Hablando con propiedad, y para que nadie vea en ello un menosprecio de sexo: gochas. Hay que hilar fino hoy en día con eso de las denominaciones según el género porque enseguida le acusan a uno de sexista. Los dos hermosos ejemplares que aparecen en la foto no son cerdos, sino cerdas; no son gochos (como dicen en León), son gochas. En mi tierra, Navarra, el nombre genérico es “cuto”, y, que yo sepa, no existe el específico para designar a las hembras. No es para menos. Llamarlas “cutas” suena mal y se presta a confusión malintencionada. Hay que pensar que, por muy “cerdas” o “gorrinas” que sean, nada les impide ser decentes. Lo de “gorrinas” es porque también se emplea en mi tierra el término “gorrín”, sobre todo cuando son animalitos pequeños, lechones de esos que terminan sus tiernos días en una fuente bien horneados, doraditos y churruscantes.
Y aunque sea salirse por la tangente, recuerdo que en Navarra existe una canción que se llama “El cuto divino”, que comienza: “En la hermosa ciudad de Tafalla ha rifado un cerdo el santo hospital…” Canción que acostumbramos a cantar Teresa y yo cuando vamos para Pamplona a ver a la familia. Por si acaso a alguien se le ocurre, gradeceré que nadie asocie al cuto divino con mi familia, que todos somos gente de pro…
Hecho este circunloquio, revenons à nos moutons. Porque no quería hablar de las múltiples denominaciones con que se designa a este animal, impuro para musulmanes y judíos, y fuente de placeres gastronómicos para cristianos en general, con independencia de la Iglesia a que se adscriban por asuntos de dogma de más o menos.
Lo que pasa es que las dos gochas, de las que quiero hablar en esta ocasión, me las encontraba yo cada mañana temprano, siempre durmiendo, cuando salía de paseo los días que hemos estado en la aldea de Cantabria donde nos alojábamos. El camino de junto a casa arrancaba con una fuerte pendiente que me hacía resoplar y me despejaba las últimas telarañas del sueño. La cuesta era dura, pero llegaba un momento en que se suavizaba y me permitía recuperar el aliento, momento que aprovechaba para echar un vistazo a mi alrededor. Del otro lado de la cerca del prado, veía, sucesivamente, ovejas pastando y dale que le das al rumio y a la esquila, dos perros que las cuidaban y me ladraban. Uno de ellos con poca convicción, como por cumplir; el otro bajaba a ladrarme hasta la misma cerca, junto a la que dormían las dos gochas. Había por allí, además de las ovejas, las gochas durmientes y los perros ladradores, un par de borriquillos que no me prestaban ninguna atención. Y siempre, siempre que pasaba junto a las marranas, las encontraba durmiendo. El resto de los animales estaban cada cual a lo suyo, pero ellas, duerme que te duerme.
Tumbadas una junto a la obra (“abarloadas” hubiera dicho Torrente Ballester), dormían plácidamente enfrentadas hocico junto a hocico, pezuña con pezuña, barriga con barriga. El caso es que el sol hacía más de una hora que había salido, pero ellas dormían con la placidez de los justos, con la tranquilidad de quien tiene la vida resuelta, con la satisfacción del deber cumplido… Esto último lo digo porque, por su envergadura, su exuberancia carnal, sus abundosas y colgantes mamas, se echaba de ver que eran hembras de cría y no estaban predestinadas al despiece de carnicería.
No hubo madrugada que no pasara por allí y las viese felizmente dormidas. Tanta placidez me decidió a hacerles una foto de recuerdo. Lo malo era el perro aquel que bajaba a ladrarme hasta la cerca, que las sobresaltaba antes de que yo preparase mi cámara y ellas se levantaban con un susto enorme que hacía temblar sus abundantes carnes. En un momento, pasaban de los brazos del Morfeo cerduno a la taquicardia y nunca conseguí retratar su plácido dormir.
