire suave, de pausados giros. De repente, Rubén Darío)

El sol ya ha despuntado. La brisa de primera hora despereza los caminos del robledal. El silencio de la noche pasada hace rato que se ha ido llenando de esos sonidos que, de tan habituales, el oído del caminante no los percibe. Son como los últimos bostezos del bosque antes de decidirse a agitar sus ramas y dejar que los rayos de sol atraviesen su celaje. La grava del camino suena con pequeños chasquidos bajo las botas. Un ritmo regular de pisadas al que sirve de contrapunto el golpeteo rítmico de la contera del bastón.  A lo lejos, un perro ladra inquieto. Sabe que los pasos pausados del caminante, no visto pero sí percibido, son una nota discordante en medio del robledo, como de alguien extraño a las criaturas que habitan el bosque. Ese espécimen concreto de hombre – El Hombre, ese Bípedo borracho de tecnología – se ha internado en el robledo, pisa con aplomo, golpea el suelo con su bastón y camina por los senderos como amo que se sabe respetado por las criaturas que pueblan el bosque.
Pero este hombre en  concreto, el setentón, de barba entrecana y nariz afilada, cabeza rasurada, andares como los de sus antepasados campesinos, y mirada que mira para sus adentros, observa a su alrededor: esos gamones que florecen; las cañaejas con sus mínimas flores amarillas, en torno a una esfera de radios perfectos; un espino albar escondido entre un grupo de robles; el rosal silvestre que exhibe sus flores blancas y de un malva claro, con sus sépalos barbados o no (duo erant barbati, sine barba duo…, que aprendió con los primeros latines); el diente de león con sus vilanos a punto de desperdigarse al menor soplo de brisa…, Ese hombre, inactivo laboral y jubilata vocacional – ambas cosas por fuerza de la edad – querría pararse en un claro del monte y decirle a sus habitantes: a los robles que enseñorean el lugar, a los fresnos de los cercados, a los chopos que hacen hileras, a todas las saucedas junto a las corrientes de agua, a los mostajos dispersos, a los majuelos…; pero también a los  endrinos que se pegan a las tapias de piedra, a las zarzas que lanzan sus zarzos buscando apoyos para colonizar espacios, a las yedras que ahogan árboles con sus abrazos…; y también a los cantuesos que alfombran, a los tomillos que aromatizan a cada pisada que das, a las matas de orégano que creen en los ribazos del camino, al poleo que perfuma algunos prados, incluso a la modesta menta de burro que crece al borde de algunos navazos… También querría hablarle al arrendajo, de plumas coloridas y voz de fumador impenitente; a los rabilargos en bandada y tan desconfiados ellos…; y a los confiados petirrojos, bolitas de plumas anaranjadas que salen al camino a contonearse ante el caminante; y al pinzón, y al carbonero y al gorrión en el alero. A todos ellos y a tantos y tantos habitantes pequeños que ve en torno pero no sabría nombrar, y a las lagartijas y a las culebras de escalera y las bastardas, incluso a las víboras (como aquella que el otro día picó a un niño y se lo tuvieron que llevar en el helicóptero), y a los escarabajos que llaman ciervos voladores, con su torpe vuelo y sus maxilares como enormes cuernos, como de toros inofensivos, y a las puñeteras moscas que vienen a sorberte el sudor del esfuerzo monte arriba, y a las mariposas de vuelo errático, y… 
En fin…, a todos ellos querría decirles el caminante que es uno de los suyos, que le consideren uno de los suyos. Que no le miren como a un extraño; que, cuando le vean errando por los senderos que abrieron las vacas en su mínima trashumancia entre el rodal de hierba donde rumian y el arroyo donde beben, es uno de tantos, es uno de ellos. Eso sí, calza botas de senderismo y lleva un móvil en el bolsillo (por si una urgencia), y una cámara de fotos, y un cuaderno con un boli (para no olvidar, que la memoria enflaquece con los años). Pero, si no fuera porque la edad limita y los prejuicios sociales atan tanto, al jubilata no le importaría haber sido un loco Cardenio con el que se tropezó don Quijote (ese caballero de la Triste Figura que hizo penitencia en la Peña Pobre por la simpar Dulcinea, en camisa (no muy limpia) y con las vergüenzas y las canillas al aire, dando zapatetas como de loco enamorado), un Cardenio en lo más fragoso del monte, saltando de peñasco en peñasco, durmiendo en el hueco de los árboles, con el juicio trastornado por los celos y rabiando por culpa de los desdenes de la hermosa Luscinda. Aunque, bien pensado, eso no, el jubilata no andaría por el bosque alborotando con sus despropósitos a sus habitantes, que tampoco tiene por qué. Disfruta de una pensión digna que le permite internarse en el robledal después de bien aseado y bien desayunado. Liberado de los duros afanes de la supervivencia, solo quiere andar por las sendas a su aire, sintiéndose parte del paisaje. No es mucho pedir.
A lo mejor, si el robledal, si sus criaturas se lo permitieran, el jubilata, a la vez que se internaba en el bosque, se iría desprendiendo del teléfono móvil, de la cámara de fotos, del boli, de la cartera con su DNI y su Visa…, de su condición de bípedo social. A lo mejor, a fuerza de practicar y con todo el verano por delante…

miércoles, 26 de junio de 2019

Divagaciones a propósito.-


La otra tarde, acosado de calores veraniegos, anduve paseando mi taedium vitae por las calles del barrio. Llevado de aquel humor tedioso, empecé a recordar lo que decía Baltasar Gracián al comienzo de la tercera parte de El Criticón, En el invierno de la vejez.

