sábado, 26 de septiembre de 2015

Cuarto y mitad de independencia.-


Es inevitable estos días andar a vueltas con lo de Cataluña, si se van o se quedan, y uno no consigue tener las ideas claras. Si – un suponer – un servidor fuera parado de larga duración, con residencia en L´Hospitalet de Llobregat, aun siendo nacido y oriundo por los cuatro costados de Villamalea, lugar de la Manchuela albaceteña, estando las cosas como están en la madre patria, me convertiría a la verdadera fe catalanista, a ver si, cambiando de amo, mejoraba de suerte.

Porque de eso se trata y eso le venden al personal de allende el Ebro: mejor solos que mal acompañados, más habiendo pela a repartir de por medio. Porque, a fuer de sinceros, ¿quién puede sentirse vinculado a una patria donde más de 35.000 personas viven en la calle mientras los albergues para indigentes reparten 55.000 comidas al día (según el 20 Minutos del pasado martes); donde el 27,3 % de la población está en riesgo de pobreza o exclusión social; o donde el número de los muy ricos ha crecido en un 40% desde 2008, en tiempos de la dura crisis para casi todos?

Solo que aquellos que ven en la independencia un remedio a sus males no conocen la recomendación que hacía Ignacio de Loyola a sus tropas: En tiempos de desolación, nunca hacer mudanza. Si hacen mudanza saldrán de unas manos españolistas para caer en otras catalanistas; y lo que es peor, luego no sabremos a quién van a echarle las culpas, cuando los recursos a repartir sean inversamente proporcionales a las necesidades, y España ya no esté allí para reprocharle que les mete la mano en la faltriquera.

De cualquier manera que sea, estando la cosa como está, uno entiende que soltar el lastre del lado de acá del Ebro sea una opción, ya que Cataluña genera suficientes riquezas para repartir entre sus habitantes. Solo que nadie les va a explicar que en el reino de Jauja atarán los perros con longaniza los mismos que ahora gritan ¡¡Independencia!! llevándose la mano al corazón, junto a ese bolsillo donde, previamente, han guardado la cartera. Pero el dinero no cree en fronteras, no nos engañemos: la mordida del 3% de la familia Pujol y Asociados, por mucho que le pongan música de Els Segadors, no tiene patria. Como no la tienen los negocios de la familia Aznar-Botella por mucho que españolee su patriótica FAES.

Lo que tampoco uno tiene claro – la cosa política de estos reinos resulta complicada – es en qué cambio de agujas la C.U.P y Esquerra Republicana han abandonado la vía estrecha del internacionalismo proletario para pagar el peaje en la autopista del nacionalismo burgués. A quienes no estamos al tanto de sus entresijos ideológicos se nos hace un mundo eso de que, en nombre de la libertad, levanten fronteras y dividan pueblos. ¡Si el abuelo Marx levantara la cabeza!

Este jubilata, que lo es a tiempo completo, no para de darle vueltas a las cosas, no sabe a qué carta quedarse ni qué actitud tomar ante una ruptura unilateral ¿ha de indignarse con justa indignación patriótica? ¿Ha de mirar para otro lado y decir: ahí os pudráis? Menos ir a la frontera del Ebro a pegar tiros, caben muchas opciones: desde un atemperar la beligerancia verbal, desactivar agravios imaginarios o reales y buscar entendimientos, hasta vivir de espaldas, como quien riñe con el cuñao, y es para toda la vida.

Porque si uno mira al palacio de la Moncloa o al palau Sant Jordi, a ver qué resolución toman sus inquilinos, lo primero que ve es que Mariano o Arturo responden a una misma forma de entender la sociedad neoliberal, y que ambos aplican las mismas fórmulas para los mismos problemas sociales: austeridad para casi todos, recortes para el común de los ciudadanos, depreciación del valor y la dignidad del trabajo, leyes represivas, ocultación de la corrupción, triunfalismo oficial…, mientras juegan a ver quién es más patriota, cada cual en su bando. 

Y mientras, la gente hace desfiles multitudinarios por la avenida Meridiana con uniformidad, disciplina, consignas y estandartes; espectáculo a medio camino entre la estética de movimiento de masas al estilo fascista y la celebración de la Champions Leage. Ardor patriótico por ardor patriótico, de este lado de la raya, ya que somos menos disciplinados y más Viva la Virgen, saldremos a la calle (saldrán) a cantar el himno españolista por antonomasia, tan manolo-escobareño él: “La gente canta con ardor ¡Que viva España! La vida tiene otro sabor y España es la mejor”. Chis-pún.

