Vereda tropical.-
Vinicio Sosa era uno de tantos. Vivía en el barrio de la Concepción y trabajaba en Cuatro Caminos. Todos los días, a las siete y veinte de la mañana, cogía el metro en Pueblo Nuevo e iba a Avenida de América. Allí, recorría los pasillos buscando el enlace con la Línea 6 y, cada mañana, puntualmente, en el cruce de túneles, oía cantar a aquel músico callejero la melodía de "la vereda tropical".
Vinicio echaba una moneda de veinte céntimos sobre la funda de la guitarra y se alejaba tarareando la canción. Y cada día, durante los breves minutos que tardaba en recorrer el túnel, recordaba aquel viaje al Caribe; único lujo de asalariado mediocre que se había permitido. Allí, en Santiago de Cuba, una jinetera mulata le fingió pasión caribeña; fue una semana de amor por un precio razonable. Comían en un paladar próximo al parque Céspedes. En el paladar, el cuarteto Causal, arrimado a una pared que añoraba pasadas blancuras, interpretaba canciones a petición de los presentes.
Lucinda, la jinetera mulata, era moza de un sentimentalismo recurrente. Siempre que comían en aquel lugar de Santiago de Cuba, pedía a los músicos que interpretasen la Vereda tropical y se arrimaba a Vinicio, muslo contra muslo, y éste sentía el torrente de aquella sangre abrasadora. Era lo más parecido a la pasión amorosa que nadie le había dado.
Por eso, cuando en el metro oía al músico callejero, los túneles de Avenida de América, con sus fluyentes masas de gente apresurada, adquirían el calor del Caribe. Entonces, Vinicio cantaba bajito: y me juró querernos más y más aquellas noches junto al mar... Y de los carteles anunciadores salían airosas palmeras que se mecían al son de la brisa, y negras bembonas que meneaban acompasadamente sus enormes culos, y muchachitas con piel de caramelo que le regalaban sonrisas prometedoras. Diariamente, Vinicio soñaba su ración de ilusiones mañaneras por el módico precio de una moneda dorada.
Un día, el músico ya no estaba en el sitio habitual. Ni en los días sucesivos. En su lugar había un acordeonista que tocaba valses, pero ya no era lo mismo. Ya no nacieron palmerales en los andenes, ni las muchachas tenían la piel de oro tostado, y la gente se empujaba con malos modos para entrar en los vagones.
Desde entonces, Vinicio compraba el periódico y se enfrascaba en las noticias económicas. Las cotizaciones subían o bajaban según la fluctuación de los mercados, pero el pulso de sus ilusiones marcaba un cardiograma plano.
Vinicio Sosa era uno de tantos. Vivía en el barrio de la Concepción y trabajaba en Cuatro Caminos. Todos los días, a las siete y veinte de la mañana, cogía el metro en Pueblo Nuevo e iba a Avenida de América. Allí, recorría los pasillos buscando el enlace con la Línea 6 y, cada mañana, puntualmente, en el cruce de túneles, oía cantar a aquel músico callejero la melodía de "la vereda tropical".
Vinicio echaba una moneda de veinte céntimos sobre la funda de la guitarra y se alejaba tarareando la canción. Y cada día, durante los breves minutos que tardaba en recorrer el túnel, recordaba aquel viaje al Caribe; único lujo de asalariado mediocre que se había permitido. Allí, en Santiago de Cuba, una jinetera mulata le fingió pasión caribeña; fue una semana de amor por un precio razonable. Comían en un paladar próximo al parque Céspedes. En el paladar, el cuarteto Causal, arrimado a una pared que añoraba pasadas blancuras, interpretaba canciones a petición de los presentes.
Lucinda, la jinetera mulata, era moza de un sentimentalismo recurrente. Siempre que comían en aquel lugar de Santiago de Cuba, pedía a los músicos que interpretasen la Vereda tropical y se arrimaba a Vinicio, muslo contra muslo, y éste sentía el torrente de aquella sangre abrasadora. Era lo más parecido a la pasión amorosa que nadie le había dado.
Por eso, cuando en el metro oía al músico callejero, los túneles de Avenida de América, con sus fluyentes masas de gente apresurada, adquirían el calor del Caribe. Entonces, Vinicio cantaba bajito: y me juró querernos más y más aquellas noches junto al mar... Y de los carteles anunciadores salían airosas palmeras que se mecían al son de la brisa, y negras bembonas que meneaban acompasadamente sus enormes culos, y muchachitas con piel de caramelo que le regalaban sonrisas prometedoras. Diariamente, Vinicio soñaba su ración de ilusiones mañaneras por el módico precio de una moneda dorada.
Un día, el músico ya no estaba en el sitio habitual. Ni en los días sucesivos. En su lugar había un acordeonista que tocaba valses, pero ya no era lo mismo. Ya no nacieron palmerales en los andenes, ni las muchachas tenían la piel de oro tostado, y la gente se empujaba con malos modos para entrar en los vagones.
Desde entonces, Vinicio compraba el periódico y se enfrascaba en las noticias económicas. Las cotizaciones subían o bajaban según la fluctuación de los mercados, pero el pulso de sus ilusiones marcaba un cardiograma plano.
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