Pues decía, paciente lector que esto lees

Coño – pensará el quizá no tan paciente lector - Al jubilata le ha dado fuerte lo del tedium vite ese. 
Porque, francamente, hay que tener una vida tediosa por demás para ponerse a leer a aquel jesuita del S. XVII, con su coña moralizante y su verba retórica. Como todo escolar de mi generación sabe, se trata de un conceptista de pluma más barroca que una columna torsa con pámpanos y angelotes mofletudos y de minga menguada; un  autor del que ya no se acuerdan ni en las Facultades de Letras. Una rareza de ocioso, vamos.
  
Pues sí, responderé a quienquiera que, con paciencia, siga leyendo esto. Aunque, puede que ese quidam lector ni sea paciente, ni el taedium del jubilata le importe un carajo a la vela. Bastará con que muestre un mínimo interés.

Sea como fuere, insisto, querido aunque improbable lector: es lo que tiene tanto ocio disponible para las clases pasivas, que andamos sobrados de horas huecas. Nos pasamos la vida sin otro quehacer, sin más objeto que irlas viviendo con lo que vamos encontrando a mano para justificar nuestro estar en el mundo. Somos heidegerianos como otros hablan en prosa, sin saberlo

Y un servidor, sin ánimo de hacerse notar por sus extravagancias, llena esas horas de cascarón vacío con lecturas que le señalan como jubilata de gustos un tanto fuera de lo habitual. No es que lo haga a propósito. Es que, a un servidor estas cosas le vienen así, de su natural, como a piñón fijo, y por eso las lleva con paciencia.

Pues perdóneseme por la insistencia, pero Gracián decía en la tercera parte de su Criticón: En el invierno de la vejez; capítulo primero: Honores y horrores de Vejecia, que “No hay error sin autor ni necedad sin padrino”. Y este jubilata, antes que se lo echen en cara, acepta ser el padrino y autor de todas y cada una de sus necedades escritas, dichas e incluso las pensadas para su coleto. Lo cual le excusa de apadrinar las torpezas ajenas, pues con las suyas va servido.

Y es que hay que entenderlo, la gran preocupación de los senectos es el tiempo acumulado a sus espaldas, que tiene esa doble y opuesta condición de pesantez y de evanescencia: De pesantez porque el tiempo que fue ya vivido nos pesa en las artrosis articulares, en las goteras de la salud, en la memoria de lo que no pudimos ser y en la dudosa utilidad de la experiencia acumulada; De evanescencia porque el tiempo vivido no es un patrimonio que se pueda atesorar en la caja fuerte de un banco. Es pura liviandad, es un flujo que cabe en un puñado de la mano. Es algo que pasó in ictu oculi, ya que nos hemos puesto tan barrocos.

Y no es lo malo el tiempo ya pasado, sino su inutilidad. Pongamos un servidor, sin ir más lejos. Lo de ponerse uno a sí mismo como ejemplo no es por vanidad – ya se ha dicho más arriba – sino porque es lo que mejor conoce por experiencia directa. Pues bien, un servidor ha sido funcionario durante años, tiempo y tiempo dedicado a seguir las pautas del procedimiento administrativo. ¿Hay tiempo más sinsustancia, más sin utilidad que el empleado en mover, trienio tras trienio, rimeros de papel timbrado…? Y así toda una vida laboral…

Pues, sí – qué coños, piensa el jubilata –, lo hay. Hay un tiempo más sin sustancia, y más pernicioso aún: El ser – digamos que por un suponer – político palmero en la clá de un parlamento autonómico; y eso por la soldada y la sumisión al partido. Pero esa vulgaridad nos aparta del pensamiento de Gracián,  oportet ne rectam viam discedamus.

Es lo que Gracián llama “la cueva de la nada”, donde se precipitan todas las acciones humanas que transcurren sin gloria y sin provecho. “Tenebrosa gruta, boquerón funesto de una horrible cueva”, donde desaparecen aquellos que fueron nada, obraron nada y así vinieron a parar en nada. O sea, la mayoría de todos nosotros. Solo que a esa cuerva de la nada nadie nos empuja: entramos por nuestro pie y pulsando las teclas virtuales de un Smartphone.