Una noche, después de cenar, subimos el Josefo y yo dando un paseo hasta donde las gochas y estaban felizmente dormidas, tan dormiditas, tan amorosamente juntas, que hasta nos dio envidia. Entonces, Jose cogió la manguera y les echó agua para despertarlas. Ellas se levantaron sobresaltadas ¡groing! ¡groing!, protestaban. A nosotros la gamberrada nos dio mucha risa y corrimos camino abajo, no apareciera el dueño y nos diera de palos.
Estos días en Madrid, con el calor que se pasa por las noches, todavía me acuerdo de lo a gusto que dormían las gochas
Y aunque sea salirse por la tangente, recuerdo que en Navarra existe una canción que se llama “El cuto divino”, que comienza: “En la hermosa ciudad de Tafalla ha rifado un cerdo el santo hospital…” Canción que acostumbramos a cantar Teresa y yo cuando vamos para Pamplona a ver a la familia. Por si acaso a alguien se le ocurre, gradeceré que nadie asocie al cuto divino con mi familia, que todos somos gente de pro…
Hecho este circunloquio, revenons à nos moutons. Porque no quería hablar de las múltiples denominaciones con que se designa a este animal, impuro para musulmanes y judíos, y fuente de placeres gastronómicos para cristianos en general, con independencia de la Iglesia a que se adscriban por asuntos de dogma de más o menos.
Lo que pasa es que las dos gochas, de las que quiero hablar en esta ocasión, me las encontraba yo cada mañana temprano, siempre durmiendo, cuando salía de paseo los días que hemos estado en la aldea de Cantabria donde nos alojábamos. El camino de junto a casa arrancaba con una fuerte pendiente que me hacía resoplar y me despejaba las últimas telarañas del sueño. La cuesta era dura, pero llegaba un momento en que se suavizaba y me permitía recuperar el aliento, momento que aprovechaba para echar un vistazo a mi alrededor. Del otro lado de la cerca del prado, veía, sucesivamente, ovejas pastando y dale que le das al rumio y a la esquila, dos perros que las cuidaban y me ladraban. Uno de ellos con poca convicción, como por cumplir; el otro bajaba a ladrarme hasta la misma cerca, junto a la que dormían las dos gochas. Había por allí, además de las ovejas, las gochas durmientes y los perros ladradores, un par de borriquillos que no me prestaban ninguna atención. Y siempre, siempre que pasaba junto a las marranas, las encontraba durmiendo. El resto de los animales estaban cada cual a lo suyo, pero ellas, duerme que te duerme.
Tumbadas una junto a la obra (“abarloadas” hubiera dicho Torrente Ballester), dormían plácidamente enfrentadas hocico junto a hocico, pezuña con pezuña, barriga con barriga. El caso es que el sol hacía más de una hora que había salido, pero ellas dormían con la placidez de los justos, con la tranquilidad de quien tiene la vida resuelta, con la satisfacción del deber cumplido… Esto último lo digo porque, por su envergadura, su exuberancia carnal, sus abundosas y colgantes mamas, se echaba de ver que eran hembras de cría y no estaban predestinadas al despiece de carnicería.
No hubo madrugada que no pasara por allí y las viese felizmente dormidas. Tanta placidez me decidió a hacerles una foto de recuerdo. Lo malo era el perro aquel que bajaba a ladrarme hasta la cerca, que las sobresaltaba antes de que yo preparase mi cámara y ellas se levantaban con un susto enorme que hacía temblar sus abundantes carnes. En un momento, pasaban de los brazos del Morfeo cerduno a la taquicardia y nunca conseguí retratar su plácido dormir.
Una noche, después de cenar, subimos el Josefo y yo dando un paseo hasta donde las gochas y estaban felizmente dormidas, tan dormiditas, tan amorosamente juntas, que hasta nos dio envidia. Entonces, Jose cogió la manguera y les echó agua para despertarlas. Ellas se levantaron sobresaltadas ¡groing! ¡groing!, protestaban. A nosotros la gamberrada nos dio mucha risa y corrimos camino abajo, no apareciera el dueño y nos diera de palos.
Estos días en Madrid, con el calor que se pasa por las noches, todavía me acuerdo de lo a gusto que dormían las gochas
Envidia cochina, lo reconozco.
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