Al saber de la muerte en prisión, tras una larga huelga de hambre, del disidente cubano Orlando Zapata, me ha venido a la memoria el viaje que hicimos Teresa y yo, en febrero de 1999, a Cuba. Cada vez que surgen cuestiones sobre aquella hermosa isla, siempre me vienen emociones encontradas. Creo que es el único país de todos los que conozco al que fui movido por intereses que poco tienen que ver con la curiosidad turística.
Que a un disidente político – “preso de conciencia”, quería él que le consideraran – le dejen morir de hambre dice mucho de la obcecación y la ceguera de un régimen político como el cubano. Y a los que, desde jóvenes, hemos admirado la revolución cubana, nos deja un poso de desánimo y rabia por tanto ideal malogrado.
En aquel viaje la gente iba a Varadero a tostarse al sol y comer a dos carrillos y a disfrutar siendo servidos por dóciles cubanitos; nosotros íbamos a conocer el país y sus gentes. Gastamos zapatilla en callejear por La Habana y por Santiago, contactamos con personas que nos enseñaron cómo se vivía y sobrevivían y qué pensaban, y volvimos a Madrid convencidos de que nuestro propósito había merecido la pena.
La Habana, bella, con sus parques y sus calles trazadas a cordel, y ruinosa, con sus hermosas casas coloniales carcomidas, me produjo la sensación de una vieja dama a la que la pobreza y el abandono habían ajado sin misericordia. Allí conocimos a Boris, un universitario que nos adoptó – en su provecho, hay que decirlo - durante un par de días y que nos hizo conocer aquellos lugares donde vive la gente que no vive del turismo; donde los niños jugaban al béisbol en la calle con un palo y una pelota, y donde la gente deambulaba sin otro objeto que sobrevivir. Boris era crítico con el régimen, un hermano suyo había muerto intentando llegar al paraíso USA. Nos llevó a su casa: una salita de unos 8 metros cuadrados, llena de santos de una religiosidad ambigua, con un habitáculo encima (“barbacoas” llamaban a esos cubículos) que servía de dormitorio común. Allí vivía él con la madre, dos hermanas con 3 niños y un hermano pequeño en edad militar. Nos llevó a visitar alguna iglesia y nos ilustró sobre el sincretismo religioso entre el animismo caribeño-africano y el catolicismo. Nos sacó 50 $ por una caja de puros que su madre iba “distrayendo” de la tabaquera donde trabajaba, y nos abandonó una vez exprimidos. Nunca se lo reproché. La vida tiene sus exigencias…
Lázaro también era crítico con el sistema. Era un hombre culto, inteligente y amargado. Había trabajado en el Instituto del Historiador y no olvidaré cómo nos enseñó la Habana Vieja (la plaza de Armas, la catedral, la plaza Vieja…) y nos dio una lección magistral de historia mientras iba desgranando sus reflexiones políticas y sociales con un regusto de amargura. También supe que los cubanos, como cada quisque, tienen prejuicios. Copio las notas que tomé entonces: “Una cosa me ha llamado la atención: tiene prejuicios muy arraigados referentes a la “gente de Oriente” – la zona oriental de la isla – y al color de la piel. Según él el negro desprecia su propio color, y el blanco no quiere oscurecer la suya con mezclas. Según el sentir habanero, los santiagueños son los servidores del régimen: ellos alimentan las filas de la policía y el ejército; emigran de su tierra copando puestos de trabajo y vivienda en La Habana; trabajan en puestos para los que no están capacitados y son más dóciles que los de la ciudad”.
Comer en aquel “paladar” en Santiago de Cuba, junto a la Casa de la Trova, era una fiesta de colorido y bullicio. Un espacio abierto a la calle con grandes ventanales, con seis mesas a cuyos manteles se les da la vuelta cuando se cambiaba de comensal. Menú obligado, pollo con arroz, pan no, y cerveza cubana sin tasa. Cubanos y guiris en santo amor y compañía, prostitutas acodadas en la barra a la espera del turista y cuatro músicos (el grupo Casual, del que aún conservo una cinta de casete) con los que hermanamos y pasamos horas y horas de conversación entre cervezas y canciones.
Y Rafael, el jefe de seguridad de nuestro hotel en Santiago. Karateca, antiguo escolta de Fidel. Una noche nos llevó a un paladar a comer langosta y pescado (invitábamos nosotros) y el hombre nos preguntaba ¿Cuánto ganan ustedes? ¿Cuánto cuesta una casa, unas deportivas…? ¿Cuánto.., cuánto...?
Le costaba asimilar que, en nuestra sociedad, corriese tanto dinero.
En mis notas de aquel viaje asoman más personajes: el galleguito Pedro Pablo, que regentaba la Casa del Agua de La Habana y nos daba abrazos y botellas de agua fresquita; el antiguo catedrático de Pedagogía Histórica y actual vendedor de libros en la plaza de Armas, que nos hablaba de la “amistad soviética” que no hizo – en su opinión – sino subvencionar al pueblo cubano y mantenerlo gratuitamente hasta convertirlo en un pueblo de parásitos. Y nunca olvidaré al aduanero corrupto y de sonrisa abyecta que, para poder tomar el avión de regreso, nos sacó 20 $ por la visa, supuestamente extraviada, de Teresa.