Pues ese, lector paciente (si tu paciencia te ha traído hasta aquí), era el objeto de las divagaciones de este jubilata mientras paseaba su taedium vitae por los calores veraniegos de su barrio: la futilidad de la vida, el consumo del tiempo vital sin más finalidad que vivir para consumar la vida, a la vez que consumimos ésta como una oferta de supermercado. 

Pero esas elucubraciones solo duraron un rato. De verdad. Hasta que se me ocurrió cambiar de acera, pasar a donde daba la sombra, y sentarme en una terraza, con una cerveza fresquita.

Y pensando aún en los largos años de jubilata en ejercicio, estuve de acuerdo con aquel personaje de Gracián a quien reprochaban una vida tan sin objeto. Decía: Señores, yo ya lo he probado todo y no hallo oficio ni empleo como no hacer nada. No se me da nada de no ser algo. 

Pudiera ser que, aún así, nos diera por pensar. En cuyo caso, se recomienda lo que aquél jovial personaje gracianesco recomendaba a uno que le pedía consejo para disfrutar una larga vida: Cena poco, usa el foco, in testa capelo è poqui pensieri en el cervelo. ¡Oh la bella cosa!

Sobre todo, poqui pensieri...

Y, si acaso nuestro jesuita aún insistiese con su retórica argumentación: Pudiendo ser un león en la campaña, ¿queréis ser un lechón en el cenagal de la torpeza? Le responderíamos tal  como se definió Pío Baroja en sus memorias de Juventud, egolatría: Yo también soy un puerco de la piara de Epicuro.

Epicuri de grege porcum, que dijo Horacio. Un cutico, como decimos en Navarra, pero culturera.

martes, 11 de junio de 2019

Jubilata en Egipto.-


En 1978 la santa y un servidor fuimos a conocer Egipto. 41 años después, este jubilata ha vuelto allí. La santa no, que, por razones que no vienen al caso, se ha quedado en casa cuidando el hato.

En aquel entonces comenzábamos a viajar y el mundo era un universo por descubrir. Egipto era un sueño al que todo buen viajero debía peregrinar al menos una vez en la vida. Cumplido aquel sueño, nos prometimos volver.

El sueño del regreso se ha realizado a medias, no solo porque uno de nosotros no ha podido ir, sino porque los sueños son efímeros, hechos de una materia tan sutil y evanescente como la ilusión. Porque la ilusión, ya se sabe, tiene la inconsistencia nebulosa de esos amores que reprochaba Catulo a su Lesbia, tan infiel como amada: In vento et rápida oportet scribere aqua: hay que escribirlo en el viento y en el rápido curso de las aguas.

El Egipto recordado de ayer no es el Egipto recorrido hoy. No se debe a que Egipto haya cambiado; ni tampoco sus tumbas, templos, pirámides, sus viejos dioses. Ha cambiado la percepción que va del recuerdo al presente. Han cambiado los ojos que miran y ha cambiado su mirar de ayer a hoy. 
¡Son más de cuarenta años, coño!, se dice el viajero.

Por eso, el viajero reincidente, que pretendía ver en el Egipto de hoy aquél que se trajo grabado en la piel de la memoria, allá en su juventud, ha de olvidar pasadas añoranzas y enfrentarse a la realidad del Egipto actual que uno visita, no al que había recordado durante decenios. 

Una realidad tan sólida e inmutable como esa pirámide de Keops, con sus 2.300.000 bloques de piedra cúbica. Una realidad tan viva como su población, unos 107 millones de personas, viviendo sobre el 7% del territorio, las únicas tierras fértiles; tierras hasta donde llegan los canales de irrigación del Nilo y las aguas subterráneas de su delta.

Egipto, si se observa sobre un mapa, es una pequeña franja de verdor a lo largo del Nilo que se extiende desde la presa de Aswan hasta El Cairo. Tomando la presa de Aswan como referencia, navegando hacia el sur, el lago Nasser es un mar interior de 350 kilómetros de longitud, que puede embalsar 6 mil millones de metros cúbicos de agua. Su capacidad es de unos 150 kilómetros cúbicos; algo así como 5 veces toda el agua embalsada en España. Fluyendo hacia el norte, a partir de El Cairo, el río se muestra generoso y su delta se abre en abanico hasta llegar al Mediterráneo, entre Alejandría y Damietta.

Y si el viajero viaja con el mapa desplegado, costumbre útil para saber dónde se está y adónde se dirige, observará que el curso del río está tachonado de antiguos templos faraónicos. Desde Abú Simbel, el más próximo a la frontera con Sudán, hasta el Mediterráneo con la fuerte influencia greco-romana. 


Templos que el viajero va recorriendo como en peregrinación, paseando sus salas hipóstilas, observando sus bajorrelieves, intentando comprender la teogonía de sus dioses, sus parentescos y sus rencillas familiares. Que no solo los dioses griegos y romanos eran de vida poco ejemplar, sino que los egipcios, tan hieráticos, también se traían sus líos de familia.

