sábado, 29 de septiembre de 2012

El arte y la vida.-

El domingo pasado fui a dar una vuelta por el mercadillo de numismática de la Plaza Mayor. Durante muchos años he sido modesto aficionado a la numismática y conservo, de aquella afición, una colección bastante regular del centenario de la peseta, pero hace ya tiempo que renuncié a continuarla. No está la Magdalena para tafetanes, ni la jubilación para dispendios superfluos, así que me limito a dar una vuelta de vez en cuando, comprar una colección de la emisión anual de euros del Banco de España y observar ese mundillo.
Cada vez que me acerco por allí acabo echando una parrafada con un viejo amigo que se gana la vida como caricaturista y dibujante de retratos. Nos conocimos en la vieja escuela de Artes Aplicadas de la avenida Ciudad de Barcelona, donde él estudiaba grabado y yo restauración documental. Él es de origen irakí y huyó, siendo joven, de las levas que hacía el dictador Sadán, en los años ochenta del siglo pasado, para alimentar con carne de cañón su guerra contra Irán. Él tenía problemas de comprensión del español y yo le pasaba apuntes de las clases teóricas comunes a ambas especialidades. Mi amigo, a cambio, me hacía caricaturas y me regalaba grabados que aún conservo por algún cajón y que he vuelto a rescatar.
Grabados en tonos grises y negros donde palomas blancas son atravesadas por dardos o huyen de las rejas, en los que se notaba una cierta influencia picasiana. Influencia relativa, ya que me contaba que en los viejos monumentos mesopotámicos de su país estas formas descarnadas y geométricas podían verse en las cerámicas que adornaban las paredes de antiguos templos y palacios.
Nuestra amistad, con intermitencias, lleva en pie unos treinta años. De este amigo irakí siempre me han impresionado los sufrimientos sin cuento que ha vivido en su familia y país, y la sensibilidad artística. Mezcla de ambos – sufrimiento y sensibilidad - es su percepción pesimista del mundo, su convencimiento de que el arte no es mercancía de prestigio para ricos ociosos, y el sentido ético y testimonial del arte.
Charlando el otro domingo, mientras esperaba que algún turista se dejara retratar, me habló del arte como compromiso testimonial con la realidad social. El artista es un testigo que ha de plasmar, a través de su obra, la realidad en su crudeza, el fraude de las expectativas que la humanidad pone en su destino. La lucidez es una obligación del artista y su obra es el documento que refleja, por medio de la percepción artística, el destino de los humanos.
Mi amigo irakí es hombre que ha investigado las diversas técnicas y tendencias de expresión artística y ha experimentado, no solo en el campo del grabado, sino de la pintura, la composición mixta, los materiales plásticos y aquellas formas de expresividad que pueden ser vehículo para plasmar su visión del mundo. Aunque se le puede ver cada domingo en la Plaza Mayor con sus bártulos de caricaturista, lo cierto es que tiene obras colgadas en diversos museos del mundo árabe y ha hecho exposiciones en galerías.
Sin embargo, no es su carrera lo que más me llama la atención, sino esa afabilidad que tiene en el trato, esa ausencia total de odio o rencor, ese sentirse comprometido a usar su arte como herramienta de clarividencia, su necesidad de dar sentido a la vida a través de su trabajo artístico. Es, a mi parecer, un hombre modesto con una visión honrada de la vida.
Uno, que no pasa de ser un jubilata como tantos otros, agradece tener algunos amigos de apariencia corriente pero de una gran riqueza personal. Agradece que, en este muladar macroeconómico donde hozan los gorrines del dinero suculento, haya testigos discretos que levanten la vista del lodazal para ver las puestas de sol. Agradece, en fin, tener amigos, sean como fueren. Y que las amigas me perdonen el malhadado genérico…

viernes, 21 de septiembre de 2012

El mudito.-

No sé si el improbable lector que tropiece con esta bitácora recordará quién era Carolina Coronado. Era - por si no lo recuerda se lo digo yo - una poetisa romántica, nacida en Almendralejo, en 1820, y casada con un diplomático norteamericano tras romper su promesa de castidad perpetua.
Como genuina romántica, era cataléptica y sufrió varios episodios de muerte aparente, de lo cual le quedó el temor a que la enterrasen durante uno de ellos. Ya se sabe que los románticos estaban sometidos al fatum de la levedad existencial y acostumbraban a morir jóvenes y, a ser posible, trágicamente: Bécquer murió tísico, Larra de un tiro que se descerrajó. El marido de doña Carolina, aunque ni poeta, ni escritor, también murió tras un no muy largo matrimonio.
Hace unos pocos años conocí a una muchacha que era sobrina tataranieta de la poetisa, quien me contó alguno de los recuerdos familiares que le habían transmitido de su lejana abuela. Entre ellos aquel terror a sufrir un enterramiento anticipado. Por eso, cuando murió el marido, lo embalsamó y lo conservó en casa, no fuera a resucitar. Como el cadáver estaba tan quietecito y silencioso, ella le llamaba cariñosamente “El mudito”.
Mira por donde, nosotros, tan poco románticos y sí muy apegados a la vulgar realidad del neoconservadurismo, resulta que también tenemos un “mudito” en el panteón patrio de la Moncloa. Eso, al menos, dicen quienes saben de esas cosas de la política y los políticos, que tenemos un presidente de gobierno mudo o, cuando menos, insensible como un cadáver.
Recordando a la poetisa romántica y su “mudito”, me imagino el palacio de la Moncloa como un panteón donde está enterrado un don Mariano mudito, posiblemente cataléptico y muriéndose a ratos, cada vez que el país da un tropezón o se desbarajustan los palos del sombrajo político que nos tiene montado.
Puestos a imaginar, me imagino el pasmo cuando la doña Espe le espetó que dejaba vacante el puesto de lideresa ("No me echas tú, me voy yo"), poco antes de decírselo ella a la prensa. Me imagino (como no soy ducho en cosas de política, sólo puedo imaginarme cosas) el estado de catalepsia en que debe estar don Mariano con lo de: rescate puede que sí, rescate puede que no… Me imagino la caída de pulso del inquilino monclovita cuando el Mas ese de CIU (3% de mordida patriótica) le puso el otro día ante el trágala de Pasta o Patria lliure. Y me imagino que la mudez le impide reaccionar ante las manifestaciones de descontento por parte de los ciudadanos día sí, día también.
Y, para no alargarme en mudeces y catalepsias, me imagino el día, próximo a llegar, en que el gobierno baje las pensiones. El pasmo que refleje la cara de don Mariano ese día puede que sea similar al que nos presentaron las teles yanquis cuando a Busch II el Nefasto le comunicaron que acababan de cargarse el Trade World Center aquel. Será la última frontera de promesas incumplidas y ya podrá descansar en su catafalco moncloario con el gesto de perplejidad que se le pone cuando le preguntan por qué prometió una cosa y hace la contraria.
Este jubilata, también perplejo ante los avatares de la política y la economía, imagina la fortuna de los españoles si el ilustre y parcialmente difunto de la Moncloa entrara en estado de catalepsia permanente para lo que queda de legislatura. A lo mejor no habría rescate; a lo mejor no bajaban las pensiones; a lo mejor la gente se quedaba más tranquila. A lo peor el país andaría más bajo, si cabe, de pulsaciones, pero, al menos, no se nos saldría el corazón por la boca cada vez que el mudito sale del estado de hibernación y recorta, y recorta, y recorta…
Aparte de eso, ni punto de comparación. Dónde se va a comparar a doña Carolina Coronado, dama tan bella como la pintó Madrazo, con el señor Rajoy y esa expresividad suya de registrador de la propiedad.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Políticos para los ratos libres.-

