No se puede decir que la caminata de este domingo haya sido extenuante. Nuestra intención no era hacer una marcha montañera, sino recorrer un camino descendente por los pinares de Valsaín entre el puerto de Cotos y la Granja, para observar algunas especies vegetales que nos salían al paso. Se trababa que los componentes de la Agrupación Aire Libre del Ateneo de Madrid se habitúen a identificar algunas especies vegetales, especialmente árboles y arbustos frecuentes en nuestra sierra. No había especialistas botánicos entre nosotros, sino simples aficionados a la observación de la naturaleza que tratábamos de transmitir ese gusto por conocer un poco más la naturaleza que nos rodea, cada vez que salimos al campo.
Con este propósito hemos emprendido la excursión a las once de la mañana desde el estacionamiento del puerto de Cotos. Las previsiones meteorológicas eran de tormentas en la sierra, así que hemos ido preparados de chubasqueros, paraguas y ropa de abrigo.
Por la parte posterior de la estación del tren ecológico, nace nuestro camino, llamado Camino Viejo del Paular y que desciende unos trescientos metros hasta la pista asfaltada que recorre el pinar, por donde transcurre el GR 10. Junto al arroyo del Infierno, Guillermo (organizador de esta excursión) nos explica que este nombre viene asociado a los tejos (taxus baccata). Tanto este término como su antónimo, Paraíso, ambos hacen referencia a lugares donde había (todavía –si no se han talado o el clima los ha hecho desaparecer – sigue habiendo) abundancia de tejos. Vienen referidos estos términos a dos particularidades definitorias del tejo: su toxicidad y su longevidad. Todos los componentes del tejo (corteza, hojas y simiente) son tóxicos, a excepción del arilo carnoso que recubre la simiente; en cuanto a su longevidad, puede alcanzar los 2.000 años. En este arroyo ya no existen tejos, pero sí los veremos camino adelante, tachonando con su masa oscura el verdor del pinar. Respecto a este asunto, pronto aparecerá un artículo titulado "Toponimia del tejo en la Península Ibérica", fruto de las investigaciones que ha hecho nuestro guía de hoy, Guillermo García.
Las matas de acebos (ilex aquifolium) se pueden ver próximas al camino y entre la masa del bosque. Es un arbusto que resulta más conocido para la mayoría de la gente, sobre todo por sus hojas pinchosas, de un verde brillante, y por sus característicos frutos rojos. El serbal de cazadores (sorbus aucuparia) es una especie menos conocida, pero tenemos la suerte de encontrar un ejemplar espléndido junto al camino, todo él en plena floración. Le hice una foto que me sirve para ilustrar esta entrada.
En tierras tan umbrías y húmedas no podían faltar los avellanos (corylus avellana), arbustos que extienden sus ramas rectas formando grandes manchas vegetales cercanas a arroyos o lugares muy frescos.
En el cruce con el arroyo que baja de Peña Citores y en el mismo cauce, encontramos un grupo de abedules (betula pendula), que se distinguen con facilidad por su corteza blanca, semejante a la de los álamos, pero que se agrieta en sentido horizontal. Aquí, al pie de Peña Citores, que está a 600 m. por encima de nosotros, recibimos una pequeña lección de toponimia histórica. Abundan por estas tierras segovianas topónimos propios de tierras burgalesas como: PeñaLara, Peña Citores, Acitores, Pie de Lerma, Pie de Cardeña. Todo ello remite a una repoblación medieval de estas tierras con gentes traídas de la Castilla burgalesa.
En estos montes que hoy forman el inmenso pinar de Valsaín, en tiempos, abundaba el roble (quercus pyrenaica), más conocido como rebollo o melojo. Según nos explica una compañera, en tiempos de Felipe II se repobló de pino silvestre todos estos parajes por su utilidad para la construcción naval. La verticalidad de los troncos del pino silvestre (pinus silvestris) sobrepasa los 30 m. de longitud por lo que eran muy apreciados para los mástiles y otros elementos de los barcos de vela.
Los majuelos o espinos blancos (crataegus monogina), que vemos al paso, ya han perdido la flor, incluso en estos parajes que van más retrasados climáticamente. De todas formas, son fáciles de identificar gracias a sus hojas escotadas y, en verano, sus frutos: unas bolitas de color rojo que son comestibles, aunque bastante astringente.