Quizás por eso, en el templo de Abydos fuimos a visitar el Osireion, templo subterráneo donde, según la tradición religiosa, estaba enterrada la cabeza de Osiris. Osiris, junto con Isis y Horus, forman la triada de la religión egipcia y, con ser el dios de la vegetación, la fertilidad y la vida, no se libró de la malquerencia de su hermano Seth, quien le dio pasaporte y despedazó su cuerpo en 13 trozos (42 dicen otros) que los dispersó por todo Egipto. Su esposa y hermana Isis reunió amorosamente los pedazos, a excepción del miembro viril que fue devorado por un pájaro en el lago de Menzaleh, cerca de Port Said por más señas. 

La amante esposa yació sobre el dios, digamos que recosido, y concibió a Orus. Los teólogos egipcios nunca explicaron cómo fuera posible la coyunda, habida cuenta que faltaba la pieza fundamental, pero el viajero jamás se hace tal pregunta, aparte que los dioses tienen sus propios recursos, cuya comprensión no alcanza la mente humana.

En el templo de Dendera, templo ptolomeico dedicado a la diosa del amor y la alegría, Athor, el viajero descubrirá la existencia de una antigua deidad, madre de todos los dioses y reina de los cielos. Se trata de Nut, que representa al ciclo solar, y por ello, el ciclo de la vida. Suele ser representada en la bóveda del templo, símbolo de la bóveda celeste, toda ella tachonada de estrellas. 

Tiene forma alargada y arqueada por sus extremos, como si estuviera a cuatro patas (si se permite la vulgaridad), como insinuando un movimiento cíclico, de forma que se traga el sol cada atardecer y éste nace de su matriz cada amanecer. Es diosa que se ganó inmediatamente las simpatías de este jubilata, quien de madrugada salía al balcón a saludar a esta deidad que nos regalaba un sol nuevo cada día.

Pero el ciclo de la vida es complejo en la religión egipcia. Lo mismo está encomendado a una diosa celeste, como Nut, que a un modesto escarabajo pelotero, el scarabaeus sacer. Este escarabajo, empujando su pelotita de estiércol, representa el sol naciente que resucita cada día y también la transformación de la existencia. 

El viajero podrá verlo en las tumbas del Valle de los Reyes y en las inscripciones de las salas hipóstilas y en las ingentes columnas que soportan los arquitrabes de los templos. Este jubilata, que ha vuelto de su viaje con un cierto sentimiento panteísta, a falta de las viejas ilusiones desvanecidas, se ha traído un escarabeo labrado en basalto que corretea por las estanterías de su biblioteca haciendo pelotitas con las briznas del saber que se desprenden del papel impreso.

Pero de eso, quizás, y de las hermosas puestas de sol, y del bullicio nocturno, cuando se rompe el ayuno del Ramadán, hablaremos otro día.  Dii iuvantes.

viernes, 3 de mayo de 2019

Panorama desde la terraza.-



-El problema de España – me dijo mi vecino el depre tres días antes del intento de suicidio – está en la mala fe de sus políticos. 

La última campaña electoral, con sus garrotazos dialécticos al estilo de la pintura goyesca, con las piernas atoradas en el barrizal del insulto y la descalificación, le habían traído por la calle de la amargura.

Y es que los entresijos de la política son alimento habitual de su decaimiento anímico y por eso los cultiva con morosidad y constancia. Siempre que me lo encuentro en el parque, siempre, es motivo de conversación y lamento. Porque, la verdad sea dicha, mi vecino el depre necesita de los políticos, cuanto más odiosos, mejor, como el drogata necesita del caballo: cuanto más cortado con mierda, más le pone.

Por eso, su habitual pesimismo respecto a la clase política en particular y al género humano en general, no hacía prever el casi fatal desenlace. Es el suyo un pesimismo estándar que palía con los cócteles de antidepresivos que le prepara su mujer y las largas paseatas por el parque del Calero. “Camine mucho”, es la consigna. “Piense poco”, es la regla de oro de su psicólogo personal, el cual viene a ser como el coaching que entrena las neuras de mi vecino. La verdad, nada hacía prever esa ventolera que le dio por tirarse de lo alto de la terraza.

-Usted que suele hablar en latín con él – me dijo el comisario que llevaba las negociaciones con el pre suicida– acérquese pausadamente. Háblele con familiaridad y sin levantar la voz. Convénzale para que se baje del pretil y no haga más el gilipollas.

Por lo visto, alguien le había comentado al policía nuestra manía de hablar en latín coloquial durante nuestros encuentros fugaces en el parque. Por eso debió pensar que dos tipos tan raros, seguro se entenderían bien. 

-Ni latín, ni latón – dijo el presidente de la comunidad de vecinos – Un par de hostias bien dadas…

Mi vecino el depre, en un descuido de su mujer, había cogido las llaves de la terraza, había subido, se había encaramado al pretil y juraba que se iba a tirar al patio: cinco alturas que garantizaban un despachurramiento contra el suelo, con informe de forense y orden de levantamiento de cadáver por parte del juez. Una primicia para el pesebre mediático, que esos días andaba escaso de asuntos, pasadas ya las deyecciones noticiables de la última campaña.

