Ya advertí, hace algún tiempo, que pensaba perpetrar una nueva incursión en eso que llamé “sociología parda” y que no es otra cosa que una mirada curiosa sobre las gentes que viajan en el suburbano madrileño. Solo que esta vez quería hablar de quienes sobreviven de la mendicidad y sus aledaños en los vagones del metro.
Andan presumiendo nuestros políticos de que disponemos de la mejor red de trenes suburbanos de Europa y los Telemadriles y paniaguados afines se encargan de mostrárnoslos caminando ufanos por los túneles recién abiertos, por estaciones en obras, con el preceptivo casco de ingeniero ocasional, sonrisa en ristre. Lo que ignoran –supongo que a propósito– es que esta deslumbrante red madrileña de metro es el hábitat natural de los desheredados sociales. Si no de todos, sí de aquellos que han hecho del peregrinar por túneles y vagones su forma de subsistencia.
Como esta bitácora está para hablar de las cosas que ocurren en mi entorno de jubilata ocioso – que alguien quiera leerlas es harina de otro costal –, quiero dejar mis impresiones de estos viajes en metro que hago con frecuencia. Y esta vez no hablaré de viajeros lectores, ni de aquellos abducidos por las músicas que llevan soldado a la oreja el cordón umbilical del MP3 (o similares), ni de los sempiternos parladores por teléfono móvil, ni de viajeros con mirada ausente. Ya advertí que pensaba hablar de los supervivientes marginales. De esos que han hecho de los túneles del metro su hábitat natural, su medio de supervivencia.
A bote pronto, habría que diferenciar dos grandes grupos: los melómanos y el resto. De entre los primeros conviene diferenciar los cordófonos y aerófonos, por un lado, y los electrófonos por otro. Los primero tocan guitarras, violines, clarinetes, saxos, o similares con más o menos acierto, pero se ve que le ponen cierta habilidad y entrenamiento. Los segundos van con un carrito donde llevan un aparato electrónico que da músicas enlatadas y suelen ser molestos. Todos ellos pretenden, a cambio de una moneditas, distraer el aburrimiento de los viajeros con unos minutos musicales.
El resto lo forman los suplicantes. Gente derrotada por la sociedad, que recurre a la lástima pública para ir tirando mal que mal. Los hay que exhiben sus lacras físicas y los que pregonan su marginalidad. Entre los primeros me he tropezado en los últimos tiempos con dos individuos de difícil olvido, dado su lamentable estado físico: el viejo que a duras penas se tiene en pie sobre un par de muletas destartaladas y que arrastra sus piernas tullidas. A éste su vejez y su invalidez le suelen jugar malas pasadas, ya que, al verlo entrar en el vagón, siempre hay alguien que quiere cederle el asiento pensando que es un viajero “normal” pero inválido. Pero no, él lo que quiere es que le compadezcamos y le demos una limosna, y si se sienta pierde su tiempo de limosneo. Cuando el respetable se hace cargo de la situación, cada cual se enfrasca en sus ausencias (lectura, móvil, etc.) y olvida tan lamentable visión. El tullido recorre el vagón tambaleándose y la gente que va sentada, a su paso, discretamente, encoje las rodillas por miedo que en una sacudida, el viejo zarrapastroso se le caiga encima y a ver qué cara pone uno…
Hay otro, al que ya he visto dos veces o tres veces, que es un hombre joven al que parece que le hubieran echado a vivir su lamentable vida los de la Unidad de Quemados después de remendarlo malamente. Cada vez que lo he visto me ha parecido salir directamente del patio de Monipodio y he dado en suponer que lo ha importado de las pasadas guerras balcánicas algún trujamán de miserias para sacarse unas perras exhibiendo sus deformidades. Tiene el individuo la cara quemada, sin párpados, con ojos que miran fijos porque no pueden hacer otra cosa a falta de dónde encerrarse, de forma que es una máscara incapaz de expresión; y con sus manos a falta de las falanges de varios dedos, con la punta del hueso asomando por su extremo. Éste camina con las palmas extendidas a la espera de la moneda que nunca llega porque a la gente le da grima rozarle, y emite sonidos inarticulados. Su aspecto repulsivo provoca reacciones de rechazo o de curiosidad morbosa, según cada cual.
Por no alargarme más, los marginales de oficio son suplicantes que juran por sus niños que piden para no robar, que prefieren vivir de la caridad antes que delinquir. Algunos acompañan con jaculatorias y santiguadas su perorata, para que quede clara su buena intención. Suelen ser peripatéticos y de discurso emotivo, recorriendo el vagón arriba y abajo para que todos los presentes sepan que se mueve en la cuerda floja, entre la mendicidad y el delito, y que sólo de su aportación económica depende que se incline hacia uno u otro campo.
Lo que no se entiende bien es por qué, tanto derrotado social como hay por ahí, no decide asociarse y formar, valga como ejemplo, una Asociación de Víctimas del Capitalismo que defienda su derecho a disfrutar, aunque sea mínimamente, de los beneficios sociales. Si los banqueros han logrado que el Estado aporte miles de millones para reflotar negocios que ellos han hundido con su rapiña, a ver quién es el guapo que les explica a los miserables del metro, caso de asociarse, que no se dispone de medios para hacer su vida un poco menos desgraciada.