Aparte los ejemplares de árboles y arbustos, siempre más vistosos, no hay que olvidar el piorno (genista purgans), visto a la altura del puerto, que destacaba por sus flores amarilla y el enebro rastrero (junipera comunis). Por las zonas más bajas han aparecido las retamas (genista tinctoria), algunas florecidas. Alfombrando los pinares, grandes extensiones de helechos (plantas pterophitas. creo que se llaman), que son las especies vegetales más antiguas del planeta que se conservan.
Por las orillas del camino hemos visto pequeñas plantas con una pequeña flor blanca que es el lino silvestre (linum). El lino es una planta que se ha cultivado por tierras segovianas para ser usado en la confección de tejidos y ha sido una de las fuentes económicas de estos pueblos.
Entre aguaceros, nieblas que cubren el pinar, y hasta una granizada, vamos pasando estas horas de caminata y observación de la naturaleza. Y, como haga el tiempo que haga, hay que comerse el bocadillo, paramos en el puente de las Quemadas y nos sentamos en los pretiles para aislar, en lo posible, nuestras posaderas de la humedad. A pesar de la comodidad relativa del lugar, no estamos mucho tiempo: la humedad ambiente nos cala hasta estos huesos nuestros de la tercera edad que protestan por la poca consideración que tenemos con ellos. La verdad es que el tiempo no está para saborear el bocadillo pausadamente, ni los suelos están para sestear un rato, así que la gente se va poniendo en pie y caminamos para ir echando el frío fuera.
Al paso, al pie del camino, se ve una pequeña fuente labrada en piedra granítica. Es la Fuente de la Cruz de los Abastos, que casi pasa desapercibida. Más adelante, llegamos a una explanada llena de troncos de pino de alguna tala hecha hace tiempo. Tras los montones de troncos, la Cueva del Monje. Dejamos el camino para ir a verla. Comienza a granizar y todo el grupo se refugia en ella hasta que pasa la tormenta. Hacemos alguna foto de recuerdo, todos apretujados bajo la roca, como un rebaño de paseantes.
Tras la granizada, la tarde se ha ido arreglando, y llegar a la Granja ha sido un paseo distendido, entre charlas. Eran las 5 de la tarde cuando entrábamos en el pueblo. Sus calles están muy animadas, incluso vemos un mercadillo en una de ellas. Nosotros, con nuestros atuendo montañeros húmedos y las botas embarradas, somo la nota discordante entre la gente endomingada. Pero hacía un rato, en el paisaje pinariego, quedábamos muy propios.
Con este propósito hemos emprendido la excursión a las once de la mañana desde el estacionamiento del puerto de Cotos. Las previsiones meteorológicas eran de tormentas en la sierra, así que hemos ido preparados de chubasqueros, paraguas y ropa de abrigo.
Por la parte posterior de la estación del tren ecológico, nace nuestro camino, llamado Camino Viejo del Paular y que desciende unos trescientos metros hasta la pista asfaltada que recorre el pinar, por donde transcurre el GR 10. Junto al arroyo del Infierno, Guillermo (organizador de esta excursión) nos explica que este nombre viene asociado a los tejos (taxus baccata). Tanto este término como su antónimo, Paraíso, ambos hacen referencia a lugares donde había (todavía –si no se han talado o el clima los ha hecho desaparecer – sigue habiendo) abundancia de tejos. Vienen referidos estos términos a dos particularidades definitorias del tejo: su toxicidad y su longevidad. Todos los componentes del tejo (corteza, hojas y simiente) son tóxicos, a excepción del arilo carnoso que recubre la simiente; en cuanto a su longevidad, puede alcanzar los 2.000 años. En este arroyo ya no existen tejos, pero sí los veremos camino adelante, tachonando con su masa oscura el verdor del pinar. Respecto a este asunto, pronto aparecerá un artículo titulado "Toponimia del tejo en la Península Ibérica", fruto de las investigaciones que ha hecho nuestro guía de hoy, Guillermo García.
Las matas de acebos (ilex aquifolium) se pueden ver próximas al camino y entre la masa del bosque. Es un arbusto que resulta más conocido para la mayoría de la gente, sobre todo por sus hojas pinchosas, de un verde brillante, y por sus característicos frutos rojos. El serbal de cazadores (sorbus aucuparia) es una especie menos conocida, pero tenemos la suerte de encontrar un ejemplar espléndido junto al camino, todo él en plena floración. Le hice una foto que me sirve para ilustrar esta entrada.