Aunque a la fuerza, este jubilata se incorpora a las actividades habituales tras disfrutar de un permiso carcelario de dos meses y diez días. Lo de “permiso carcelario” viene a cuento porque está condenado, como quien dice, a cadena perpetua en este Madrid de múltiples contaminaciones. Pero no se queja, que ha empezado a tomarle el pulso a las noticias de la cosa pública y descubre aliviado que el batiburrillo político sigue como estaba: cada vez más a peor; o, en palabras del ínclito Mariano que nos preside, “como dios manda”. Y ya se sabe que el dios neoliberal, por mediación de su profeta Frau Merkel, nos manda estos padecimientos en justo castigo por haber vivido por encima de nuestras posibilidades.

Madrugada en Mercamadrid
Desconectado del mundo exterior durante tanto tiempo, temí que el contacto con la cruda realidad fuese insoportable. Sin embargo, observo aliviado que la política nos trae propuestas ingeniosas, a modo de fogonazos de clarividencia. Como el asunto ese de suprimir los sueldos de los parlamentarios de Castilla-La Mancha, que ha decidido doña Cospedal para aliviar la angustia presupuestaria de su comunidad autónoma. Que conste que a este jubilata no le parece mal - salvo opinión más autorizada – eso de que aquéllos cobren por horas trabajadas y luego se ganen la vida peleando por la puta pela en la calle, como todo hijo de vecino.
En cuanto encuentre un rato, al hemiciclo

Pero, quizás, la propuesta más ingeniosa y cargada de razón es la que ha hecho la también, por mal nombre, conocida como “Bien Pagá” al defender que todo profesional del curre (fontanero, electricista, camarero…) dedique su tiempo libre a la política. Digamos, para entendernos, que llega el pescatero del mercado de Ventas, cierra el negocio a las ocho de la tarde, se da una ducha para no oler a pescadilla, y se va al hemiciclo de su elección a discutir si rescate blando, si recortes sanitarios, si niños comiendo de tartera en el cole… Lo que toque en el orden del día parlamentario. Todo es cuestión de encontrar un rato libre.
Aun apoyando a muerte tal propuesta, este jubilata le ve un pequeño fallo a la cosa del frutero o el charcutero dedicados a la política en sus ratos libres. Y es que esta gente no tiene casi ratos libres, si por ello se entienden los tiempos muertos entre el trabajo y el descanso nocturno.

Semillero de políticos

Un servidor sabe que el frutero, o el pescatero, se levantan antes de las cinco de la mañana, se van a Mercamadrid a llenar la furgoneta con lo del día, llegan al puesto, colocan la mercancía, los carteles de los precios y se pasan el día atendiendo a los clientes. Cuando termina la jornada, hay que recoger el género, limpiar el puesto y llegar a casa. Para cuando eso, son las mil y tantas, y el pobre profesional esta ya para pocos parlamentos.
Por su cuenta, este jubilata quiere hacerle una sugerencia a doña Cospe. Le aconsejaría que dejase tranquilos a electricistas, fontaneros, carniceros, fruteros, camareros y demás profesionales de la pequeña empresa y pusiese su mirada sobre otros colectivos que, no por ociosos, resultarían menos útiles para la cosa de la política no profesional. Me refiero a los parados y jubilatas.

Es cosa sabida que el parado no lo es por su propia voluntad y está deseando encontrar un curro. Imagínese la doña de Castilla-La Mancha por un momento a cinco millones y medio de parados poniéndose a pensar en los múltiples parlamentos de este país. La cantidad de soluciones que podrían encontrarse a los graves asuntos que nos angustian. Imagínese a un cuarentón (hipoteca, dos niños…) en el paro estrujándose las meninges para activar la economía y generar puestos de trabajo. Imagínese a una joven licenciada, a miles de ellas, con las maletas a punto, buscando soluciones al paro juvenil. Imagínese, en fin, esos cinco millones y medio trabajando a piñón fijo en eso de encontrar soluciones a los problemas socioeconómicos que nos aquejan. Además, como no cobrarían sueldo parlamentario, serían los primeros interesados en resolver los problemas laborales del país.

