EL BIBLIOCIDARIO.
La verdad es que Obdulio Remacha nunca entendió qué relación podía haber entre las hipotecas basura norteamericanas, contratadas por las bancas Lehman Brother y la Merrill Lynch –y el consiguiente batacazo de Wall Street–, y la granja avícola en la que durante siete años había estado trabajando como sexador de pollos en Villamayor de los Eriales. Pero lo cierto es que el señor Minche, el dueño de la granja, no pudo pagar en los últimos meses el crédito contratado con la Caja Rural y le embargaron los chamizos, las jaulas de pollos (con los pollos dentro) y el silo del pienso. Obdulio se vio en la calle.
– Cosa de los mercados especulativos como resultado de la ortodoxia neoliberal dominante – le explicó el señor Minche, cuando le pagó el finiquito. Obdulio no entendía gran cosa de macro economía y dijo que bueno.
Claro está que al señor Minche le daba mucha pena abandonar a sus pollos de engorde y a Obdulio, a los que quería como a hijos, pero estaba en la ruina, había cumplido ya los setenta y decidió que iba a vivir de la pensión y de la huerta. En cuanto al bueno del Remacha, el señor Minche le aconsejó que fuera a la capital y se apuntara al paro, que siempre habría una oportunidad para alguien que tenía tanta habilidad en la punta de los dedos.
– Lo de experto sexador no consta en la relación de especialidades u oficios en la base de datos del INEM, pero tenemos una plaza vacante de bibliocidario. Si la quiere, suya es –. La funcionaria que le atendía, le dio un papel con muchos sellos estampados para que se presentara en una dirección y le aconsejó que se pusiera corbata. Ahora iba a trabajar en el mundo de las bibliotecas y eso da mucha prestancia.
– ¿Y usted, de libros, sabe mucho? – Le preguntó el jefe de recursos humanos en la entrevista, tras una batería de test psicotécnicos, pruebas de destreza manual, capacidad organizativa y de gestión, y todos los requisitos propios de cualquier contratación laboral.
Obdulio Remacha, aparte de su habilidad para definir el sexo de los pollos en cuanto salían del cascarón, no recordaba haber tenido un libro en las manos, lo que, a juicio del entrevistador, resultaba una cualidad muy meritoria. Pero, como éste era un hombre hábil en sonsacar información a los candidatos, insistió:
– A ver, señor Remacha, séame usted sincero ¿Algo sabrá de biblioteconomía? ¿Y de catalogación o clasificación? No me diga que no tiene ni idea. Al fin y al cabo lo de sexador presupone una habilidad clasificadora.
Pero Obdulio, por mucho empeño que pusiera en hacer una introspección en la que aflorasen desconocidas habilidades relacionadas con el mundo de la letra impresa, tuvo que confesar que, desde que terminó la primaria, no había tenido un libro en las manos. Y no se sabe si gracias a la sinceridad de sus respuestas o a la manifiesta ignorancia en materia de bibliotecas, le adjudicaron el puesto de bibliocidario, no sin antes hacerle una última advertencia:
– ¿No estará usted contaminado por la nefasta obsesión de la bibliomanía, verdad, señor Remacha?
Cualquier duda por parte del entrevistador quedó definitivamente disipada cuando él le presentó la cartilla sanitaria donde se certificaba que había sido vacunado contra la peste aviar y contra la encefalopatía espongiforme.
Un fascinante mundo de posibilidades, ignoradas durante su etapa en la industria aviar, se abrió ante Obdulio Remacha el día que tomó posesión de su cargo de bibliocidario. En efecto, destruir libros por encargo le puso en contacto la industria del reciclado y las más modernas tendencias del desarrollo sostenible y la ecología. Aparte de que era un trabajo muy entretenido. Ni siquiera tenía que ir a la oficina cada mañana, sino que trabajaba a su aire, en domicilios privados donde le llamaban.
