miércoles, 15 de julio de 2009

De regreso


De vuelta a casa tras unas cortas vacaciones, venía yo pensando que esto de alimentar un blog resulta un poco coñazo. Como no tengo ordenador portátil, los días que estoy fuera de mi domicilio me resulta imposible dejar comentarios sobre lo que veo o se me ocurre pensar, así que la bitácora se ha quedado en encefalograma plano durante un montón de días y, claro, los pocos lectores que tengo pasan de largo. La fama –pequeña o grande –es efímera.
Al final, este invento viene a ser como las antiguas locomotoras de vapor que, para que anduviesen, había que ir paleando carbón sin parar. Lo que resulta un coñazo, ya lo he dicho. Así que no le veo la gracia a esto de las nuevas tecnologías, que te esclavizan, si quieres estar à la page, como dicen los franceses, o te olvidan como el desodorante.
Pero no me importa. Durante diez días he estado en paradero desconocido, perdido en una aldea de Cantabria, entre prados, vacas, caballos, perros, gatos, moscas que vivían su vida indiferentes al tráfago de las nuevas tecnologías. Y como yo soy más campestre que urbanita, ni me he acordado durante todo este tiempo de que mi bitácora estaba languideciendo de pura inanición.
Eso de levantarme a las siete de la mañana, calzarme las deportivas y echarme al monte a recorrer caminos me ha dejado como un reloj. Abría la ventana y veía los montes llenos de bosques y los prados habitados por sus vacas rumiando la placidez del lugar. Si no llovía, cosa de un par de días o tres, podía ver desde la terraza el mar al fondo. Mirando hacia el Oeste, alcanzaba a ver Peñamellera y los Picos de Europa. Nada que se pareciese a mi barrio, donde desde la ventana no veo más que los bloques de casas que tengo enfrente, y si miro al suelo, no veo más que asfalto recalentado y coches ruidosos.
Confieso que, además de campestre, soy un poco raro. Tenía San Vicente de la Barquera, con su hermosa playa, a 10 kilómetros del alojamiento y no me he puesto el bañador, ni siquiera el pisado la arena. Y eso que ocasiones no han faltado. La Franca, Unquera, Pechón, Santoña…, hemos recorrido bonitos lugares de costa, pero lo del baño es algo que no me pedía el cuerpo.
Pero no hay que preocuparse. Queda todavía mucho verano y seguro que habrá ocasión de acercarse al mar y darse un chapuzón, aunque solo sea para que uno termine pareciendo una persona normal, un turista que cumple el reglamento: tomar el sol, poner a remojo el ombligo, una cervecita en los chiringuitos playeros, paella y siesta.
De verdad que me voy a reformar y comportarme como uno más de los miles de veraneantes que siguen el procedimiento de los manuales del buen turista.

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