Eso no, no cuente con que le resolviesen el problema de los banqueros, corruptos, defraudadores y especuladores de la prima de riesgo. Lo más seguro es que los metieran al trullo, como primera providencia, para ir aclarando, ya con más sosiego, lo que importa: que la sanidad pública funcione, que la educación pública funcione, que las leyes persigan un fin social y que los ciudadanos, por fin esperanzados, se dediquen a la política en sus ratos libres y en cualquier momento que haga falta, por aquello del interés general.
Jubilados dando ideas.
 En cuanto al colectivo jubilata, no quiero recordarle a doña Cospe la experiencia que acumula y las ganas que tiene de serle útil a la sociedad que le mantiene. Como miembro del mismo, me ofrezco para darme una vuelta por el Senado (sería lo más propio) y cribar el articulado de las leyes y darles un texto más literario y menos farragoso, de forma que el fontanero, el frutero, el camarero…, etc. cuando las leyesen entendiesen su contenido como si tuvieran el Marca en las manos, y no el BOE. Eso aparte del morbo que me daría ejercer de abuelo de la patria…

lunes, 10 de septiembre de 2012

De la Sierra a Pamplona, pasando de puntillas por Madrid.-


Fachada neoclásica, diseño de Ventura Rodríguez
 Quedarse definitivamente en la capital del reino de los remiendos macroeconómicos, tras dos meses en la sierra madrileña, era una prueba de esfuerzo de difícil superación, así que llegamos, vaciamos maletas, llenamos maletas y salimos escopeteados camino de Pamplona. Al menos, esta ciudad está hecha a dimensiones humanas y uno puede irse habituando al asfalto sin mayores traumas.
Pamplona –creo haberlo dicho otras veces- es una ciudad de provincias burguesa, elegante y bon vivant. Junto con Vitoria, son a juicio de este jubilata, las dos ciudades más hermosas del norte de España y más aptas para ser vividas. Aparte el Casco Antiguo - los burgos medievales, que el día 8 de este mes celebraron el Privilegio de la Unión, otorgado por Carlos III el Noble, que puso así fin a los enfrentamientos entre francos y navarros -, tiene un ensanche de primeros del S. XX que supuso la racionalización de su trazado urbano.
Un kiliki, un zaldiko y un gigante, para celebrar el Privilegio de la Unión.

También en estos años pasados de alegría ladrillera se proyectó un nuevo ensanche hacia el Soto Lezcairu, sobre antiguas tierras de labor, que ha quedado a medio gestar. Una especie de coitus interruptus que dejó infecunda la burbuja inmobiliaria y del que se pueden ver las trazas sobre el terreno, con grandes avenidas en esqueleto y parcelaciones yermas, de trazado geométrico.

Las torres desde el claustro

Algo que siempre llama la atención a este paseante inveterado es la gran cantidad de grandes edificios propiedad de la iglesia católica o de sus valedores. No sólo la catedral, el seminario, el palacio episcopal, sino parroquias e instituciones religiosas: antiguos conventos e instituciones de enseñanza, sin contar la factoría de adalides del Opus: su universidad. Tienen, en general, un empaque arquitectónico de gran porte, como la prestancia clerical de aquellos canónigos catedralicios que paseaban con sus sotanas ribeteadas de rojo y su prosopopeya de representantes divinos urbi et orbe.

Y siempre que paseo por sus calles, me acuerdo de don Pío Baroja, quien estuvo viviendo un tiempo en Pamplona, siendo niño. Él la recordaba como una ciudad levítica, hipócrita y fanática, donde el elemento clerical enseñoreaba mentes y costumbres.

En estos tiempos conviven un clericalismo relicto y un liberalismo en las costumbres similar a cualquier otra ciudad española. Dicho asi, a humo de pajas, los viejos van a misa y los demás de chiquiteo por el casco viejo, por "lo viejo", como dicen aquí. Y, puesto que la cosa eclesial es aún tan palpable, decidimos ir a hacer una visita curiosa dentro de la catedral: la casa del campanero y la campana María.
La casa del campanero se ubica bajo la cubierta y sobre la bóveda de acceso a la catedral que está enmarcado por las dos torres, diseño de Ventura Rodríguez. Fue vivienda modesta de los campaneros de la catedral y sus familias. Actualmente hay paneles explicativos y una pantalla táctil sobre la que puedes marcar para oír los distintos toques de campanas: a funeral de primera y de tercera, a rebato, a misa mayor....

Nunca me ha enfervorizado estéticamente la fachada neoclásica que Ventura Rodríguez diseñó para cubrir el acceso a la catedral, en sustitución de otra románica que se estaba desmoronando. En general es una obra arquitectónica bastante denostada, no por su ejecución y solidez, sino por sus volúmenes geométricos tan racionalistas y fríos. Es como un parapeto que oculta un hermoso edificio gótico, con el que no casa estilísticamente, ni, mucho menos, con la cosmovisión que tuvieron sus constructores medievales. Es, por decirlo de alguna forma, el fervor religioso de los hombres medievales emparedado tras el sentido de la medida y la razón de los hombres dieciochescos. Ni como matrimonio de conveniencia funciona.

Música medieval en la puerta del Ayuntamiento pamplonés.

Aun siendo  así, actualmente se intenta poner en valor la gran fachada neoclásica  en cuanto a su armonía interna, su equilibrio de volúmenes, su técnica constructiva. Es un trabajo ejecutado con toda la perfección técnica y estilística del neoclasicismo y una muestra sobresaliente de la arquitectura monumental de la época.

Aun admirando su perfección formal, a mí me sigue produciendo esa sensación de frialdad racionalista propia del pensamiento ilustrado para el que dios es el supremo arquitecto del universo. Ese Gran Arquitecto dotado de una mente de geómetra y matemático, artífice del equilibrio de fuerzas contrapuestas que mantienen la máquina del universo con la precisión del mecanismo de un reloj. Francamente, un dios masón y relojero, con casaca y peluca, no me cuadra junto a las murallas, en este dédalo de callejuelas medievales que rodean la catedral.
Obsérvese el diámetro de la campana María

La campana María cuelga de la bóveda de la torre norte. La hacen sonar una treintena veces al año con motivo de festividades señaladas. Pasa 10.080 kilos (otros dicen que 12 tonelanas)  y fue fundida en 1584, y es fama que su son se oye en todos los pueblos de la Cuenca de Pamplona. Dicen, también,  que es la segunda en tamaño de España. La primera está en la catedral de Toledo, pero no tiene voz porque está rajada.
Uno no acaba de comprender cómo fueron capaces de izarla hasta lo alto. Lo cierto es que, si hubiera que apearla de allí, deberían desmontar la cúpula de la torre. Pero es cosa sabida que la fe es como el dinero, puede mover montañas, voluntades y, cuando es preciso, grandes campanas.

