¿Nunca os obsesionais? Releyendo algunas de las entradas de mi bitácora, me he dado cuenta de que yo sí; yo tengo una obsesión bastante tonta, y recurrente, como suelen ser las obsesiones. Se trata de mi empeño en exhibir mi quasi-ignorancia de lo que podría llamarse la cibercultura, esa pasión por las nuevas tecnologías y todas sus manifestaciones. Me refiero al empleo habitual y compulsivo de esos gadgets tecno, llámense iPhone 3G, i-world, iPod, vídeo juegos, redes sociales tipo Facebook o Twitter, Second Life (si sigue existiendo)… y tantos otros de los que ni conozco el nombre, ni sé su utilidad.
Hasta tal punto conforma la cibercultura un mundo con vida propia y dispone de tantos millones de adeptos, que hasta han inventado un nombre específico para designar a éstos: Geeks. Es más, incluso el Pequeño Larousse, en la edición que se prepara para 2010, define Geek como: Persona apasionada por las tecnologías de la información y de la comunicación, en particular por Internet. Pero parece que ser internauta habitual (que yo sí lo soy) no es suficiente. Hace falta, además, ser un apasionado de los comics, de la ciencia ficción, de los videojuegos, de los juegos de rol, de los mangas japoneses… El Geek, dicen, se refugia en el mundo imaginario; es un adulto que no quiere crecer. Toda una vida dedicada a la utilización de los cibercacharros y al mundo virtual de “La Guerra de las Galaxias” o “Star Trek”, o a identificarse con héroes virtuales como la Lisbeth Salander, de “Milenium, o –para no cansar– con el mundo élfico de Tolkien.
A mí la vida no me da para tanto, tengo otras aficiones que nada tienen que ver con toda esta parafernalia y ando sobrado de ellas. Ya lo he dicho otras veces, yo soy un veterano de la Olivetti Studio 88 (180 pulsaciones por minuto), y el rollo este de la cibertecnología me pilló en pleno proceso alopécico y con las neuronas reclamando la prejubilación. Ya es bastante con poner al día mi bitácora.
¿Y todo esto, a qué viene? Pues a propósito de la foto y el titular que he puesto como excusa. A que, si estuviese medianamente cibertecnificado (me chiflan los neologismos raros), cuando ando de viaje dispondría de un portátil con conexión WiFi y podría colgar mis entradas desde cualquier lugar y al momento, en vez de ir contando mis vacaciones por entregas y a toro pasado.
El perro solo y de aire tristón que aquí se ve lo encontré una mañana que iba paseando desde Abanillas hasta Luey, pueblo a 3 kilómetros de distancia. Llovía un poco aquella mañana, no había un alma a la vista – los perros no tienen alma, según Malebranche –, cuando se me cruzó el perro anónimo, solitario y triste. Se limitó a parar un momento, volver la cabeza, mirarme y seguir su camino. Me hubiese gustado hablar un rato con él, pero los lenguajes perruno y humano no tienen puntos de coincidencia lingüística, con lo que la incomunicación era inevitable.
Ya digo, nos cruzamos, me miró, le hice una foto y cada cual se fue por su lado.
Hasta tal punto conforma la cibercultura un mundo con vida propia y dispone de tantos millones de adeptos, que hasta han inventado un nombre específico para designar a éstos: Geeks. Es más, incluso el Pequeño Larousse, en la edición que se prepara para 2010, define Geek como: Persona apasionada por las tecnologías de la información y de la comunicación, en particular por Internet. Pero parece que ser internauta habitual (que yo sí lo soy) no es suficiente. Hace falta, además, ser un apasionado de los comics, de la ciencia ficción, de los videojuegos, de los juegos de rol, de los mangas japoneses… El Geek, dicen, se refugia en el mundo imaginario; es un adulto que no quiere crecer. Toda una vida dedicada a la utilización de los cibercacharros y al mundo virtual de “La Guerra de las Galaxias” o “Star Trek”, o a identificarse con héroes virtuales como la Lisbeth Salander, de “Milenium, o –para no cansar– con el mundo élfico de Tolkien.
A mí la vida no me da para tanto, tengo otras aficiones que nada tienen que ver con toda esta parafernalia y ando sobrado de ellas. Ya lo he dicho otras veces, yo soy un veterano de la Olivetti Studio 88 (180 pulsaciones por minuto), y el rollo este de la cibertecnología me pilló en pleno proceso alopécico y con las neuronas reclamando la prejubilación. Ya es bastante con poner al día mi bitácora.
¿Y todo esto, a qué viene? Pues a propósito de la foto y el titular que he puesto como excusa. A que, si estuviese medianamente cibertecnificado (me chiflan los neologismos raros), cuando ando de viaje dispondría de un portátil con conexión WiFi y podría colgar mis entradas desde cualquier lugar y al momento, en vez de ir contando mis vacaciones por entregas y a toro pasado.
El perro solo y de aire tristón que aquí se ve lo encontré una mañana que iba paseando desde Abanillas hasta Luey, pueblo a 3 kilómetros de distancia. Llovía un poco aquella mañana, no había un alma a la vista – los perros no tienen alma, según Malebranche –, cuando se me cruzó el perro anónimo, solitario y triste. Se limitó a parar un momento, volver la cabeza, mirarme y seguir su camino. Me hubiese gustado hablar un rato con él, pero los lenguajes perruno y humano no tienen puntos de coincidencia lingüística, con lo que la incomunicación era inevitable.
Ya digo, nos cruzamos, me miró, le hice una foto y cada cual se fue por su lado.
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