Estimado aunque improbable lector:
Uno va poco al cine y, por miedo a tropezarse con películas comerciales de esas que terminará viendo en la tele, acaba descubriendo filmes que justifican por sí solos eso que llamamos “séptimo arte”. Y quede claro: si digo que voy poco al cine ya se presupone mi nula capacidad crítica. Estuve viendo “El solista” y no sé quién es su director, ni cómo se llaman sus protagonistas, en la ficción un periodista y un violonchelista mendigo.
De todos los instrumentos que existen en una orquesta sinfónica, el que siempre me ha enamorado es el violonchelo. Éste me enamora por cuestiones puramente subjetivas de difícil explicación, donde se mezclan la belleza de su sonido, tan semejante a la voz humana y tan capaz de reproducir sus emociones; su forma sugerente que recuerda con sus sinuosidades los cánones clásicos de la belleza femenina; y un regusto de refinamiento erótico cuando su intérprete es una mujer que lo sujeta entre sus muslos y lo hace vibrar con manos sabias y sensibles.
Pero, no. En “El solista” no hay nada que ver con mis íntimas perversiones sensitivas. Es una historia dramática de amistad entre un periodista y un mendigo; entre un hombre que busca una historia que contar y el sujeto de esta historia, el chelista esquizofrénico, incapaz de adaptar su sensibilidad artística al mundo que lo rodea; que es uno de tantos marginados que viven en la calle y pueden verse en la ciudad, empujando su carrito de supermercado lleno de desechos que encuentra entre las basuras urbanas. Pudiera muy bien ser un mendigo como aquel al que echaron a patadas del mercado de San Miguel estas navidades, y del que hablé en una entrada anterior.
Uno va poco al cine y, por miedo a tropezarse con películas comerciales de esas que terminará viendo en la tele, acaba descubriendo filmes que justifican por sí solos eso que llamamos “séptimo arte”. Y quede claro: si digo que voy poco al cine ya se presupone mi nula capacidad crítica. Estuve viendo “El solista” y no sé quién es su director, ni cómo se llaman sus protagonistas, en la ficción un periodista y un violonchelista mendigo.
De todos los instrumentos que existen en una orquesta sinfónica, el que siempre me ha enamorado es el violonchelo. Éste me enamora por cuestiones puramente subjetivas de difícil explicación, donde se mezclan la belleza de su sonido, tan semejante a la voz humana y tan capaz de reproducir sus emociones; su forma sugerente que recuerda con sus sinuosidades los cánones clásicos de la belleza femenina; y un regusto de refinamiento erótico cuando su intérprete es una mujer que lo sujeta entre sus muslos y lo hace vibrar con manos sabias y sensibles.
Pero, no. En “El solista” no hay nada que ver con mis íntimas perversiones sensitivas. Es una historia dramática de amistad entre un periodista y un mendigo; entre un hombre que busca una historia que contar y el sujeto de esta historia, el chelista esquizofrénico, incapaz de adaptar su sensibilidad artística al mundo que lo rodea; que es uno de tantos marginados que viven en la calle y pueden verse en la ciudad, empujando su carrito de supermercado lleno de desechos que encuentra entre las basuras urbanas. Pudiera muy bien ser un mendigo como aquel al que echaron a patadas del mercado de San Miguel estas navidades, y del que hablé en una entrada anterior.
Pero este mendigo de la peli es alguien especial. Puede pasarse horas interpretando, de forma obsesiva, a Beethoven, con su chelo, en un túnel, entre la indiferencia y las prisas de quienes circulan en sus coches. Los años vividos entre mugre y abandono, como un ser socialmente irrecuperable, no han embotado su sensibilidad y el violonchelo le libera de sus terrores frente a un mundo hostil. Como, en un momento determinado, el mendigo de la historia hace alusión a la desaparecida Jacqueline Du Pré (que fue la primera esposa de Daniel Barenboim), escucho la interpretación que esta violonchelista hace de las sonatas para violonchelo y piano de don Ludwig mientras voy pergeñando estas notas.
A veces, en esta vida mediocre de jubilado, los dioses te dedican un guiño amable y te hacen disfrutar de un atisbo de belleza. Y este pasado fin de semana su guiño ha sido doble: no sólo la historia del violonchelista mendigo, sino también la audición del Concierto para violonchelo y orquesta núm. 1, de Camille Saint-Saëns, en el Auditorio Nacional.
Leo que a Saint-Saëns se le tacha de un perfeccionismo clasicista, incluso academicista. Pero él siempre defendió el formalismo como vehículo expresivo, y, en este concierto, emplea ciertas formas ya usadas en el barroco, como un minueto, que convierten su audición en un auténtico placer para quienes no tenemos mayor formación musical y nos siguen apasionando los sonidos armoniosos.