miércoles, 29 de agosto de 2012

Casi un adiós.-


No se haga ilusiones el improbable lector, no le estoy diciendo adiós a esta bitácora. No es mi intención dejar de llamar su atención con mis textos. Aunque si el lector lo hiciese (dejar de leerme), como este jubilata tiene buena crianza, no iba a reprocharle si, en su navegar internáutico, pasase de largo este islote de lectura intranscendente. El adiós es porque a este jubilata, un tanto obseso de naturaleza, arroyos cantarines y bosques rumorosos, se le están terminando los días de vacaciones en el Valle del Lozoya.
El ciervo volador que rescaté del agua
Se acerca septiembre y, con él, la vuelta a la capital del reino, a la contaminación medioambiental y también a la propagandística de quienes obedecen a los bulímicos dioses del mercado y castigan a los ciudadanos en nombre del sacrosanto equilibrio presupuestario. Al igual que los buceadores de profundidades, un servidor tendrá que dedicar un tiempo a la descompresión, no sea que una subida abrupta a la superficie le llene de burbujitas de anhídrido carbónico el sistema respiratorio y le reviente por mil costuras la cruda realidad que le espera.
Roble de la  Mata del Pañuelo

De momento, para irse haciendo a la idea de que el regreso al mundo asfaltícola no es tan duro, cierra los ojos y piensa en que también cerca de casa tiene árboles… Pero, por más voluntad que le eche, no es lo mismo ¡qué va! Esos pobres árboles del Parque Calero, aprisionados en sus alcorques tachonados de cagadas de perros, ejerciendo su respiración clorofílica entre vaharadas de combustión de hidrocarburos saturados, mustias sus hojas por el tórrido verano y la falta de agua… En fin, por más que uno se esfuerce, la imagen no se presta a paliar la ausencia de estos robledales por donde camina casi a diario, de estos pinares que trepan faldas arriba de los Carpetanos, de esos chopos centenarios bajo los que pasea cada mañana, de tantas avecicas como ve al paso: zorzales, petirrojos, verderones, mirlos, lavanderas, pica-pinos, incluso arrendajos, cuervos, estorninos, y otros que no conoce pero que haberlos, haylos.
Cuentan que, para ciertas tribus africanas, los blancos somos los únicos que nos quejamos de lo que tenemos y nos lamentamos de lo que no tenemos. Para que no se confirme el tópico, no le estará de más a este jubilata recordar su condición de privilegiado; recordar que ha estado ausente durante dos meses del torrefacto matritense. Que ha tenido el privilegio de caminar por senderos de montaña, oír el rumor de los arroyos, parase a observar las truchas en el río, incluso salvar a un ciervo volador de las aguas del Lozoya, donde fue a aterrizar por torpeza, y conocer algunos árboles singulares.
Pino centenario
De árboles singulares ya hablé en una entrada anterior, cuando visitamos el tejo casi bimilenario de Valhondillo. Aunque no tan venerables, hay ejemplares por estos montes muy dignos de ser admirados. Muchos montañeros ya conocen el centenario Pino de la Cadena, próximo al Ventorrillo, según se baja del puerto de Navacerrada a Cercedilla. Tiene éste una cadena enlazada a su pie que dice “A su querida memoria. 1840-1924”(otro día contaré su historia). Pero, en este lado del valle hay otros más recónditos y poco conocidos. Si uno sube por la pista que nace junto al campo de fútbol de Rascafría, en dirección al Raso de la Cierva, más o menos a la altura de la cota 1400 (hablo de memoria, que perdí el mapa que he venido usando estos dos meses), robledal adentro hay un pino centenario. Tiene un porte tan soberbio que destaca por encima del robledo y dobla la altura de los árboles circundantes. 
El mostajo desde la barrera
Si uno sigue la horizontal, en paralelo y por debajo de la pista, encontrará el roble de la Mata del Pañuelo, un ejemplar de rebollo de gran porte, cerca del arroyo Vihuelas. En la confluencia de la pista alta con el arroyo de la Cancha Redonda, talud abajo, puede ver un tejo muy centenario y de gran empaque y señorío. Pero, bien cerca de Rascafría, en el camino que lleva a la presa del Artiñuelo, hay, en todo el medio de un prado, un mostajo de gran porte como no lo había visto en mi vida.
El pino de la cadena
Con todo este bagaje de naturaleza vivida y sentida a flor de piel, no habría razón para temer el regreso a la capital de los recortes. Sin embargo, cambiar caminos por asfalto, árboles por edificios, avecicas volanderas por carroñeros de la política, es un esfuerzo duro. Claro que, si hemos sobrevivido otras veces, ésta no va a ser menos. Aunque haya que soltar cuatro cagamentos enfurruñados por el camino.

lunes, 20 de agosto de 2012

Un paseo con recuerdos y chopos centenarios


No sé si el improbable lector sigue leyendo esta bitácora durante estas semanas de calorina veraniega y políticos sumisos a los dictados de doña Merkel. Un servidor las está pasando tan ricamente en la sierra madrileña. Ya he dicho en una entrada anterior que nunca había practicado el oficio de veraneante con mando en plaza; quiero decir, con casa abierta de forma permanente durante los meses veraniegos.
Es una experiencia que, a estas edades trabajadas por las artritis y oxidaciones articulares, resulta gratificante y cómoda sobre todo. No tienes que andar tirando de maletas por las terminales de aeropuertos, ni pasando controles con esa cara que se te pone de borrego desorientado ante los guardias que te palpan, te escanean y te miran como si fueses secuaz de Ben Laden. Aquí no, aquí eres un inofensivo veraneante de calzón corto y sombrero para el sol.
Por cierto, este jubilata anda por ahí con un sombrero panamá, imperturbable ante la ridícula figura que hace con su sombrero de hacendado, su pantalón de pernera por debajo de la rodilla y los cintajos (debe ser moda) que le cuelgan por los laterales, y esas camisetas veraniegas compradas en el mercadillo. Para completar el atuendo, sale a pasear con una cacha de contera metálica.
Al fin y al cabo, es la primera vez que uno hace de veraneante a tiempo completo y, puestos a ello, quiere hacerlo con todas las consecuencias, con pintas de turista total. No tiene por qué exhibir, por poner un ejemplo traído por los pelos, ese empaque un tanto siniestro del arzobispo de Madrid; ni ir de chaqueta pero sin corbata, uniforme de los políticos en verano, que quieren significar: estamos de vacaciones, pero vigilantes ante los desplantes de la prima de riesgo. No, el veraneante puede exhibir una facha ridícula que evidencie su condición de pájaro de temporada, sin menoscabo de su dignidad de jubilata responsable.
Con esas pintas, se va con la santa a pasear las mañanitas por el paseo que va desde Rascafría a El Paular. Un paseo entre prados, arboleda y el río donde, cada mañana, se cumple un ritual social. Porque el lugar está muy concurrido, en esas horas tempraneras, por jubilatas, autóctonos y foráneos, quienes caminan a buen paso, se cruzan en el camino y se saludan con unos ¡Buenos días! ¡Adiós! y se intercambian sonrisas corteses. Así cada mañana y sin que decaigan esos pequeños cumplidos sociales que nos hermanan en la ruta del colesterol y la buena crianza.

