domingo, 30 de agosto de 2009

Termina agosto.-

Encerrado en mi estudio, con una temperatura de 29º C dentro de casa y un ventilador como único artilugio refrigerante, voy pasando este verano. Desde que regresamos de nuestro viaje a Navarra, no nos hemos movido de Madrid. Hemos hecho alguna escapada de urgencia, pero eso no cuenta ya que ha sido por razones de familia y enfermedad. Ha sido peor el remedio que la enfermedad, porque además de andar de médicos de la ceca a la meca, he tenido que soportar la insolencia de los burócratas de la salud pública que tratan al enfermo como un objeto inanimado, un quidam incapaz de entender sus altos conocimientos. Te “derivan” a tal o cual especialista, como dicen ellos con ese lenguaje que pretende ser profesional y no es más que una jeringonza con la que destacar sobre la masa de enfermos que van a molestarles en estos días agosteños, y no te miran a la cara. El cardiólogo del hospital Carlos III ha sido un ejemplo perfecto de galeno-burócrata a que me estoy refiriendo.
Instalado en la rutina de un verano sofocante e interminable, los días van pasando semejantes a sí mismos. Son –por buscarles un símil– como esas pescadillas que se muerden la cola. Se inician sin más expectativa que la esperanza de que vayan pasando las horas y que el nuevo día traiga mudanzas: unos grados menos de temperatura, alguna novedad que rompa la atonía diaria, cualquier cosa que haga este día diferente a los anteriores y a los por venir. Pero, no. Se pone el sol, el termómetro del salón marca 30º C, abres las ventanas para ventilar la casa y el calor exterior se instala dentro. Vuelves a mirar el termómetro del salón: ¡Joder! 31,5º C. Y, cuando al día siguiente te despiertas de madrugada por la calorina, te das cuenta de que éste va a ser exactamente igual a los ya pasados: una nueva pescadilla que se muerde la cola.


Miras por la ventana y el patio es un secarral donde sestean unos cuantos gatos callejeros famélicos. Si observas la alcantarilla donde se recogen las aguas residuales de las fincas que rodean el patio, ves los agujeros de madrigueras que han escarbado en su entorno las ratas. Porque, por raro que pueda parecer, gatos y ratas de alcantarilla conviven en nuestro patio. Ellos deambulan durante el día y se recogen por la noche en un local abandonado que está debajo de casa. Las ratas salen por la noche a la busca de sustento o a tomar el fresco. Dos mundos paralelos, tradicionalmente enemigos, pero que han llegado a un statu quo que les permite ocupar el mismo espacio vital. Los vecinos de las cuatro comunidades, que comparten (compartimos) patio, maleza, gatos y ratas, dejamos pasar los días y los meses entre la incuria y la irresponsabilidad.
En este barrio de la Concepción, muchos patios han sido ajardinados o, simplemente, las comunidades de vecinos pagan un mantenimiento que les libra de yerbajos y habitantes no deseados, pero el nuestro no. En el nuestro, en un extremo, hay un negrillo que brotó espontáneamente hace años y crece a su libre albedrío; en el otro, un espontáneo con pintas de autista ha plantado unos arbolillos y utiliza el trozo de patio como si fuera de su propiedad. Nada de esto libra a nuestro patio de ser un erial en el que la desidia de los vecinos lo convierte en refugio de gatos, ratas y alguna urraca que busca cualquier desperdicio que caiga desde las ventanas.
Dejo una foto -tomada desde la ventana de casa- de los gatos callejeros, tan majos ellos. En cuanto a las ratas, no se dejan retratar. Son muy suyas.
Para qué insistir. Este es el agosto que veo cada día desde la ventana de mi estudio…

1 comentario:

  1. Agustín Ciruelo López (Maestro jubilado en excedencia)31 de agosto de 2009, 17:57

    Don Juan José, que le suspendo... que le suspendo...

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