domingo, 27 de junio de 2010

Esos libros que dan que pensar.-


Uno no es que sea un depresivo porque, en general, está moderadamente satisfecho con su mediocre existencia y sería una falta de consideración por su parte sentirse desgraciado. Si, en algún momento se siente un tanto depre, no tiene más que pararse a observar el desbarajuste en que vive la humanidad y acaba por reconocer que, dentro de sus limitaciones de pequeño burgués (perdón por emplear un término tan en desuso), pertenece a la casta de los que tienen resueltas sus necesidades y pueden permitirse ciertos lujos. Incluso, el de pensar.
Sin embargo, aunque vive instalado en su áurea mediocridad, se siente inclinado al pesimismo antropológico. De aquel optimismo dieciochesco que creía en el progreso indefinido de la especie humana, a través del conocimiento y la diosa Razón, queda bien poco. Aquel capitalismo decimonónico, que veía ante sí un mundo lleno de recursos naturales explotables indefinidamente, nos ha traído este capitalismo depredador que sufrimos actualmente, dilapidador de dichos recursos en nombre de una libertad de mercado que es el gran dios Moloch a cuyos intereses se ha sometido toda la humanidad. Y, para que ésta se crea viviendo en un paraíso de riquezas sin cuento, nos ha convertido en consumidores embrutecidos por el afán de poseer bienes materiales, a cambio de renunciar a un comportamiento crítico. Ha hecho de los ciudadanos masa amorfa que se alimenta de consignas consumistas y se niega a sí misma el irrenunciable aunque incómodo derecho a la reflexión.
Ya ve el improbable lector: todo lo que antecede, y mucho más, le ha venido a las mientes a este jubilata moderadamente feliz porque, en los últimos meses, ha ido leyendo tres novelas que son, en el género de anticipación, tres clásicos del siglo XX. Empezando por el final, estas últimas semanas, mientras viaja en metro, está leyendo la novela de Ray Bradbury Fahrenheit 451 (es la temperatura a la que arde el papel). Una sociedad y un tiempo en los que el saber, los conocimientos que se transmiten a través de los libros, son un peligro para la felicidad de las gentes. Por eso, los bomberos no apagan fuegos, sino que los provocan para reducir bibliotecas a cenizas y, con ellas, a los raros lectores. Porque leer equivale a pensar, y pensar es un riesgo para la estabilidad social y la felicidad general.
Puede imaginar el improbable lector que, además de Fahrenheit 451, se está hablando, también, de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y de 1984, de George Orwel. Tres visionarios que profetizaron nuestro mundo actual y lo plasmaron en sendas metáforas en las que nos vemos reflejados como en esos espejos deformes del callejón del Gato, que decía Valle Inclán. Estamos representando la comedia del absurdo humano y creemos que no hay más realidad que la que imaginamos ver en los espejos contrahechos en los que nos reflejamos.
Quizás, de las tres obras, la que peor ha resistido el paso del tiempo es la novela de Bradbury. Y eso porque “el Sistema”, “los Mercados”, “los Poderes Fácticos” o como quiera que se le pueda llamar a esa entelequia que controla la sociedad, es más sutil que lo imaginado por el autor. ¿Para qué quemar libros, si se puede trivializar su contenido? Producidos por cientos de millares, con contenidos inocuos, multitudinarios best seller y novelería intranscendente, se satisface la curiosidad del respetable y se le alivia del aburrimiento; y se le niega, sutilmente, la posibilidad de tiempos en blanco que pueden llevarle a la funesta manía de pensar. Además del control del pensamiento, está el gran negocio editorial, y la industria papelera, y las campañas publicitarias, y el famoseo pseudointelectual, y…
Es fácil, y hasta tópico, hablar del “soma” huxleyano que tomamos a grandes dosis: los deportes, que atraen multitudes (ahora estamos inmersos en el campeonato mundial de fútbol y “la roja” está aliviando muchas frustraciones personales), los vacuos programas y la sin sustancia de los tropecientos canales de la TDT, las revistas de colorines y casquería sentimental, y todo el etcétera que cada cual quiera añadir. No se sabe bien si somos un rebaño de Epsilones o privilegiados Alfa-Más, cuyo horizonte no va más allá de seres con el cerebro demediado o individuos seriados cuyo objeto es trabajar para el Sistema y gozar de sus ventajas cuantificadas en complejos laboratorios del comportamiento de masas.
Y siempre, un Gran Hermano vigilante (Orwell dixit) que controla nuestros comportamientos para que no nos salgamos de la recta ideología que hace perdurar el sistema vigente. La pérdida del sentido histórico y la reconstrucción, día a día, de la verdad oficial para la perpetuación en el poder, son herramientas muy útiles y que están demostrando su eficacia; sólo que no nos vienen impuestas por un estado totalitario (término nefando para el liberalismo capitalista), como nos cuenta Orwell en 1984, sino sugeridas por el sistema social, quien afirma hacerlo por nuestra propia seguridad. ¿Cuántas cámaras nos vigilan en cuanto salimos de la puerta de casa? ¿A cuántas vejaciones no nos someten en cuanto pasamos los controles de un aeropuerto? Pero es así – la gente lo tiene claro – por nuestra propia seguridad. Nadie quiere volar en un avión con un terrorista al lado. Nadie quiere ir al banco y tropezarse con un atracador pistola en mano. Vivimos controlados, observados, manipulados y lo llamamos “seguridad”. No hay nada como crear un enemigo (en 1984 la nación Oceanía está en guerra con Eurasia o Asia Oriental, según convenga; entre nosotros, “el terrorismo”, ese monstruo de mil caras que da tanto juego) para hacer dejación de la libertad en nombre de la seguridad.
Si Bradbury, Huxley u Orwell hubiesen conocido nuestra sociedad del siglo XXI, es muy probable que rehiciesen sus novelas para adaptarlas a los nuevos tiempos; pero, seguro, seguro, hubiesen llegado a las mismas conclusiones a las que llegaron entonces: masificación acrítica, pérdida de referentes éticos, adocenamiento provocado por una neolengua que elimina el pensamiento complejo, temor inducido, simulacro de felicidad…
Lo dicho al principio: uno, de depresivo, nada; más bien moderadamente feliz, aunque con la fea costumbre de rumiar las cosas y darles vueltas en su caletre. Dentro de lo que le permiten las circunstancias, se niega a ser un homúnculo lobotomizado que acepta el mundo tal como se nos muestra en los espejos deformes que el “Sistema”, o lo que coños sea, ha instalado en el callejón del Gato, por donde deambula despreocupadamente la masa de epsilones.

1 comentario:

  1. Ahora, que se olvida usted de los otros, no los capitalistas, los otros; los que acaban con la literatura a menos de 451ºF, con una huelga de metro que apesta. ¿Cuántas horas de lectura se han perdido gracias a estos "otros"?

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