Hay en este paseo un lugar especialmente hermoso. En una explanada, próxima al río, existen varios chopos centenarios que se yerguen airosos. Tienen unos troncos de gran perímetro (que no logran abrazar entre tres personas), rugosos y carcomidos, de los que brotan enormes ramas verdes que se pierden a lo alto, tan gruesas como árboles, sombreando la pradera. Este jubilata, que vivió por aquí unos años de su niñez, los recuerda tan sólidos como ahora los ve. Tenían ya entonces esa solidez de las criaturas vegetales con vocación de permanencia. Ahora, casi sesenta años más viejos, siguen aferrados al suelo con ese empeño casi mineral por durar.
Un poco más allá, el paseante pasa ante el arboreto Giner de los Ríos. Si alguien tiene curiosidad por entrar – cosa poco frecuente – puede observar distintas especies vegetales representativas de varias partes del mundo. Es un homenaje a la Institución Libre de Enseñanza, cuyos fundadores fueron los primeros en inculcar el amor a la naturaleza en los escolares.

Y, pasado el arboreto, se llega a la finca de los Batanes, con su Aula de la Naturaleza, el puente del Perdón y un cercado donde pastan diez ovejas negras. Aquí, en la finca de Los Batanes, existió un molino papelero, primero propiedad de los cartujos de El Paular y luego desamortizado, que estuvo en funcionamiento hasta bien entrado el siglo XX. Si la puerta de acceso está abierta, se puede regresar al pueblo atravesando la arboleda de la finca, donde está el llamado “bosque de Finlandia”, con sus coníferas. Tiene, a la izquierda del camino, un antiguo estanque donde el caminante propenso al romanticismo (si pertenece a esa especie decadente) puede entregarse a sus ensoñaciones.
Y un poco más allá, las ruinas del antiguo colegio San Benito, de la extinta Sección Femenina de Falange. El lugar le trae a este jubilata algunos recuerdos de niñez-pubertad porque allí vivían internas unas docenas de niñas en esa época de la vida en que dejan de serlo para convertirse en pollitas de turgencias apenas disimuladas por el uniforme. Todavía, este jubilata con costra, siente un cosquilleo erótico recordando cuando, siendo mozalbete, las veía, mostrando bajo las faldas, aquellos pudorosos pololos con encajes y cintas de seda. Para un chaval que empezaba a sentir el aguijón del sexo eran tan sonrosaditas, tan aseadas y tan apetecibles aquellas criaturas a las que el régimen franquista educaba para madres cristianas y buenas esposas…

jueves, 2 de agosto de 2012

Veraneantes.-

Este jubilata no recuerda, nunca en su vida, haber hecho el oficio de veraneante hasta este verano. Puestos a elegir un lugar próximo a la capital de los recortes del PP, por razones prácticas y no por afinidades, dimos en alquilar un apartamento en Rascafría y aquí pasamos estas semanas.
Un veraneante, si bien se mira, es un quiste en una sociedad de carácter rural que se instala en ella durante el periodo canicular, llevándose con él todas las pautas de comportamiento que caracterizan a un urbanita asfalteño: va al bar, a la compra, a la piscina municipal o al centro del pueblo en coche; lleva puestos los ruidos musicales que tanta compañía le hacen en los atascos de la M 30; tira la basura por las calles y pasea su perrito para que cague allá donde le plazca. Fuera de las calles asfaltadas no se mueve, salvo para ir a lugares donde todo el mundo va (en coche, claro), como, en el caso de este pueblo, a las Presillas o a algún merendero. Los montes que circundan este valle – los Carpetanos por el norte y la Cuerda Larga por el sur, con sus robledales y pinares – los ve cuando levanta la vista de la cervecita que se está tomando en la terraza del bar. En fin, se ha traído consigo modos de comportamiento urbanos (en el sentido de urbe=ciudad, no de urbanidad) y el pueblo serrano no es más que el medio pasivo sobre el que se instala provisionalmente, de la forma más confortable posible.

Un servidor, que es veraneante, también se ha traído sus rarezas a veranear. Con ese carácter cascarrabias que se le va poniendo con la edad, echa pestes de la chavalería que monta sus saraos en el puente de Manola, pasarela que atraviesa el Artiñuelo, llenan el suelo de envases de chuchearías y tiran las latas de refresco al lecho del arroyo. ¡La pobre Manola! Debió ser una lavandera que lavaba la ropa en este lugar y, para recordarla, le erigieron una estatua de tamaño natural, con su cesto de ropa y la taja propia de su oficio. A la pobre la tienen mártir los adolescentes asfaltícolas. Si no fuera poco arrojar desperdicios al suelo y al arroyo, a la pobre lavandera le han pintado los habituales "polla-huevos" a la altura de donde se suponen sus partes pudendas por proa y popa, y unos borrones de rotulador en las mejillas, como si estuviera arrebolada de tantas vejaciones como sufre.

