Nunca creí que, con los sesenta y cinco años a punto de cumplir, tuviera una crisis de fe. Hasta este momento crucial de mi vida, yo creía en la sociedad, en la justicia humana y otras antiguallas. Creía que los destinos de la humanidad se regulaban por leyes imperfectas, pero mejorables; que la pobreza era un mal remediable y que el enriquecimiento tenía un límite. Pero aquellos principios morales, que funcionaba como dogmas bien asentados y daban un sentido ético a toda una vida de trabajo y respeto a las convenciones sociales, un día se mostraron de tan difícil racionalización como el misterio de la santísima trinidad para un sintoísta o la cuadratura del círculo para un euclidiano.
Aquel día dejé de creer. A punto de cumplir los sesenta y cinco y me había quedado sin fe. Ante mí se abría un tenebroso panorama de ateísmo que me dejaba sin asideros donde agarrarme para dar sentido a mi vida. Desesperanzado, comprobé que mi vida carecía de sentido y que mis actos ya no respondían a los sólidos principios éticos que me habían servido de referente… Hasta que fui iluminado por la nueva religión; una religión de carácter universal, que englobaba a toda la humanidad, con independencia de culturas o razas. Incluso, con independencia del credo religioso tradicional que profesase cada uno de los mortales. En fin, descubrí la sacrosanta Ley del Mercado. Y creí en el Supremo Hacedor: el Capital Financiero.
Descubrí que no hay más ley divina que los dogmas dictados por los Mercados Financieros, a quienes los dirigentes políticos rinden ciega obediencia y sacrifican en su altar – mediante el ritual de las privatizaciones – los logros sociales. Que el Dios Dinero es omnipresente y rige los destinos de los pueblos mediante la Ley del Mercado, castigando a quienes se apartan de su obediencia. Descubrí que, a pesar de nuestra obcecación, el Capital Financiero, en su infinita bondad y a través de la Ley del Mercado, nos enviaba señales para mantenernos dentro de la hortodoxia económica y recta vía que llevan al enriquecimiento universal, y que los comentaristas financieros eran los nuevos sacerdotes que predicaban los designios del Dios Especulador. Éstos, a través de la evolución de las Bolsas, interpretaban su complacencia o disgusto.
Diariamente celebraban una misa, retransmitida urbis et orbe a través de TV, Internet, Prensa y Radio en la que mostraban las evoluciones de las cotizaciones bursátiles en los nuevos templos llamados Bolsas, donde oficiaban sus sacerdotes y acólitos que forman la curia del FMI, BM, BEI y otras sacras instituciones. El pueblo creyente, en comunión a través de la pantalla de TV y los demás medios de comunicación, recibía las señales de satisfacción o disgusto del Dios Dinero. Éste manifestaba su sacrosanta voluntad mediante las fluctuaciones del Mercado a través de los grandes santuarios como Wall Street o la Cyty de Londres, Bolsa de Tokio, y otros templos del Único Dios Verdadero.
Desde que creo en la nueva religión, no paso por delante de una sucursal bancaria sin persignarme. En casa, he levantado un altar donde están expuestas para mi particular adoración, a modo de santos intercesores de la divinidad, las cartillas de ahorros y de plazo fijo. Además, rezo a diario mi rosario con los misterios gozosos – si suben las cotizaciones – o dolorosos, si éstas bajan. Y siempre, siempre, termino con mis jaculatorias:
- Santo Dow Jones, ora pro nobis.
- San Nikkei, ora pro nobis.
- San CAC40, ora pro nobis.
- San IBEX 35, ora pro nobis
- San DAX 30, ora pro nobis.
- Santo Nasdaq 100, ora pro nobis
- San Hang Seng, ora pro nobis…
Aquel día dejé de creer. A punto de cumplir los sesenta y cinco y me había quedado sin fe. Ante mí se abría un tenebroso panorama de ateísmo que me dejaba sin asideros donde agarrarme para dar sentido a mi vida. Desesperanzado, comprobé que mi vida carecía de sentido y que mis actos ya no respondían a los sólidos principios éticos que me habían servido de referente… Hasta que fui iluminado por la nueva religión; una religión de carácter universal, que englobaba a toda la humanidad, con independencia de culturas o razas. Incluso, con independencia del credo religioso tradicional que profesase cada uno de los mortales. En fin, descubrí la sacrosanta Ley del Mercado. Y creí en el Supremo Hacedor: el Capital Financiero.
Descubrí que no hay más ley divina que los dogmas dictados por los Mercados Financieros, a quienes los dirigentes políticos rinden ciega obediencia y sacrifican en su altar – mediante el ritual de las privatizaciones – los logros sociales. Que el Dios Dinero es omnipresente y rige los destinos de los pueblos mediante la Ley del Mercado, castigando a quienes se apartan de su obediencia. Descubrí que, a pesar de nuestra obcecación, el Capital Financiero, en su infinita bondad y a través de la Ley del Mercado, nos enviaba señales para mantenernos dentro de la hortodoxia económica y recta vía que llevan al enriquecimiento universal, y que los comentaristas financieros eran los nuevos sacerdotes que predicaban los designios del Dios Especulador. Éstos, a través de la evolución de las Bolsas, interpretaban su complacencia o disgusto.
Diariamente celebraban una misa, retransmitida urbis et orbe a través de TV, Internet, Prensa y Radio en la que mostraban las evoluciones de las cotizaciones bursátiles en los nuevos templos llamados Bolsas, donde oficiaban sus sacerdotes y acólitos que forman la curia del FMI, BM, BEI y otras sacras instituciones. El pueblo creyente, en comunión a través de la pantalla de TV y los demás medios de comunicación, recibía las señales de satisfacción o disgusto del Dios Dinero. Éste manifestaba su sacrosanta voluntad mediante las fluctuaciones del Mercado a través de los grandes santuarios como Wall Street o la Cyty de Londres, Bolsa de Tokio, y otros templos del Único Dios Verdadero.
Desde que creo en la nueva religión, no paso por delante de una sucursal bancaria sin persignarme. En casa, he levantado un altar donde están expuestas para mi particular adoración, a modo de santos intercesores de la divinidad, las cartillas de ahorros y de plazo fijo. Además, rezo a diario mi rosario con los misterios gozosos – si suben las cotizaciones – o dolorosos, si éstas bajan. Y siempre, siempre, termino con mis jaculatorias:
- Santo Dow Jones, ora pro nobis.
- San Nikkei, ora pro nobis.
- San CAC40, ora pro nobis.
- San IBEX 35, ora pro nobis
- San DAX 30, ora pro nobis.
- Santo Nasdaq 100, ora pro nobis
- San Hang Seng, ora pro nobis…
¡Sacrosanto Capital, hágase según tu voluntad!
Perdone usted, pero "la" Hang Seng es femenino, luego debería decir "Santa" Hang Seng para hablar con propiedad y así, de paso, introduce algo de femineidad a la jaculatoria. Muchas gracias
ResponderEliminarMe ha gustado mucho y he lanzado el enlace de la entrada en Eskup, Twitter y Facebook ;)
ResponderEliminarUrbi et orbe, un magnífico artículo.
ResponderEliminarJuan José: Es una delicia como explica su pérdida de fe y su transformación al Dios Dinero gracias a sus sacerdotes y acólitos, La Curia, FM, BM, BEY y otras sacras instituiciones. Me interesan y me enseñan muchos más sus rosarios GOZOSOSO o DOLOROSOS, que los diarios económicos y noticias que aparecen cada día. Es usted genial y además es una delicia visitarle. Muchas gracias.
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