Es una forma de decir, claro está. Estos días nos han asfaltado la calle, un hecho que nos ha sorprendido a los vecinos, ya que el barrio de la Concepción es un barrio de clase media-media-de-medios-pelos, lleno de jubilatas y emigrantes; o sea, de una categoría social mediocre, tan mediocre que uno queda sorprendido de que los burocráticos ojos municipales hayan puesto su bondadosa mirada en él y lo premien con un asfaltado nuevecito. Aunque tampoco hay que exagerar, que no asfaltan todo el barrio, sino sólo algunas calles, entre ellas la nuestra. Una lotería.
¿Quién se acuerda de aquellas “operaciones asfalto” de cada verano? Qué tiempos aquellos, cuando nos quejábamos de que el ayuntamiento no hacía más que echar capa sobre capa de asfalto y nos dejaba las calles con su brillante negro mate, un agosto sí y otro también.
En estos últimos años, los que vivimos aquí nos habíamos resignado a ver cómo se agrietaba el asfalto de las calles, se abrían baches acá y acullá, se iban rompiendo baldosas de las aceras, se cegaban alcantarillas y, de paso, nos iban subiendo las tasas municipales, el IBI y otras menudencias impositivas. Como, además, sabíamos que las faraónicas obras de la M 30 habían dejado exhaustas las ubres municipales, no creíamos que quedase nada que ordeñar para la mejora de nuestro barrio.
Leí por ahí algo sobre un informe de Economía y Hacienda a propósito de la deuda municipal: 6.683,9 millones de euros a fecha diciembre de 2008. Lo que supone el 20,8% de la deuda total de la totalidad de todos los municipios españoles. Cuando me enteré que en casa debíamos 4.160 euros (2.080 € por ciudadano madrileño) por poco me declaro apátrida. Si no lo hice no fue por sentimiento patriótico o de pertenencia a ninguna tribu urbana o afinidad afectiva con esta megalópolis insufrible, no lo hice simplemente porque no tengo a dónde ir y toda mi vida laboral no ha dado para una segunda residencia. Ni siquiera en los gloriosos años del ladrillo áureo.
Ahora entiendo que la gente de mi barrio no salga de vacaciones con tanta alegría como otros años. Sólo de pensar que sobre cada cabeza gravita el peso de 2.080 euros de morosidad edílica es para no moverse de casa, aunque las noches estivales se pongan a 30º C. Es una lástima que haya que pasarse el ferragosto sin más recurso que el abanico y el paseo por el parque del Calero al anochecer. Si, al menos, la piscina municipal no llevase dos años en secano y no nos hubiesen agujereado el auditorio donde ponían el cine cada verano… Pero los designios municipales son inescrutables, y lo mismo te dejan sin piscina y cine, que te asfalta la calle sin que tengamos mayores merecimientos para ello.
En fin, el Ayuntamiento de Madrid es una divinidad caprichosa, y de nada sirve declararse ateo.
¿Quién se acuerda de aquellas “operaciones asfalto” de cada verano? Qué tiempos aquellos, cuando nos quejábamos de que el ayuntamiento no hacía más que echar capa sobre capa de asfalto y nos dejaba las calles con su brillante negro mate, un agosto sí y otro también.
En estos últimos años, los que vivimos aquí nos habíamos resignado a ver cómo se agrietaba el asfalto de las calles, se abrían baches acá y acullá, se iban rompiendo baldosas de las aceras, se cegaban alcantarillas y, de paso, nos iban subiendo las tasas municipales, el IBI y otras menudencias impositivas. Como, además, sabíamos que las faraónicas obras de la M 30 habían dejado exhaustas las ubres municipales, no creíamos que quedase nada que ordeñar para la mejora de nuestro barrio.
Leí por ahí algo sobre un informe de Economía y Hacienda a propósito de la deuda municipal: 6.683,9 millones de euros a fecha diciembre de 2008. Lo que supone el 20,8% de la deuda total de la totalidad de todos los municipios españoles. Cuando me enteré que en casa debíamos 4.160 euros (2.080 € por ciudadano madrileño) por poco me declaro apátrida. Si no lo hice no fue por sentimiento patriótico o de pertenencia a ninguna tribu urbana o afinidad afectiva con esta megalópolis insufrible, no lo hice simplemente porque no tengo a dónde ir y toda mi vida laboral no ha dado para una segunda residencia. Ni siquiera en los gloriosos años del ladrillo áureo.
Ahora entiendo que la gente de mi barrio no salga de vacaciones con tanta alegría como otros años. Sólo de pensar que sobre cada cabeza gravita el peso de 2.080 euros de morosidad edílica es para no moverse de casa, aunque las noches estivales se pongan a 30º C. Es una lástima que haya que pasarse el ferragosto sin más recurso que el abanico y el paseo por el parque del Calero al anochecer. Si, al menos, la piscina municipal no llevase dos años en secano y no nos hubiesen agujereado el auditorio donde ponían el cine cada verano… Pero los designios municipales son inescrutables, y lo mismo te dejan sin piscina y cine, que te asfalta la calle sin que tengamos mayores merecimientos para ello.
En fin, el Ayuntamiento de Madrid es una divinidad caprichosa, y de nada sirve declararse ateo.
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