A cuatro voces que pegó en plan histérico: “Me tiro, joder, que me tiro”, haciendo ademán de dejarse caer al vacío, la terraza de nuestra finca y las colindantes se llenaron de vecinos y curiosos. Docenas de móviles haciendo selfis con el suicida al fondo, encaramado en el antepecho. El depre en equilibrio inestable sobre la balaustrada; media comisaría del distrito haciendo barrera entre el suicidante y el personal curioseante. En la calle, dos o tres ambulancias del Samur, varios vehículos del 112, un camión de bomberos con escala, coches de policía destellando en azules, jubilados, parados de larga duración, ociosos en general y paseantes ocasionales haciendo tapón en la calzada, coches dando bocinazos, conductores cabreados (“Que se tire de una vez el mamón ese”).

- Por lo que más quieras – le decía al depre su mujer, con lágrimas en los ojos y desgarro en el ademán, mientras éste hacía equilibrios sobre el pretil – Por lo que más quieras…

-Que le hable en latín, coño – me insistió el comisario – a ver si tenemos la fiesta en paz con ese pirao.

Yo, la verdad, desde que soy jubilata he perdido todo protagonismo, así que me sentía como el relator ese que quería ponerle Sánchez al Torra para hablar de independencia sí o no. Orgulloso de mi papel sí me sentía, aunque todas las miradas se las llevaba mi vecino, haciendo equilibrios sobre el murete de la terraza.

- Cave, amice, noli cadere – le dije, avanzando dos pasos.

- Siste! – replicó – Vade retro! Noli progredere! Que me tiro, ¿eh? Mira que me tiro. O me miserum, mala merces insania, sed ómnium pessimum malum solitudo…

- Venga, Fulano – le repliqué – ¿No ves que ni dios te entiende?

Y así seguimos un rato. A veces en latín culinario, a veces en buen castellano. El caso era, según insistía el comisario por lo bajinis, que le diera largas, a ver si entraba en razón y se apeaba del murete.

Y mientras, la mujer, con cara de susto: Por lo que más quieras, Fulano… Por lo que más quieras…

Tras un buen rato pensándoselo, mi vecino el depre dudó si abandonaría la vena clásica, puesto que la masa de curiosos solo entendía la prosa corriente y se le escapaban las sutilezas de la verba latina. Incapaz de decidir entre el romántico “Adiós, mundo cruel”, en plan Don Álvaro o la fuerza del Sino, y el histriónico “Qualis artifex pereo” neroniano, la verdad es que perdió mucho de su vis dramática. Y yo me di cuenta. Y él se dio cuenta de que yo me había dado cuenta. Falto de espectacularidad y dramatismo, no era plan suicidarse.

Se irguió sobre el pretil, miró al fondo del patio, que quedaba muy, muy abajo, hizo ademán de tomar impulso, se oyó un ¡Ohhh! colectivo – a medio camino entre la expectación y el horror – y el ya ex suicida se lanzó del murete. Pero no hacia las fauces del patio, sino al terrazo de la terraza. Se oyó un ¡¡Ahhhh!! de alivio.

-Ya lo decía yo: ni latines, ni leches – gruñó el presidente de la comunidad – Un par de hostias a este imbécil y cada uno a su casa.

Los presentes empezaron a felicitarme y a darme palmaditas. Todos querían hacerse selfis conmigo. Todo el mundo me miraba con simpatía, excepto la mujer del depre, en quien sorprendí una mirada como de resquemor. Y me pareció raro, ya que, desde hacía tiempo, ella me ponía ojitos amorosos. Se ve que ya se había hecho al papel de viuda consolable, y yo le había chafado la oportunidad. Debió ser por eso lo de la mirada de través…

Todo ha vuelto a la normalidad en la escalera. Mi vecino el depre se da largas paseatas por el Calero, se toma sus cócteles de antidepresivos, sufre estupendamente con los debates políticos de la Sexta, execra a TV13 y sus tertulianos, y, de vez en cuando, cuando yo bajo al DIA, echamos unas parrafadas y hablamos sobre lo mal que va el país. Y su mujer, definitivamente, tiene una mirada de reproche cada vez que ella y yo coincidimos en el ascensor.

Pero a mi santa no le he dicho nada de todo esto. Para una vez que tiene un héroe en casa...  

miércoles, 10 de abril de 2019

Libro viejo.-



¿El improbable lector recuerda a qué huele una librería de viejo? ¿A papel amarillento y rancio, a rincón no ventilado, a espelunca penumbrosa, a silencio y paso del tiempo? Puede. Pero, sobre todo, huele a viejas lecturas dormidas y a letra impresa acurrucada en montones de libros apilados por las esquinas; a rimeros de libros apoyados contra las paredes desconchadas, o bien, ordenados en ringleras en viejas estanterías que se comban bajo el peso de tantas historias. 

