Corría el 2009, segundo año de recesión tras la primera gran crisis financiera del siglo. Era un 22 de diciembre y en la radio los niños de San Ildefonso desgranaban la cantinela del sorteo navideño. Jonathan, comercial en una financiera, fue al departamento de recursos humanos a por el paquete de navidad.
A Jonathan, sus padres le pusieron ese nombre tras chutarse una sobredosis de posmodernidad hacía ya treinta años. Jonathan veía su porvenir laboral con cierto optimismo no exento de preocupación: acababan de despedir a compañeros suyos que habían pasado de la cincuentena, y los cuarentones estaban pendientes de una nueva regulación de empleo. A él, según le dijeron, no. La mera casualidad biológica hacía que él no estuviese en el grupo de riesgo. De cualquier forma, el turrón de estas navidades iba a tener un sabor amargo para sus compañeros de más edad.
A pesar de todo, el aspecto del paquete de navidad no dejaba traslucir los problemas por los que atravesaba la financiera: en su envoltorio, de un plateado brillante, corrían un sinnúmero de trineos arrastrados por un tiro de renos modelo waldisney, volteaban alegres campanitas doradas y las ramitas de acebo mostraban sus racimos de rojas bolitas brillantes. Un papá Noel de repetición mostraba, con su figura diseminada aquí y allá por el envoltorio, su sonrisa estereotipada. Pero la tópica alegría navideña, serigrafiada en el papel de regalo, era una mueca burlona que a Jonathan le producía un desasosiego del que no sabía cómo librarse.
Desde media mañana, la caja con sus botellas, sus turrones variados, latas de conserva y sus barras de embutido, estaba depositada a los pies de su mesa. Cada vez que se movía en su asiento, sus piernas tropezaban con ella y, cada vez que le echaba un vistazo, se tropezaba con la mueca sonriente del papá Noel. Era una sonrisa parecida a la del director de recursos humanos: profesional y de conveniencia. Aquella misma sonrisa con la que le había recibido en su despacho a primeras horas de la mañana.
En aquella entrevista le había comunicado la satisfacción de la empresa por su eficacia laboral, le tranquilizó respecto a la volatilidad de su puesto de trabajo y le sugirió que, para el próximo año, el reajuste de costes obligaba a rebajarle un siete por ciento su masa salarial a fin de capear la crisis. Pero allí estaba el regalo de navidad, aquella caja con su envoltorio plateado, sus trineos tirados por renos voladores, campanitas doradas y bolitas rojas de acebo. Una promesa de felicidad navideña y estabilidad laboral para el nuevo año. Los múltiples Papás Noel, impresos sobre fondo plateado, así lo garantizaban con su sonrisa de portavoz oficial de felicidad, y el jefe de recursos humanos lo refrendaba con su sonrisa profesional, calcada de la del reiterado Papá Noel del envoltorio.
Jonathan salió tarde de la oficina aquel día. Un cliente se resistía a suscribir una póliza de riesgo y él tuvo que emplear a fondo sus habilidades de comercial. Eran casi las ocho de la tarde. El alumbrado navideño se sobreponía, con sus mil destellos, al gris de la contaminación y las rodadas de los coches convertían en chapapote turbio los restos de la última nevada. Las fiestas navideñas eran un hecho irremediable.
Nada más salir, Jonathan cruzó la calle con su paquete de navidad y se acercó a unos contenedores de basura. Miró a los lados, por si alguien le veía, y depositó al pié la caja con todos sus turrones y botellas. Se alejó con paso rápido hacia el metro.
Desde el envoltorio plateado, entre las basuras, el Papá Noel de serigrafía le veía alejarse sin alterar la múltiple mueca de su sonrisa.
A Jonathan, sus padres le pusieron ese nombre tras chutarse una sobredosis de posmodernidad hacía ya treinta años. Jonathan veía su porvenir laboral con cierto optimismo no exento de preocupación: acababan de despedir a compañeros suyos que habían pasado de la cincuentena, y los cuarentones estaban pendientes de una nueva regulación de empleo. A él, según le dijeron, no. La mera casualidad biológica hacía que él no estuviese en el grupo de riesgo. De cualquier forma, el turrón de estas navidades iba a tener un sabor amargo para sus compañeros de más edad.
A pesar de todo, el aspecto del paquete de navidad no dejaba traslucir los problemas por los que atravesaba la financiera: en su envoltorio, de un plateado brillante, corrían un sinnúmero de trineos arrastrados por un tiro de renos modelo waldisney, volteaban alegres campanitas doradas y las ramitas de acebo mostraban sus racimos de rojas bolitas brillantes. Un papá Noel de repetición mostraba, con su figura diseminada aquí y allá por el envoltorio, su sonrisa estereotipada. Pero la tópica alegría navideña, serigrafiada en el papel de regalo, era una mueca burlona que a Jonathan le producía un desasosiego del que no sabía cómo librarse.
Desde media mañana, la caja con sus botellas, sus turrones variados, latas de conserva y sus barras de embutido, estaba depositada a los pies de su mesa. Cada vez que se movía en su asiento, sus piernas tropezaban con ella y, cada vez que le echaba un vistazo, se tropezaba con la mueca sonriente del papá Noel. Era una sonrisa parecida a la del director de recursos humanos: profesional y de conveniencia. Aquella misma sonrisa con la que le había recibido en su despacho a primeras horas de la mañana.
En aquella entrevista le había comunicado la satisfacción de la empresa por su eficacia laboral, le tranquilizó respecto a la volatilidad de su puesto de trabajo y le sugirió que, para el próximo año, el reajuste de costes obligaba a rebajarle un siete por ciento su masa salarial a fin de capear la crisis. Pero allí estaba el regalo de navidad, aquella caja con su envoltorio plateado, sus trineos tirados por renos voladores, campanitas doradas y bolitas rojas de acebo. Una promesa de felicidad navideña y estabilidad laboral para el nuevo año. Los múltiples Papás Noel, impresos sobre fondo plateado, así lo garantizaban con su sonrisa de portavoz oficial de felicidad, y el jefe de recursos humanos lo refrendaba con su sonrisa profesional, calcada de la del reiterado Papá Noel del envoltorio.
Jonathan salió tarde de la oficina aquel día. Un cliente se resistía a suscribir una póliza de riesgo y él tuvo que emplear a fondo sus habilidades de comercial. Eran casi las ocho de la tarde. El alumbrado navideño se sobreponía, con sus mil destellos, al gris de la contaminación y las rodadas de los coches convertían en chapapote turbio los restos de la última nevada. Las fiestas navideñas eran un hecho irremediable.
Nada más salir, Jonathan cruzó la calle con su paquete de navidad y se acercó a unos contenedores de basura. Miró a los lados, por si alguien le veía, y depositó al pié la caja con todos sus turrones y botellas. Se alejó con paso rápido hacia el metro.
Desde el envoltorio plateado, entre las basuras, el Papá Noel de serigrafía le veía alejarse sin alterar la múltiple mueca de su sonrisa.
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