En tierras tan umbrías y húmedas no podían faltar los avellanos (corylus avellana), arbustos que extienden sus ramas rectas formando grandes manchas vegetales cercanas a arroyos o lugares muy frescos.
En el cruce con el arroyo que baja de Peña Citores y en el mismo cauce, encontramos un grupo de abedules (betula pendula), que se distinguen con facilidad por su corteza blanca, semejante a la de los álamos, pero que se agrieta en sentido horizontal. Aquí, al pie de Peña Citores, que está a 600 m. por encima de nosotros, recibimos una pequeña lección de toponimia histórica. Abundan por estas tierras segovianas topónimos propios de tierras burgalesas como: PeñaLara, Peña Citores, Acitores, Pie de Lerma, Pie de Cardeña. Todo ello remite a una repoblación medieval de estas tierras con gentes traídas de la Castilla burgalesa.
En estos montes que hoy forman el inmenso pinar de Valsaín, en tiempos, abundaba el roble (quercus pyrenaica), más conocido como rebollo o melojo. Según nos explica una compañera, en tiempos de Felipe II se repobló de pino silvestre todos estos parajes por su utilidad para la construcción naval. La verticalidad de los troncos del pino silvestre (pinus silvestris) sobrepasa los 30 m. de longitud por lo que eran muy apreciados para los mástiles y otros elementos de los barcos de vela.
Los majuelos o espinos blancos (crataegus monogina), que vemos al paso, ya han perdido la flor, incluso en estos parajes que van más retrasados climáticamente. De todas formas, son fáciles de identificar gracias a sus hojas escotadas y, en verano, sus frutos: unas bolitas de color rojo que son comestibles, aunque bastante astringente.
Aparte los ejemplares de árboles y arbustos, siempre más vistosos, no hay que olvidar el piorno (genista purgans), visto a la altura del puerto, que destacaba por sus flores amarilla y el enebro rastrero (junipera comunis). Por las zonas más bajas han aparecido las retamas (genista tinctoria), algunas florecidas. Alfombrando los pinares, grandes extensiones de helechos (plantas pterophitas. creo que se llaman), que son las especies vegetales más antiguas del planeta que se conservan.
Por las orillas del camino hemos visto pequeñas plantas con una pequeña flor blanca que es el lino silvestre (linum). El lino es una planta que se ha cultivado por tierras segovianas para ser usado en la confección de tejidos y ha sido una de las fuentes económicas de estos pueblos.
Entre aguaceros, nieblas que cubren el pinar, y hasta una granizada, vamos pasando estas horas de caminata y observación de la naturaleza. Y, como haga el tiempo que haga, hay que comerse el bocadillo, paramos en el puente de las Quemadas y nos sentamos en los pretiles para aislar, en lo posible, nuestras posaderas de la humedad. A pesar de la comodidad relativa del lugar, no estamos mucho tiempo: la humedad ambiente nos cala hasta estos huesos nuestros de la tercera edad que protestan por la poca consideración que tenemos con ellos. La verdad es que el tiempo no está para saborear el bocadillo pausadamente, ni los suelos están para sestear un rato, así que la gente se va poniendo en pie y caminamos para ir echando el frío fuera.
Al paso, al pie del camino, se ve una pequeña fuente labrada en piedra granítica. Es la Fuente de la Cruz de los Abastos, que casi pasa desapercibida. Más adelante, llegamos a una explanada llena de troncos de pino de alguna tala hecha hace tiempo. Tras los montones de troncos, la Cueva del Monje. Dejamos el camino para ir a verla. Comienza a granizar y todo el grupo se refugia en ella hasta que pasa la tormenta. Hacemos alguna foto de recuerdo, todos apretujados bajo la roca, como un rebaño de paseantes.
Tras la granizada, la tarde se ha ido arreglando, y llegar a la Granja ha sido un paseo distendido, entre charlas. Eran las 5 de la tarde cuando entrábamos en el pueblo. Sus calles están muy animadas, incluso vemos un mercadillo en una de ellas. Nosotros, con nuestros atuendo montañeros húmedos y las botas embarradas, somo la nota discordante entre la gente endomingada. Pero hacía un rato, en el paisaje pinariego, quedábamos muy propios.
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