Pero también huele a continentes inexplorados, donde el lector – si se decide a conquistarlos – encontrará ríos torrenciales de palabras; a enormes desiertos de apariencia inhóspita, pero donde una mirada al texto hace aflorar mil imágenes imaginadas; a montañas infranqueables de páginas y páginas que llevan con esfuerzo a las cumbres más placenteras de la lectura. Ante cada librería de viejo hay – fíjate bien, improbable pero siempre amigo lector – un ángel flamígero que no te arrojará del paraíso en nombre de ningún Yahvé cabreado, sino que te invitará: Entra, husmea, ojea y hojea: Tolle, lege!

Pero no creas que las encontrarás, las librerías de viejo, digo, en las grandes calles comerciales, junto a los primark o los burgerking de consumo rápido; las encontrarás discretamente sobreviviendo en alguna de esas calles del casco viejo de tu ciudad o en un barrio sin pedigrí. Allí están, esperando que algún lector, mientras pasea sus ocios, se tropiece con ellas al azar, meta las narices por el hueco de la puerta, se decida a entrar y empiece a curiosear. Cada título impreso en el lomo, cada nombre de autor en la portada, son pequeños cebos que atraen la mirada y despiertan el apetito de lectura del curioso.

Déjate atrapar y te convertirás en ese pez sorprendido, que, con el cebo de la curiosidad, se traga el anzuelo de la lectura. Entonces, las palabras, los párrafos, los capítulos, las páginas numeradas que se suceden ordenadamente unas a otras, serán como el sedal que tira de ti y te arrastra por la trama de la historia que tienes ante tus ojos. Cuando termines el libro, habrás descubierto un mundo nuevo, habrás vivido una aventura sin moverte de tu rincón de lectura preferido. Y, lo mejor de todo, se te despertará el apetito de nuevas lecturas en viejos libros que dormían el sueño polvoriento de los olvidados, hasta que tú fuiste a rescatarlos de la indiferencia y el abandono.

Eso le suele pasar a este jubilata en sus flaneos (perdone, por Dios, hermano; pero lo del flâneur gabacho a un servidor le gusta mucho) por las calles de Lavapiés tras las clases Senior en la UNED. Callejear sin rumbo, curiosear dondequiera te lleven tus zapatos, espiar al paso los balcones, observar el grafiteo de las paredes, las fruterías con verduras exóticas, los tropecientos restaurantes pakistaníes e indios con sus aromas especiados, y, mira qué casualidad: una librería de viejo…

Subes por la calle de la Fe y, en una puerta de calle que da a un tabuco de aspecto descuidado, ves un cartel colgado: Fotocopias, encuadernación, vida laboral, curriculum vitae y otros servicios más que dice ofrecer. En el suelo, al pie de un expositor rojo que debió conocer tiempos de mayores glorias comerciales, donde se exhiben libros “Semana de la gastronomía”, hay un folio protegido por una funda de plástico, donde dice que esto es la Librería 7 Colores

Entras, el empleado está abducido por la pantalla de un smartphone de esos. “Buenos días – dices -, ¿puedo echar un vistazo?” Y el tipo: “Buee…”. La pantalla le reclama antes de terminar el “Bueeeeno…”, así que te deja a tu aire. Te mueves entre libros que cumplieron su ciclo vital y ven pasar con somnolencia el tiempo. Dormitan en ese limbo del olvido que forman las estanterías pegadas a las paredes y los rimeros amontonados en el suelo. Curioseas los títulos de los lomos, haces unas fotos y, lector que eres, buscas algo que te llame la atención: Las veladas de Santa Eufrosina, de don Julio Caro Baroja. Colección de relatos nacidos de una estancia del autor en la Academia de España en San Pietro in Montorio. Está editado por la editorial familiar de los Baroja, la Caro Raggio, en 1995. ¡Bingo! Pagas – esta vez el empleado sí te hace caso – guardas en el macuto la pieza cobrada y te vas.

Sigues tu flaneo, ahora por la calle Ave María con giro a la derecha por la calle de la Esperanza arriba. A la altura del número 5, una puerta cristalera, un cartel LAVAPIES NO SE VENDE. Pegada al montante de la derecha, una estantería vertical llena de libros a 1 € la pieza. Al pie, una banasta de plástico y libros que se regalan; junto a ella, un tiesto con una planta esmirriada. Arriba, una pizarra, y escrito con tiza: Librería Eleutheria y el horario comercial. Eleuteria: Libertad.

Al interior, los libros parecen estar cómodos en sus estanterías. Entra luz por los ventanales. Incluso hay unos silloncitos donde uno puede sentarse a leer. La persona que está allí pudiera pasar por uno de aquellos anarquistas, apóstoles de la libertad individual por encima de las normas sociales. Tiene mediana edad, con una melena partida por una calvicie en lo alto del cráneo. Unas gafitas de intelectual ácrata, aspecto amable y atención concentrada en un portátil en el que va catalogando los libros que tiene sobre la mesa. Pido permiso, fotografío, curioseo.