Ver a la jovencísima violonchelista (Marie-Elisabeth Hecker, dice el programa), cabalgando su chelo como una walkiria rubia, me ha despertado esas viejas y sutiles perversiones melódico-eróticas de las que hablaba en un párrafo anterior. No hay imagen más insinuante, en el campo del erotismo estético, que una intérprete aprisionando amorosamente el violonchelo entre sus muslos con gesto de hembra apasionada, mientras, con caricia enérgica, pulsa las cuerdas sobre el mástil, y desliza el arco sobre la caja de resonancia haciendo vibrar el instrumento. Mujer y chelo son un solo cuerpo entrelazado que despierta gorgoritos de deliquio estético en espectadores dispuestos a hacer de esa antigualla, que llamamos estética, una barrera contra la vulgaridad diaria.
Pero, para que se vea que uno no pierde pie en la puñetera realidad, ahí va la anécdota que se cuenta de aquel director de orquesta que, en un ensayo, llamó la atención de una violonchelista algo torpe, a quien dijo: “Señorita, tiene entre las piernas el instrumento más delicado del mundo y a usted sólo se le ocurre rascarlo”.
-Jó, eres un esteta, solía decirme aquella compañera de trabajo - sindicalista ella y habituada a bregar en un campo donde no caben sensiblerías - cuando nos cruzábamos en aquel pasillo del AHN que parece la crujía de un claustro monacal. Y me lo decía en un todo amistoso y condescendiente, como quien dice “eres un rarito inofensivo”.
Ya lo ves, improbable lector, qué cosa es la vida: esteta y, ahora, jubilata. Y es que uno no aprende con el paso del tiempo…
À bientôt.
A veces, en esta vida mediocre de jubilado, los dioses te dedican un guiño amable y te hacen disfrutar de un atisbo de belleza. Y este pasado fin de semana su guiño ha sido doble: no sólo la historia del violonchelista mendigo, sino también la audición del Concierto para violonchelo y orquesta núm. 1, de Camille Saint-Saëns, en el Auditorio Nacional.
Leo que a Saint-Saëns se le tacha de un perfeccionismo clasicista, incluso academicista. Pero él siempre defendió el formalismo como vehículo expresivo, y, en este concierto, emplea ciertas formas ya usadas en el barroco, como un minueto, que convierten su audición en un auténtico placer para quienes no tenemos mayor formación musical y nos siguen apasionando los sonidos armoniosos.
Ver a la jovencísima violonchelista (Marie-Elisabeth Hecker, dice el programa), cabalgando su chelo como una walkiria rubia, me ha despertado esas viejas y sutiles perversiones melódico-eróticas de las que hablaba en un párrafo anterior. No hay imagen más insinuante, en el campo del erotismo estético, que una intérprete aprisionando amorosamente el violonchelo entre sus muslos con gesto de hembra apasionada, mientras, con caricia enérgica, pulsa las cuerdas sobre el mástil, y desliza el arco sobre la caja de resonancia haciendo vibrar el instrumento. Mujer y chelo son un solo cuerpo entrelazado que despierta gorgoritos de deliquio estético en espectadores dispuestos a hacer de esa antigualla, que llamamos estética, una barrera contra la vulgaridad diaria.
Pero, para que se vea que uno no pierde pie en la puñetera realidad, ahí va la anécdota que se cuenta de aquel director de orquesta que, en un ensayo, llamó la atención de una violonchelista algo torpe, a quien dijo: “Señorita, tiene entre las piernas el instrumento más delicado del mundo y a usted sólo se le ocurre rascarlo”.
-Jó, eres un esteta, solía decirme aquella compañera de trabajo - sindicalista ella y habituada a bregar en un campo donde no caben sensiblerías - cuando nos cruzábamos en aquel pasillo del AHN que parece la crujía de un claustro monacal. Y me lo decía en un todo amistoso y condescendiente, como quien dice “eres un rarito inofensivo”.
Ya lo ves, improbable lector, qué cosa es la vida: esteta y, ahora, jubilata. Y es que uno no aprende con el paso del tiempo…
À bientôt.
Quite, quite, Sr. Viator. Donde esté una mujer con un arpa...
ResponderEliminarA mi me gustan mas los musicos de pie de calle, los de la flauta desafinada, los del perro mugriento enrollado a sus pies, los de la mochila y el chaleco, de la sonrisa y el improperio. Los encuentro más espontáneos, más auténticos.
ResponderEliminarCon su permiso, pero es que es como la otra cara de tu visión estética, un video divertido con una visión muy diferente del chelo
ResponderEliminarhttp://www.youtube.com/watch?v=OGM7PsXGkgg&feature=player_embedded