Este jubilata, por tratar de comprender un poco la sociedad tradicional, ganadera y rural, que conformaba el valle de Lozoya, y dado que tiene por delante tantas horas que ha de rellenar con lecturas, está leyendo un estudio etnográfico, Vecinos y Forasteros en el Valle de Lozoya, de doña Martine Guerrier Delbarre, afincada en esta tierra desde hace decenios, que define con precisión la mentalidad de unos pueblos cerrados históricamente sobre sí mismos (cerca de la gran ciudad, pero mal comunicados y olvidados de las Administraciones), tecnológicamente atrasados, apegados a unas pautas de comportamiento, usos y ritos sociales que les daban cohesión frente al forastero, al desconocido que perturbaba, con su presencia, la regularidad de sus vidas. Actualmente, bien poco queda de aquella sociedad rural.
Es difícil encontrar muestras de la arquitectura serrana, salvo alguna casa ya remozada, algún pajar o algún cercado de piedra que aún sigue en pie. Abundan los chalés de mil diseños, a capricho de sus dueños y de arquitectos ignorantes que no supieron integrar los nuevos edificios en el entorno; puede uno encontrarse adosados y chaletes individuales coronados de mil tejaditos inútiles y pretenciosos, y algunas horribles casas de pisos de pobre construcción adaptados al espacio de antiguos patios tras las reparticiones entre herederos. No hay un plan de urbanismo claro y el caserío moderno se reparte por antiguos prados, huertos y callejuelas que hace decenios dejaron de cumplir su función de elementos integradores de una sociedad rural.
Pero que no digan que este veraneante cascarrabias desprecia el lugar que le acoge por un par de meses. Todo lo contrario; es que lamenta el desastre urbanístico y la zafiedad infraurbana en un lugar tan bello como es este pueblo serrano y que este jubilata conoció y vivió unos años, siendo niño. La sociedad cambia, más desde los setenta del siglo pasado hasta ahora, pero uno desearía que los cambios no hubieran supuesto un atropello, sino una integración armoniosa, un conservar el vino viejo en odres nuevos.
¡Pero, madre qué odres! Más bien bodrios urbanísticos, recortes de urbanizaciones traídos de Majadahonda o Las Rozas a un entorno natural al que le sientan como un kalasnikov al santo Job. Por eso, este jubilata, con sus rarezas y todo, cada mañana se calza las botas y se pierde por el monte. Prefiere la compañía de las vacas a la de los urbanitas, que de éstos los hay en abundancia el resto del año

miércoles, 25 de julio de 2012

Los tejos de Valhondillo


El tejo bisabuelo
El Valhondillo es un arroyo que nace en la Cabeza de Hierro Mayor (a unos 2.200 m de altitud) y se une con el de las Zorras (que nace en Navahondilla, en la Cuerda Larga) algo más abajo de la tejeda, para desembocar en el río de la Angostura, que es como se llama el Lozoya en su tramo alto.

El Peñalara en la subida al Valhondillo
Esta tejeda se caracteriza por la presencia de varios tejos milenarios y otros muchos ejemplares más jóvenes, pero no sé si los responsables del parque natural los tendrán inventariados. Sin posibilidad de hacer un recuento, y por dar un número, imagino que debe haber varias docenas de ellos, si no un centenar, dispersos en torno al arroyo y siguiendo su curso abajo, hasta casi el puente de la Angostura.

También por la zona, y entre la pinarada, hay una hermosísima acebeda con gran cantidad de ejemplares formando matas dispersas bajo los esbeltos pinos silvestres.
Para cualquier aficionado a la naturaleza, y para los montañeros que asociamos el placer de la caminata con el disfrute y respeto del entorno natural, son parajes a los que acudimos con gusto. Este jubilata recuerda hacer visitado el tejo milenario por primera vez hará más de diez años, cuando el lugar era apenas conocido y sólo estaba al alcance de los pocos avisados de su existencia y de los intrépidos descubridores de tejos que éramos los autodenominados “Trío de los Tejos”.

Los veteranos del Trío de los Tejos
Vieja afición que cultivamos durante muchos años y que nos permitió conocer los tejos más recónditos en el sistema central.

La toponimia ha sido, y sigue siendo, un buen indicador de la existencia de tejos y su comprobación nos permitió largas y frecuentes exploraciones por barrancos donde es difícil encontrar huellas de botas montañeras.


El tejo casi bimilenario

Valhondillo, actualmente, es un lugar que recibe más visitas de las que serían de desear, lo que provoca una presión sobre el medio natural que no parece beneficie en nada a un lugar tan sensible ecológicamente que aún conserva su pureza original, pero al que se han visto obligados a proteger por aquello de que no todos los que llegan hasta allí saben lo que significa conservar una tejeda en estos tiempos actuales.

Otro tejo milenario

Aun habiendo otros ejemplares de acreditada antigüedad, el que más llama la atención es uno que está hueco y podría alojar tres o cuatro personas en su interior. Le calculan una edad entre 1.500 y 1.800 años. Con el fin de evitar daños a tan venerable abuelo vegetal, han tendido una verja todo a su alrededor y uno ya no se puede aproximar a él, como ocurrió en nuestra primera visita, que nos fotografiamos dentro para apreciar el volumen de su tronco.

Tejo del "Barondillo"
Tiene junto a la verja una cartela donde dice “Tejo del Barondillo” y sigue un texto con las características del árbol y el por qué de su protección. Quien lo puso se quedó tan ancho al llamarle “del Barondillo”. Se ve que no se tomaron la molestia de leer un mapa de la zona (el mío es un 1:50.000 de la Tienda Verde) donde dice claramente “arroyo de Valhondillo”. También lo dice la cartografía militar, según nos comentó un montañero que allí estaba; y también puede verse en el libro Andanzas por la Sierra de Madrid, donde se explica el por qué del topónimo Val-Hondillo. Y si uno quiere comprobar que no se trata de un homónimo del restaurante de Rascafría, no tiene más que fijarse en la orografía del entorno: un vallecillo encajado por donde discurre el arroyo. Vamos, que el curso del arroyo discurre por un vallecito hondillo, por lo escarpado. La toponimia, a veces, es redundante en cuanto nos está diciendo lo que hay sobre el terreno. ¿Hay un arroyo que pasa por unos apriscos? Pues arroyo de los Apriscos; los paisanos del lugar, cuando lo nombraban, sabían a qué se estaba refiriendo y dónde estaba. Lo mismo si uno nombra la Peñota o el Montón de Trigo, que aluden a una característica particular por su perfil o complexión…


El arroyo Valhondillo
Uno, en cualquier situación de que se trate, agradecería que se llamase a las cosas por su nombre. Empezando, como ejemplo muy al día,  por el desmantelamiento de los logros sociales en nombre de un sistema financiero voraz, y terminando por la toponimia. Cuando nombramos a las cosas por lo que son sabemos de qué estamos hablando y nadie puede inducirnos a error. Así que, insisto, las cosas por su nombre y, para conocer los topónimos y ponerlos sobre un cartel informador, no hay nada como ir a la cartografía y ver qué dice.

miércoles, 18 de julio de 2012

El Artiñuelo.-


No es ningún bicho pequeñajo ni ningún artilugio de utilidad poco conocida, es el arroyo que pasa por Rascafría. Nace bajo el collado de la Flecha y atraviesa el pueblo para unirse con el de los Apriscos para desembocar en el río Lozoya.