El local parece ser un híbrido de librería y vivienda: hay una barra en escuadra dividiendo lo que parece ser una cocina del resto del lugar, un microondas, una cafetera (creo recordar) y utensilios domésticos. El lugar invita a quedarse, pedir un café al dueño y charlar de los problemas del barrio, de la turistificación, de los fondos buitre que expulsan a los inquilinos para montar esas pateras turísticas de extranjeros que van y vienen por los empedrados del barrio, arrastrando una maleta con ruedinas y guiándose por el Google Maps para encontrar su alojamiento provisional.

Pero no es el caso. Hoy es el día de husmeo de librerías. No saldrás de ésta sin pagar el óbolo correspondiente a cambio de La Conquista de Madrid. Paletos, provincianos e inmigrantes. Abierto el libro al azar, estos párrafos: Gloria Fuertes, en uno de esos ripios con que hizo el traje lúcido y ñoño de Madrid, escribió:

No puedo decir: Madrid es mi tierra,
tengo que decir mi cemento,
y lo siento.

Y añade el autor: Está claro que para estos madrileños a tiempo parcial, Madrid sólo puede ser su cemento. No hay que dudarlo un instante, la cosa promete 229 páginas de entretenida lectura. También esta pieza va al macuto. 

Entre la calle Tres Peces y Torrecilla del Leal,un Café Cultural la Infinita, una invitación a un cafelito y una ojeada a las nuevas adquisiciones. Luego, subes por Torrecilla del Leal, sales a la calle Magdalea, Antón Martín, calle de Atocha, y estás de lleno en el tráfago de gente y vehículos. Vas corriendo al metro para huir a tu barrio, palpando la caza de hoy y anticipando el placer de las lecturas.

Pero no olvidas otros cazaderos de viejos libros que ya descubriste hace tiempo, y de los que queda una referencia en forma de entrada en esta bitácora .(se puede ver aquí). Se trata de La casquería Libros al peso, en el mercado de San Fernando, en la calle Embajadores. Tomas lo que te apetece y te lo pesan en una báscula, como quien compra medio kilo de higadillos de pollo. O la librería Nicolás Moya, librería médica, en la calle Hortaleza. Librería que, por cierto, tiene los días contados y el destino de cuyo local será convertirse en una de esas tiendas donde se venden cruasanes y bollería rica en colesterol y pizas al corte. Comida rápida para turistas escasos de euros y de tiempo porque hay que verlo todo, todo, ya que estamos visitando esta ciudad tan cara. 

Respecto a eso del ángel flamígero, custodio de las viejas librerías, del que se ha hablado más arriba, no se lo tome el presunto lector al pie de la letra. Era una forma de llamar su atención. Aunque este jubilata algunos sí ha visto en sus correrías. Lástima que un tanto alicaídos...

domingo, 10 de marzo de 2019

Lugares donde nunca vamos.-


Seguro que el improbable lector ha hecho alguna vez una excursión a un lugar donde no va nadie. A un lugar que no sale en las guías turísticas, alejado de las grandes rutas viajeras. Pues no es el único. También nosotros. El otro fin de semana fuimos a visitar Totanés, pueblo a 30 k de Toledo. 

¿Que no le suena el nombre? Este jubilata sí tenía noticias de este pueblo manchego porque, en su lejana infancia, allá por los años cincuenta del siglo pasado, le llevaron una vez a visitar a su tío Eloy, maestro de escuela rural que allí desasnaba chavales. Y, como resulta que hay en ese lugar una rama familiar Azaña con la que me une un lejano parentesco, y tengo en el barrio una amiga y prima que es de aquel pueblo, consanguínea de tercera o cuarta hornada, pues decidimos que estaría bien visitarlo.

Quienes fuimos a visitar el pueblo estábamos seguros de que don Quijote tampoco tuvo noticias de él. Ni pasó por allí camino del Toboso para ver a la sin par Dulcinea, quien, por cierto, resultó ser una moza un tanto hombruna. Aldonza Lorenzo se llamaba, hija de Lorenzo Corchuelo, y era fama que tenía muy buena mano para salar puercos. Pero nosotros, por aquellos andurriales, no buscábamos las huellas de Rocinante ni damas que servir. Buscábamos un crómlech.

¿Un crómlech en mitad de la Mancha? Pues ya ve el sorprendido lector qué capricho el de nuestros antepasados neolíticos. A dos kilómetros escasos del pueblo, próximo al cauce de un arroyo seco, sobre una superficie de roca granítica.