Quede aquí la propuesta de asociación, que, además de útil para sus asociados, sería muy beneficiosa para la policía y buena imagen del metro madrileño.
Andan presumiendo nuestros políticos de que disponemos de la mejor red de trenes suburbanos de Europa y los Telemadriles y paniaguados afines se encargan de mostrárnoslos caminando ufanos por los túneles recién abiertos, por estaciones en obras, con el preceptivo casco de ingeniero ocasional, sonrisa en ristre. Lo que ignoran –supongo que a propósito– es que esta deslumbrante red madrileña de metro es el hábitat natural de los desheredados sociales. Si no de todos, sí de aquellos que han hecho del peregrinar por túneles y vagones su forma de subsistencia.
Como esta bitácora está para hablar de las cosas que ocurren en mi entorno de jubilata ocioso – que alguien quiera leerlas es harina de otro costal –, quiero dejar mis impresiones de estos viajes en metro que hago con frecuencia. Y esta vez no hablaré de viajeros lectores, ni de aquellos abducidos por las músicas que llevan soldado a la oreja el cordón umbilical del MP3 (o similares), ni de los sempiternos parladores por teléfono móvil, ni de viajeros con mirada ausente. Ya advertí que pensaba hablar de los supervivientes marginales. De esos que han hecho de los túneles del metro su hábitat natural, su medio de supervivencia.
A bote pronto, habría que diferenciar dos grandes grupos: los melómanos y el resto. De entre los primeros conviene diferenciar los cordófonos y aerófonos, por un lado, y los electrófonos por otro. Los primero tocan guitarras, violines, clarinetes, saxos, o similares con más o menos acierto, pero se ve que le ponen cierta habilidad y entrenamiento. Los segundos van con un carrito donde llevan un aparato electrónico que da músicas enlatadas y suelen ser molestos. Todos ellos pretenden, a cambio de una moneditas, distraer el aburrimiento de los viajeros con unos minutos musicales.
El resto lo forman los suplicantes. Gente derrotada por la sociedad, que recurre a la lástima pública para ir tirando mal que mal. Los hay que exhiben sus lacras físicas y los que pregonan su marginalidad. Entre los primeros me he tropezado en los últimos tiempos con dos individuos de difícil olvido, dado su lamentable estado físico: el viejo que a duras penas se tiene en pie sobre un par de muletas destartaladas y que arrastra sus piernas tullidas. A éste su vejez y su invalidez le suelen jugar malas pasadas, ya que, al verlo entrar en el vagón, siempre hay alguien que quiere cederle el asiento pensando que es un viajero “normal” pero inválido. Pero no, él lo que quiere es que le compadezcamos y le demos una limosna, y si se sienta pierde su tiempo de limosneo. Cuando el respetable se hace cargo de la situación, cada cual se enfrasca en sus ausencias (lectura, móvil, etc.) y olvida tan lamentable visión. El tullido recorre el vagón tambaleándose y la gente que va sentada, a su paso, discretamente, encoje las rodillas por miedo que en una sacudida, el viejo zarrapastroso se le caiga encima y a ver qué cara pone uno…
Hay otro, al que ya he visto dos veces o tres veces, que es un hombre joven al que parece que le hubieran echado a vivir su lamentable vida los de la Unidad de Quemados después de remendarlo malamente. Cada vez que lo he visto me ha parecido salir directamente del patio de Monipodio y he dado en suponer que lo ha importado de las pasadas guerras balcánicas algún trujamán de miserias para sacarse unas perras exhibiendo sus deformidades. Tiene el individuo la cara quemada, sin párpados, con ojos que miran fijos porque no pueden hacer otra cosa a falta de dónde encerrarse, de forma que es una máscara incapaz de expresión; y con sus manos a falta de las falanges de varios dedos, con la punta del hueso asomando por su extremo. Éste camina con las palmas extendidas a la espera de la moneda que nunca llega porque a la gente le da grima rozarle, y emite sonidos inarticulados. Su aspecto repulsivo provoca reacciones de rechazo o de curiosidad morbosa, según cada cual.
Por no alargarme más, los marginales de oficio son suplicantes que juran por sus niños que piden para no robar, que prefieren vivir de la caridad antes que delinquir. Algunos acompañan con jaculatorias y santiguadas su perorata, para que quede clara su buena intención. Suelen ser peripatéticos y de discurso emotivo, recorriendo el vagón arriba y abajo para que todos los presentes sepan que se mueve en la cuerda floja, entre la mendicidad y el delito, y que sólo de su aportación económica depende que se incline hacia uno u otro campo.
Lo que no se entiende bien es por qué, tanto derrotado social como hay por ahí, no decide asociarse y formar, valga como ejemplo, una Asociación de Víctimas del Capitalismo que defienda su derecho a disfrutar, aunque sea mínimamente, de los beneficios sociales. Si los banqueros han logrado que el Estado aporte miles de millones para reflotar negocios que ellos han hundido con su rapiña, a ver quién es el guapo que les explica a los miserables del metro, caso de asociarse, que no se dispone de medios para hacer su vida un poco menos desgraciada.
Quede aquí la propuesta de asociación, que, además de útil para sus asociados, sería muy beneficiosa para la policía y buena imagen del metro madrileño.
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