Y, como me dio tanta rabia el incidente, estas son las últimas notas de aquel viaje: “¡¡Que Dios confunda a los funcionarios infieles a su deber, y que les den por el culo!!”
Yo, la verdad, volvería…
Que a un disidente político – “preso de conciencia”, quería él que le consideraran – le dejen morir de hambre dice mucho de la obcecación y la ceguera de un régimen político como el cubano. Y a los que, desde jóvenes, hemos admirado la revolución cubana, nos deja un poso de desánimo y rabia por tanto ideal malogrado.
En aquel viaje la gente iba a Varadero a tostarse al sol y comer a dos carrillos y a disfrutar siendo servidos por dóciles cubanitos; nosotros íbamos a conocer el país y sus gentes. Gastamos zapatilla en callejear por La Habana y por Santiago, contactamos con personas que nos enseñaron cómo se vivía y sobrevivían y qué pensaban, y volvimos a Madrid convencidos de que nuestro propósito había merecido la pena.
La Habana, bella, con sus parques y sus calles trazadas a cordel, y ruinosa, con sus hermosas casas coloniales carcomidas, me produjo la sensación de una vieja dama a la que la pobreza y el abandono habían ajado sin misericordia. Allí conocimos a Boris, un universitario que nos adoptó – en su provecho, hay que decirlo - durante un par de días y que nos hizo conocer aquellos lugares donde vive la gente que no vive del turismo; donde los niños jugaban al béisbol en la calle con un palo y una pelota, y donde la gente deambulaba sin otro objeto que sobrevivir. Boris era crítico con el régimen, un hermano suyo había muerto intentando llegar al paraíso USA. Nos llevó a su casa: una salita de unos 8 metros cuadrados, llena de santos de una religiosidad ambigua, con un habitáculo encima (“barbacoas” llamaban a esos cubículos) que servía de dormitorio común. Allí vivía él con la madre, dos hermanas con 3 niños y un hermano pequeño en edad militar. Nos llevó a visitar alguna iglesia y nos ilustró sobre el sincretismo religioso entre el animismo caribeño-africano y el catolicismo. Nos sacó 50 $ por una caja de puros que su madre iba “distrayendo” de la tabaquera donde trabajaba, y nos abandonó una vez exprimidos. Nunca se lo reproché. La vida tiene sus exigencias…
Lázaro también era crítico con el sistema. Era un hombre culto, inteligente y amargado. Había trabajado en el Instituto del Historiador y no olvidaré cómo nos enseñó la Habana Vieja (la plaza de Armas, la catedral, la plaza Vieja…) y nos dio una lección magistral de historia mientras iba desgranando sus reflexiones políticas y sociales con un regusto de amargura. También supe que los cubanos, como cada quisque, tienen prejuicios. Copio las notas que tomé entonces: “Una cosa me ha llamado la atención: tiene prejuicios muy arraigados referentes a la “gente de Oriente” – la zona oriental de la isla – y al color de la piel. Según él el negro desprecia su propio color, y el blanco no quiere oscurecer la suya con mezclas. Según el sentir habanero, los santiagueños son los servidores del régimen: ellos alimentan las filas de la policía y el ejército; emigran de su tierra copando puestos de trabajo y vivienda en La Habana; trabajan en puestos para los que no están capacitados y son más dóciles que los de la ciudad”.
Comer en aquel “paladar” en Santiago de Cuba, junto a la Casa de la Trova, era una fiesta de colorido y bullicio. Un espacio abierto a la calle con grandes ventanales, con seis mesas a cuyos manteles se les da la vuelta cuando se cambiaba de comensal. Menú obligado, pollo con arroz, pan no, y cerveza cubana sin tasa. Cubanos y guiris en santo amor y compañía, prostitutas acodadas en la barra a la espera del turista y cuatro músicos (el grupo Casual, del que aún conservo una cinta de casete) con los que hermanamos y pasamos horas y horas de conversación entre cervezas y canciones.
Y Rafael, el jefe de seguridad de nuestro hotel en Santiago. Karateca, antiguo escolta de Fidel. Una noche nos llevó a un paladar a comer langosta y pescado (invitábamos nosotros) y el hombre nos preguntaba ¿Cuánto ganan ustedes? ¿Cuánto cuesta una casa, unas deportivas…? ¿Cuánto.., cuánto...?
Le costaba asimilar que, en nuestra sociedad, corriese tanto dinero.
En mis notas de aquel viaje asoman más personajes: el galleguito Pedro Pablo, que regentaba la Casa del Agua de La Habana y nos daba abrazos y botellas de agua fresquita; el antiguo catedrático de Pedagogía Histórica y actual vendedor de libros en la plaza de Armas, que nos hablaba de la “amistad soviética” que no hizo – en su opinión – sino subvencionar al pueblo cubano y mantenerlo gratuitamente hasta convertirlo en un pueblo de parásitos. Y nunca olvidaré al aduanero corrupto y de sonrisa abyecta que, para poder tomar el avión de regreso, nos sacó 20 $ por la visa, supuestamente extraviada, de Teresa.
Y, como me dio tanta rabia el incidente, estas son las últimas notas de aquel viaje: “¡¡Que Dios confunda a los funcionarios infieles a su deber, y que les den por el culo!!”
Yo, la verdad, volvería…