Llegamos ayer tarde a Pamplona, a las seis, y decidimos que, a las ocho, nos íbamos a acercar a la plaza del Ayuntamiento donde Gesto por la Paz ha convocado un acto silencioso como repulsa a los asesinatos, por parte de la banda etarra, de dos jóvenes guardias civiles en Mallorca. Dar testimonio es algo que está al alcance de cualquier ciudadano. Es fácil, llegas, te unes al grupo, estás en silencio durante un cuarto de hora y te vas a tus quehaceres o diversiones. No hace falta ningún gesto heroico, ningún acto transcendente, sólo se trata de dar testimonio durante quince minutos, y eso no cuesta dinero, ni esfuerzo excesivo, ni es un riesgo superior a echarse a la carretera. No es más que la expresión de una convicción profunda. Sólo hay que decidirse y hacerlo. Por eso, Teresa, Marijose y yo estábamos allí. Gente normal.
Para personas como yo, que detestan las reuniones multitudinarias, ese simple acto testimonial junto a un centenar de personas movidas por una fuerte convicción, es algo que incluso resulta gratificante. Mostrar silenciosamente y en paz el hartazgo ante la sinrazón de esa lotería de la muerte me hace sentir distinto a la masa, que sólo ve en este tipo de noticias un espectáculo que le distrae el tiempo que la noticia está en candelero. Dos muertes que, pasado mañana, serán olvidadas porque seguro que se estrellará algún avión, o porque un descerebrado apuñalará a su compañera, o porque un incendio forestal se habrá llevado por delante la vida de tres o cuatro bomberos… Las muertes son el gran negocio mediático y tan efímeras como la bolsa de palomitas que se comen en la sala de cine. Ayudan a distraer el ocio y poco más.
Recuerdo que nuestra anterior manifestación antietarra en Pamplona sucedió durante los Sanfermines de hace una decena de años, cuando la banda asesinó a sangre fría a Miguel Angel Blanco. Estábamos tan a gusto en fiestas cuando se propagó la noticia de su secuestro. Vivimos con el alma en vilo esos días y nos fuimos a la plaza del Castillo a manifestarnos con rabia contra la sinrazón nazivasquista. Después ya no quedaban ganas de fiesta, así que nos quitamos el pañuelico rojo y nos volvimos a casa. Desde entonces se ha afianzado, cada vez con más fuerza, mi rechazo a los métodos terroristas. Uno tiene unas pocas convicciones éticas absolutamente claras, y ésta del rechazo a la violencia es una de ellas.
En fin. No olvidamos que hemos venido a pasar unos días con la familia, a las fiestas de mi pueblo y ha disfrutar de las tierras navarras, así que quedamos con unos amigos y nos vamos todos a tomar unos vinos, y esos pinchos de diseño que ponen en esta ciudad. Yo, según costumbre, me apunto al clarete bien frío y se me van los ojos por todos los pinchos que se exhiben en la barra. Y en Chez Evaristo los hay bien ricos, y en Casa Juanito las sardinas están cojonudas.
Nadie nos va a quitar las ganas de vivir…
Para personas como yo, que detestan las reuniones multitudinarias, ese simple acto testimonial junto a un centenar de personas movidas por una fuerte convicción, es algo que incluso resulta gratificante. Mostrar silenciosamente y en paz el hartazgo ante la sinrazón de esa lotería de la muerte me hace sentir distinto a la masa, que sólo ve en este tipo de noticias un espectáculo que le distrae el tiempo que la noticia está en candelero. Dos muertes que, pasado mañana, serán olvidadas porque seguro que se estrellará algún avión, o porque un descerebrado apuñalará a su compañera, o porque un incendio forestal se habrá llevado por delante la vida de tres o cuatro bomberos… Las muertes son el gran negocio mediático y tan efímeras como la bolsa de palomitas que se comen en la sala de cine. Ayudan a distraer el ocio y poco más.
Recuerdo que nuestra anterior manifestación antietarra en Pamplona sucedió durante los Sanfermines de hace una decena de años, cuando la banda asesinó a sangre fría a Miguel Angel Blanco. Estábamos tan a gusto en fiestas cuando se propagó la noticia de su secuestro. Vivimos con el alma en vilo esos días y nos fuimos a la plaza del Castillo a manifestarnos con rabia contra la sinrazón nazivasquista. Después ya no quedaban ganas de fiesta, así que nos quitamos el pañuelico rojo y nos volvimos a casa. Desde entonces se ha afianzado, cada vez con más fuerza, mi rechazo a los métodos terroristas. Uno tiene unas pocas convicciones éticas absolutamente claras, y ésta del rechazo a la violencia es una de ellas.
En fin. No olvidamos que hemos venido a pasar unos días con la familia, a las fiestas de mi pueblo y ha disfrutar de las tierras navarras, así que quedamos con unos amigos y nos vamos todos a tomar unos vinos, y esos pinchos de diseño que ponen en esta ciudad. Yo, según costumbre, me apunto al clarete bien frío y se me van los ojos por todos los pinchos que se exhiben en la barra. Y en Chez Evaristo los hay bien ricos, y en Casa Juanito las sardinas están cojonudas.
Nadie nos va a quitar las ganas de vivir…
Don Juan José, no fue Gregorio Ordóñez, fue Miaguel Ángel Blanco.
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