Siguiendo instrucciones, se personaba en un domicilio determinado y rompía con aplicación y eficacia centenares o miles de libros, según los casos. Era un trabajo que requería discreción, solicitado por encargo de los herederos de algún difunto que les había dejado la casa con todas sus pertenencias. En general, los herederos, una vez limpia de libros y demás estorbos la vivienda, solían ponerla a la venta para hacerse con un dinero con el que pagarse las letras del coche movido por biodiesel, el televisor de plasma con decodificador TDT, el colegio privado de los niños, la boda de la hija o todas esas pequeñas satisfacciones que proporciona la adaptación a la sociedad de consumo.
Los libros, una vez desencuadernados, descuartizados y depositados en contenedores, eran recogidos por camiones de la empresa TTES. LA ECOLÓGICA y llevados a una planta de reciclaje donde, tras un proceso físico-químico respetuoso con el medio ambiente, eran transformados en planchas de cartón con las que se elaboraba los embalajes en los que se importaban los electrodomésticos made in China, los cuales venían a ocupar los espacios que antes ocupaban las estanterías repletas de libros polvorientos.
– Desengáñese usted – acostumbraba a decir Obdulio a los clientes remisos – donde estén los soportes informáticos y la Wilkipedia, que se quite la letra impresa.
Y es que, tras dos años en la profesión, Obdulio era otra persona. Había ampliado su campo de acción hasta los excedentes editoriales y el floreciente negocio de la literatura de aeropuerto y revistas del corazón (basado en el principio de “usar y tirar”), que producía excelentes márgenes comerciales. Vestía trajes de corte impecable, camisas italianas y corbata informal, que le daban un aspecto responsable, pero juvenil. Había desarrollado grandes habilidades comerciales y, con frecuencia, tenía comidas de negocios con responsables del departamento de librería de los grandes almacenes o del gremio de quiosqueros de prensa, que le suministraban toneladas de papel impreso. Usando de sus recién adquiridas influencias en el mundo editorial, empezó a relacionarse con altos cargos del Ministerio de Cultura porque, según le habían dicho, los archivos y bibliotecas estatales podían proporcionarle miles y miles de toneladas de papel con el que alimentar las plantas de reciclado, el circuito comercial de embalajes ecológicos y, en fin, cooperar eficazmente al desarrollo sostenible del planeta.
– Si me viera ahora el señor Minche…– pensaba Obdulio Remacha con legítimo orgullo.
La verdad es que Obdulio Remacha nunca entendió qué relación podía haber entre las hipotecas basura norteamericanas, contratadas por las bancas Lehman Brother y la Merrill Lynch –y el consiguiente batacazo de Wall Street–, y la granja avícola en la que durante siete años había estado trabajando como sexador de pollos en Villamayor de los Eriales. Pero lo cierto es que el señor Minche, el dueño de la granja, no pudo pagar en los últimos meses el crédito contratado con la Caja Rural y le embargaron los chamizos, las jaulas de pollos (con los pollos dentro) y el silo del pienso. Obdulio se vio en la calle.
– Cosa de los mercados especulativos como resultado de la ortodoxia neoliberal dominante – le explicó el señor Minche, cuando le pagó el finiquito. Obdulio no entendía gran cosa de macro economía y dijo que bueno.
Claro está que al señor Minche le daba mucha pena abandonar a sus pollos de engorde y a Obdulio, a los que quería como a hijos, pero estaba en la ruina, había cumplido ya los setenta y decidió que iba a vivir de la pensión y de la huerta. En cuanto al bueno del Remacha, el señor Minche le aconsejó que fuera a la capital y se apuntara al paro, que siempre habría una oportunidad para alguien que tenía tanta habilidad en la punta de los dedos.
– Lo de experto sexador no consta en la relación de especialidades u oficios en la base de datos del INEM, pero tenemos una plaza vacante de bibliocidario. Si la quiere, suya es –. La funcionaria que le atendía, le dio un papel con muchos sellos estampados para que se presentara en una dirección y le aconsejó que se pusiera corbata. Ahora iba a trabajar en el mundo de las bibliotecas y eso da mucha prestancia.
– ¿Y usted, de libros, sabe mucho? – Le preguntó el jefe de recursos humanos en la entrevista, tras una batería de test psicotécnicos, pruebas de destreza manual, capacidad organizativa y de gestión, y todos los requisitos propios de cualquier contratación laboral.