Es uno de tantos arroyos como pueden verse por la sierra madrileña, pero a mí me cae especialmente simpático, quizás porque es un vecino de amable compañía que pasa a la vista de nuestras ventanas, al que he dedicado varias visitas en estos días que practico el oficio de veraneante. Pasa por delante de casa con su murmullo de agua y nos regala la frescura de su vegetación, tan de agradecer en estos días veraniegos. Es una frontera amable que nos separa del bullicio del pueblo. Basta cruzar la pasarela de Manola para estar en la plaza de la Villa con su ajetreo de turistas, las tiendas y los coches.

El Artiñuelo desde lo alto del camino
Una de estas mañana decidí explorarlo siguiendo su curso desde la parte alta del pueblo, por un lateral del barrio de las Matillas, a su izquierda. De aquí sale un camino cómodo que lleva hasta el molino del Cubo, un antiguo molino harinero del que se tiene constancia, al menos, desde el siglo XVIII, y que estuvo en funcionamiento hasta los años cincuenta del siglo pasado. Hoy se mantienen en pie malamente sus paredes y está todo él cubierto de una maraña de vegetación que hace imposible acercarse. Sigue en pie el arco en ladrillo por donde desaguaba el salto de agua que impulsaba su rueda motriz y puede verse aún una de las piedras de moler. El lugar tiene algo de romántico, de ese romanticismo de las ruinas que invita a la melancolía y a la meditación sobre la fugacidad de la vida y demás sentimientos becquerianos.
Vacas sesteando en el embalse

Pero a este jubilata, la verdad, el lugar le parece un pequeño paraíso lleno de vida: el arroyo baja rumosoro, la umbría de los árboles de ribera hace pensar que estamos lejos de cualquier lugar habitado, aunque apenas algo más de un kilómetro camino abajo está el pueblo, los pajaritos (como el jubilata no es ornitólogo los llama “pajaritos”) gorjean y el aire huele a mañana fresca. Y a uno, que a las siete de la mañana ya estaba caminando, le parece que todo esto lo tiene a su personal disposición solo por haberse tirado de la cama nada más aparecer las primeras luces del día.

Arroyo arriba, hasta la vieja presa, se puede ir por ambas vertientes. El camino más interesante es el que sube por su orilla derecha ya que se convierte en una senda que gana altura y trascurre por entre robles y roquedo, para bajar de forma abrupta hasta el pie del muro.


Aliviadero en cascada
Esta pequeña presa, de donde se toman aguas para el pueblo, actualmente está colmatada con limos que han aflorado sobre el nivel del pantanillo. Tiene un aliviadero en escalera por donde las truchas pueden remontar la corriente y, debido a la presión de las toneladas de materiales depositados, el muro está agrietado y por allí se escapa el agua a borbotones. Si uno va por el camino de su margen izquierda, una buena pista entre robles lleva hasta la parte alta de la presa, con el bosque haciendo barrera por su mano derecha, según gana altura.

Desde aqui se aprecia el embalse casi cubierto de materiales
Pero hay otra forma de llegar a aquel paraje. Si uno toma la pista que sale junto al campo de fútbol puede seguirla hasta la cota 1320. La pista hace primero un quiebro pronunciado hacia el arroyo del Collado Vihuelas y gira hacia la izquierda, sigue aproximadamente un kilómetro y, en la cota dicha, hace un quiebro pronunciado hacia la derecha. Justamente en esta curva hay un zarzo de alambre de espinos, se pasa éste y aparece una senda cuya huella todavía es clara.

La senda transcurre en medio del robledal, tan cerrado que uno no encuentra puntos de referencia. Además, la huella del sendero es débil en muchos tramos y parece perderse, pero no, puede seguirse manteniendo, más o menos, la horizontalidad del trazado. Al cabo de un rato, por entre el bosque pueden vislumbrarse, muy abajo y a nuestra izquierda, trazos del camino que va paralelo al arroyo. El mejor indicador para saber que uno está en la vertical del pantanillo es un roble ahogado por el abrazo de una hiedra, que destaca por su color negruzco entre el verde oscuro de la masa vegetal. Desde aquí al camino, apenas unos metros de bajada.

Es una caminata sin mayores dificultades en la que pueden emplearse un par de horas, ideal para que el caminante madrugador disfrute de la amanecida y regresar a casa a la hora del desayuno. Luego queda mucho día por delante para dedicarse al apacible oficio de veraneante.