Se trata de un círculo de piedras sin labrar (ortostatos, para los que saben de esas cosas), puestas en pie por mano humana. Su edad aún no se conoce, ya que todavía no se ha hecho su datación arqueológica. Según parece, corresponde a la época megalítica, aproximadamente entre 2.500 a 1.000 antes de nuestra Era. Se supone, y está por ver, que tiene una orientación astronómica, señalando el equinoccio de primavera, relacionado con las tareas agrícolas. Las preguntas que suscita respecto a su construcción, antigüedad, funcionalidad, quedan a la espera de los trabajos arqueológicos posteriores. Suponiendo que haya dotación económica, claro está. Porque, ¿a quién le preocupan unas cuantas piedras en círculo, aparecidas en un lugarón manchego? Solo a algunos entusiastas sin afanes de lucro, como a los miembros de Cota 667, que son quienes han hecho los primeros estudios y lo han puesto en valor.

Ya se sabe cómo es esta España nuestra, le das una patada a un canto en medio de un erial y te aparece un trilobites que andaba por el lecho marino durante el Ordovícico. O aparecen vestigios de una antigua explotación agrícola romana. Y resulta que el nombre del pueblo de Totanés deriva del gentilicio Totta, posible dueño de aquel dominium. Y puede que el lugar – también está por averiguar – fuese un punto en la vía romana que iba desde Toledo hasta Mérida. Y visitas la plaza del pueblo junto a la iglesia, y allí hay un verraco celtibérico que ve pasar los siglos con la impasibilidad que le da estar tallado en granito.

Y sigues con tu deambular por el lugar y descubres que este pueblo fue, en el S. XVI, señorío de don Hernando Dávalos, comunero toledano a quien Carlos V le confiscó sus tierras porque era “movedor de novedades”. Don Hernando era partidario de las Comunidades de Castilla que se sublevaron contra el emperador porque les llenó la corte de extranjeros que no respetaban las leyes y usos de la Castilla. Y sobre estas tierras confiscadas por el emperador al comunero, en 1528, el matrimonio Carrillo-Osorio constituyó un mayorazgo. Comprar el lugar les costó un cuento (un millón) y cuatrocientos mil maravedíes, un pastón para la época.

Si el improbable lector imagina que con esto se acaban las prendas de Totanés, pues se equivoca. Tiene, además, un paisano ilustre, Fray Sebastián de Totanés, que allá por 1717 fue destinado por la Orden Franciscana a Filipinas. Allí el buen fraile aprendió el tagalo y sistematizó la lengua en una gramática que llamó Arte de la lengua Tagala y manual del Tagalog, que fue editada en 1745 y reeditada por tres veces en 120 años. Gracias a esta gramática, la lengua tagala se extendió por el archipiélago, predominando sobre el resto de las lenguas. 

Seguro que el actual presidente filipino, Duterte, no tiene pajolera idea de que se debe a un fraile español la extensión de la lengua oficial. Cambiará - como pretende - el nombre del país para que no recuerde su pasado colonial (como si la historia pudiese borrarse con un decreto presidencial), pero el apellido Totanés allí queda entre la población, ya que el fray Sebastián lo puso a todo bicho viviente que fue cristianando durante los años que vivió allí.

En conmemoración, en una plaza a la entrada del pueblo, han levantado una estatua, obra de Jorge Lancero, que representa al franciscano. La verdad es que la estatua anonada un poco al visitante con su talla descomunal y queda un tanto alejada de la humildad franciscana que se le supone al frailuco.

¿Más que ver? Pues si es viajero por lugares donde nunca suele ir la gente, eche un vistazo a su iglesia parroquial y admire su artesonado mudéjar. Verá en la nave central un entablamiento horizontal que recibe el nombre del alfaje, cruzado por vigas de pared a pared que llaman jácenas, y sobre ellas un segundo orden de vigas perpendiculares que llaman jaldetas. Amén de lacerías mudéjares y decoración geométrica barroca en el ábside. Todo lo cual se dice aquí para que se sepa que este jubilata y viajero curioso se llevó la lección bien aprendida.

Y, hablando de trilobites, como se habló de ellos hace un rato, es porque hay un pequeño museo, en la casa de la cultura, con una colección paleontológica y arqueológica que fue reuniendo un vecino del pueblo: don Ildefonso Recio Valverde. Pero no, no fuimos a visitarlo. Ya no nos quedaba tiempo. Solo se dice que la colección existe, por si el improbable lector se deja caer por Totanés.

Nosotros fuimos a Cuerva y localizamos el antiguo alfar de un viejo artesano, vimos el horno árabe que se usaba para cocer las piezas, una pileta donde se amasaba el barro, una especie de alberca que se llenaba con el barro limpio de impurezas, y docenas de piezas que allí están, a la espera de que alguien pase por allí y se lleve algunas de recuerdo. 


Un servidor, en recuerdo de una olla maja que compró allí hace más de 20 años, esta vez se llevó un cántaro adornado con motivos florales y con su tapa bellamente decorada. La olla maja, por cierto, la coceó un sobrino de la mi santa, chaval de dormir inquieto, que hizo noche en casa, y desde entonces andaba yo con las ganas…