Obdulio Remacha, aparte de su habilidad para definir el sexo de los pollos en cuanto salían del cascarón, no recordaba haber tenido un libro en las manos, lo que, a juicio del entrevistador, resultaba una cualidad muy meritoria. Pero, como éste era un hombre hábil en sonsacar información a los candidatos, insistió:
– A ver, señor Remacha, séame usted sincero ¿Algo sabrá de biblioteconomía? ¿Y de catalogación o clasificación? No me diga que no tiene ni idea. Al fin y al cabo lo de sexador presupone una habilidad clasificadora.
Pero Obdulio, por mucho empeño que pusiera en hacer una introspección en la que aflorasen desconocidas habilidades relacionadas con el mundo de la letra impresa, tuvo que confesar que, desde que terminó la primaria, no había tenido un libro en las manos. Y no se sabe si gracias a la sinceridad de sus respuestas o a la manifiesta ignorancia en materia de bibliotecas, le adjudicaron el puesto de bibliocidario, no sin antes hacerle una última advertencia:
– ¿No estará usted contaminado por la nefasta obsesión de la bibliomanía, verdad, señor Remacha?
Cualquier duda por parte del entrevistador quedó definitivamente disipada cuando él le presentó la cartilla sanitaria donde se certificaba que había sido vacunado contra la peste aviar y contra la encefalopatía espongiforme.
Un fascinante mundo de posibilidades, ignoradas durante su etapa en la industria aviar, se abrió ante Obdulio Remacha el día que tomó posesión de su cargo de bibliocidario. En efecto, destruir libros por encargo le puso en contacto la industria del reciclado y las más modernas tendencias del desarrollo sostenible y la ecología. Aparte de que era un trabajo muy entretenido. Ni siquiera tenía que ir a la oficina cada mañana, sino que trabajaba a su aire, en domicilios privados donde le llamaban.
Siguiendo instrucciones, se personaba en un domicilio determinado y rompía con aplicación y eficacia centenares o miles de libros, según los casos. Era un trabajo que requería discreción, solicitado por encargo de los herederos de algún difunto que les había dejado la casa con todas sus pertenencias. En general, los herederos, una vez limpia de libros y demás estorbos la vivienda, solían ponerla a la venta para hacerse con un dinero con el que pagarse las letras del coche movido por biodiesel, el televisor de plasma con decodificador TDT, el colegio privado de los niños, la boda de la hija o todas esas pequeñas satisfacciones que proporciona la adaptación a la sociedad de consumo.
Los libros, una vez desencuadernados, descuartizados y depositados en contenedores, eran recogidos por camiones de la empresa TTES. LA ECOLÓGICA y llevados a una planta de reciclaje donde, tras un proceso físico-químico respetuoso con el medio ambiente, eran transformados en planchas de cartón con las que se elaboraba los embalajes en los que se importaban los electrodomésticos made in China, los cuales venían a ocupar los espacios que antes ocupaban las estanterías repletas de libros polvorientos.
– Desengáñese usted – acostumbraba a decir Obdulio a los clientes remisos – donde estén los soportes informáticos y la Wilkipedia, que se quite la letra impresa.
Y es que, tras dos años en la profesión, Obdulio era otra persona. Había ampliado su campo de acción hasta los excedentes editoriales y el floreciente negocio de la literatura de aeropuerto y revistas del corazón (basado en el principio de “usar y tirar”), que producía excelentes márgenes comerciales. Vestía trajes de corte impecable, camisas italianas y corbata informal, que le daban un aspecto responsable, pero juvenil. Había desarrollado grandes habilidades comerciales y, con frecuencia, tenía comidas de negocios con responsables del departamento de librería de los grandes almacenes o del gremio de quiosqueros de prensa, que le suministraban toneladas de papel impreso. Usando de sus recién adquiridas influencias en el mundo editorial, empezó a relacionarse con altos cargos del Ministerio de Cultura porque, según le habían dicho, los archivos y bibliotecas estatales podían proporcionarle miles y miles de toneladas de papel con el que alimentar las plantas de reciclado, el circuito comercial de embalajes ecológicos y, en fin, cooperar eficazmente al desarrollo sostenible del planeta.
– Si me viera ahora el señor Minche…– pensaba Obdulio Remacha con legítimo orgullo.
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