jueves, 5 de julio de 2012

El mundo es ansí.-

Ya lo sabe el improbable lector, el título está tomado del segundo de la trilogía Las Ciudades, del impío don Pío (como le denostaba el clero franquista).
Es que uno se pone a observarlo (el mundo, digo) y, de las bajas cabañas a los altos palacios, el mundo es un despropósito muy bien organizado que se mantiene en pie gracias al equilibrio de tensiones entre contrarios. Y, a veces, ni eso. Un gran despropósito se contrarresta con la acumulación informe de miles de absurdos, de manera que este mundo nuestro va dando tumbos como el dado trucado de un tahúr de taberna, pero siempre beneficiando a quien lo maneja.
En plena resaca del glorioso triunfo de “la Roja” (espero que no se haya olvidado tan patriótico acontecimiento cuando escribo esto), este jubilata se pasó el día y parte de la noche en urgencias del 12 de Octubre. El lugar, mal que me pese, forma parte de mi historia familiar porque allí ingresábamos a mi padre a cada pocos (un remiendo y a casa), en sus últimos años; allí le recosieron varias veces la salud, y allí murió, mi madre; y allí acaboo yendo cada vez que a otra persona allegada mía se le disparan las arritmias o el corazón se le desbarata con un fluter. Si el improbable lector ha pasado por ese trance, conocerá el paisaje desolador de las urgencias hospitalarias.
Uno en la guerra no ha estado, pero cada vez que entra en los servicios de urgencia del Doce, tiene la sospecha de que un hospital de campaña, en plena batalla, no debe ser muy diferente en cuanto a las condiciones de trabajo y al hacinamiento de los cuerpos doloridos. Quizás la gran diferencia sea que en la guerra la carne es joven, material de primera calidad para alimentar a la Parca, mientas que en urgencias el ganado humano es puro desecho.
Uno lo dice con respeto, aunque no lo parezca. Este jubilata no se piensa poner trágico para conmover al improbable lector, que la realidad ya es bastante dura como para recurrir a la casquería emocional.
Esta vez (hace ya varios meses que no venía por este zurcidero de humanos rotos) me ha sorprendido la gran cantidad de viejos que había por los pasillos. No ancianos, no tercera edad o seniors, ni simpáticos viejitos, ni disimulos de neolengua: son ruinas de viejo. Puras carcasas de cuerpos con un poco de vida dentro. Cuerpos desnudos mal tapados por una sábana, un rimero de huesos pegados al pellejo. Calaveras desgreñadas con ojos inexpresivos, bocas desdentadas, abiertas como un agujero oscuro. Algunos, desorientados, otros con la indiferencia de un animal a punto de extinguirse; alguna viejuca balbuciente y llorosa, como un anti-bebé a punto de nacer para la muerte. Y todo entre las prisas del personal sanitario, la falta de espacios y esa sensación opresiva de que la muerte es un asunto antiestético.
Y lo que es peor, con la sensación desoladora de que todos aquellos viejos sobran, que se agarran a la vida sin ninguna consideración a los costes económicos que ocasionan. Desechos sociales que estarían mejor en el crematorio, como aquellos judíos esqueléticos que gaseaban los nazis. Eso, al menos, es lo que uno piensa que deben pensar quienes recortan gastos en sanidad pública.
No me extraña que los líderes políticos y sus ideólogos neocon y paniaguados del sistema reduzcan los costes sanitarios, las ayudas a enfermos de larga duración, a viejos, discapacitados o a sus familiares por cuidarlos. Es ganadería de pésima calidad, no explotable laboralmente, no influenciable por las consignas consumistas, perfectamente inútil para lubricar el engranaje de producción-consumo, y que, encima, obligan a mantener más personal sanitario del necesario y disparan los costes sociales. Una ruina, estos viejos decrépitos, habiendo bankias que rescatar y primas de riesgo que pagar.
Pero el mundo es ansí, un perfecto despropósito donde los individuos cuentan poco, donde los humanos en fase terminal dan mucho trabajo y ningún provecho.
Por eso hay que reducir sueldos de empleados públicos –sanitarios o no- , porque el mundo es un entramado de intereses donde lo que importa es que el sistema salga del atolladero. Atolladero donde lo metieron los tahúres que se jugaron las riquezas nacionales en una partida de la que todos salimos con una mano delante y otra detrás, cubriéndonos las vergüenzas del Sistema que jugó a “la banca siempre gana” con los dados trucados.

martes, 26 de junio de 2012

En la punta de la nariz.-


Huyendo de este calor madrileño insoportable que nos cuece en nuestro propio jugo; huyendo de esas flamantes  autopistas radiales,  también madrileñas, llenas de baches económicos por falta de usuarios que paguen peajes, y que tendremos que rescatar de nuestro bolsillo; huyendo de las habituales consignas oficiales (ça va très bien, madame la Marquise…) según las cuales el gobierno está haciendo lo que hay que hacer y los rescates los pagamos a escote y no hay más que hablar, este jubilata en fuga de una realidad inhóspita, se ha refugiado en la lectura.
Ni que decir tiene a quienes practican este viejo vicio solitario, la lectura es la última Tule donde un ciudadano, desarmado de toda ilusión sobre las bondades del sistema, encuentra refugio y tranquilidad de ánimo, mientras en el mundo exterior - al otro lado de la ventana, sin ir más lejos – se atropellan los derechos sociales y se manipulan verdades que hoy son ciertas y mañana su contrario.
Total, y para no andarle con monsergas al improbable lector, todo esto para decirle que estoy leyendo un libro asaz curioso y entretenido: Le Moyen Âge sur le bout du nez (La Edad Media en la punta de la nariz). La autora, que es italiana, aunque me ha llegado la versión francesa de su obra, encara con buen humor uno de los tópicos más corrientes a propósito de la Edad Media: la que nos transmitieron los humanistas, quienes la despreciaron como “los siglos oscuros”.

Esa época sin lustre, transcurrida entre el esplendor del Imperio Romano y el Renacimiento italiano; ese puñado de siglos iniciados por las invasiones bárbaras y terminados, de forma imprecisa, entre la conquista de Bizancio por los turcos otomanos en 1453 y el descubrimiento de América. Poco más o menos, que uno no es historiador y no sabría decirlo con seguridad. Lo que sí está claro es que hasta su propio nombre, medio-aevo, media tempestas, se refiere a un tiempo sin sustancia propia, transcurrido entre dos hitos históricos.
Pues eso, que doña Chiara Frugoni demuestra con datos, textos y buenas ilustraciones de época (pinturas, miniaturas…) que en la Edad Media también se inventaron cosas de mucha utilidad para las gentes de aquella época y para la nuestra, porque seguimos usándolas y siguen siendo imprescindibles en el uso cotidiano.

Entre otras, las gafas que se colocan en la punta de la nariz; esas que los franceses llaman pince-nez y nosotros quevedos, aunque el nombre español resulte anacrónico por lo que va desde finales del S. XIII (cuando se inventaron), hasta el S. XVII, cuando se retrató con ellas don Francisco.

Nadie usaría actualmente unas gafas Gucci si no fuese porque fray Alessandro Della Spina, pisano él, no hubiese divulgado la técnica para pulir las lentes. Ni este jubilata vería un carajo sobre la pantalla del ordenador si no fuese porque a un artesano desconocido, a quien copió el fray, se le ocurrió ponerse a pulir cristales de aumento.

…O los botones, o los calzoncillos ¿Quién puede imaginarse un mundo sin botones para abrocharse la camisa? ¿O andar por esos mundos sin gallumbos, o sin bragas, según del cuál o la cuála se trate?

Parece que eso de andar con las vergüenzas colganderas venía de antiguo, pues los romanos consideraban una prenda propia de bárbaros eso de usar calzón, y en la Edad Media la gente común las mostraba (sus vergüenzas) sin mayor rubor cuando se levantaba los sayos para que les llegara mejor el calor del fuego en invierno. Pero parece que ya en el S. VIII era de buen tono usarlos porque el Duque de Trento, a un emisario del obispo de Pavía le preguntó si munda femoralia habet (o sea, si traía los calzoncillos limpios).
Por no entretener más al improbable lector, sepa éste que mil artilugios de uso habitual empezaron a usarse en la Edad Media sin que se tenga una idea clara de quién los pudo inventar. La necesidad es madre del ingenio y sus consecuencias me dan motivo de grata lectura en estos días de canícula y barbarie economicista.