Eso sí, pase lo que pase, seguro que habrá negocio de 3% y Mas pastoreando la feliz Arcadia catalana - al ser menos a repartir -, y una masa enfervorizada y feliz de tener una patria, o dos. Un servidor, para consolarse, meterá la cabeza entre las hojas de Doktor Faustus, de Thomas Mann, un lugar bello, alejado de las miserias de cada día. 

viernes, 18 de septiembre de 2015

Minimaliza, que algo queda.-





Mientras esperamos a ver si, de una vez por todas, logramos independizarnos de Cataluña (dī fauentēs!) y de sus inacabables reproches, este jubilata ha hecho su particular rentrée con la visita a una exposición en el palacio de Velázquez, en el parque del Retiro.

El improbable lector puede creer bajo palabra que un servidor nunca antes había oído hablar de Carl Andre, hasta que el museo Reina Sofía ha traído esta muestra. Sí sabía algo del arte minimalista, aunque no que mr. Andre se adscribiera a este movimiento en un intento de borrar la subjetividad expresiva mediante el empleo de materiales industriales donde su frialdad geométrica anula el impulso vital, la impronta que todo artista deja en sus obras. Dicho sea lo anterior sin otro ánimo que el de expresar lo que el espectador creía entender a la vista de lo que allí veía.

Pero, según es costumbre en todo creador, Carl Andre juega con las cartas marcadas, y el avisado espectador, que lleva mucha mili hecha desde las korai arcaicas griegas hasta los ready-made de Duchamp, lo sospecha con fundamento. “Mi arte surge de mi deseo de que haya en este mundo cosas que, de no ser así, nunca estarían allí”, dice Andre; por eso la exposición Escultura como lugar, 1958-2010.  Por eso estas “cosas” que el artista pone en el mundo, porque, si no las pusiera él de una determinada forma, nunca estarían allí, no tendrían existencia en cuanto que conjunto de objetos organizados según una disposición preconcebida.

Para reducir la obra a su mínima expresión, Andre emplea materiales industriales como ladrillo refractario, planchas de metal laminadas, troncos rectangulares de abeto canadiense, rodamientos, tubos y tornillos distribuidos aleatoriamente. Y lo hace para que el observador se lo crea. Para que se crea que el artista ha minimizado su creatividad hasta verla reducida a no  ser más que un lugar escultórico de objetos sujetos a geometría y proporcionalidad de volúmenes. Tres dimensiones en el espacio, huérfanas del élan vital del que nos hablaba Bergson. ¿Qué mayor minimalismo que borrar la huella del creador?

Pero este cronista, en su papel de espectador curioso, caminando con tiento por los espacios blancos de la sala de exposiciones, ya ha caído en la cuenta que la mera disposición de los elementos en el espacio nos habla de la intención del artista. Su ego creativo es tan grande, salvando todas las distancias y sin que se me escandalice el improbable lector, como el de Velázquez en medio de sus Meninas. Con supuesta modestia de genio creador, nos pone ante una espiral de chapa metálica tendida en el suelo o ante una fila de ladrillos refractarios y parece decirnos: "Veis, he reducido eso que llamamos convencionalmente arte a una sucesión de objetos manufacturados en serie. He reducido el espíritu artístico a su mínima expresión".

Solo que nos escamotea otra realidad que, de puro evidente, ni la vemos: los materiales empleados, sus texturas rugosas, ásperas o pulidas, la disposición en el espacio, responden a una intención artística preconcebida: "Las cosas son así porque yo las he dispuesto así, y tú, espectador, calla, observa y trata de entender mi forma de modelar la realidad", parece como si nos estuviera advirtiendo. Pero, ¿qué pasaría si el espectador decidiera suplantar al artista y cambiar esa realidad?

Bien podría ser que cada visitante cogiese uno de esos maderos rectangulares de abeto canadiense, se los echase al hombro y los soltase en el cercano estanque del Retiro. Sin proponérselo, habrían conseguido una escultura fluctuante a merced del pequeño oleaje que se produce en el estanque; una escultura siempre cambiante, como la no-silenciosa composición musical 4.33 de John Cage. Porque el espectador – y quien dice el espectador dice el ciudadano –, o participa en la creación artística y en su propio devenir, o es un burro de ramal que va por donde creadores, artistas, salva-crisis, funda-patrias, mistagogos de toda ralea y demás manipuladores de la estética y la puñetera realidad quieran llevarlo.

En esas cosas y otras que no se dicen para que el jubilata no pase por más alambicado de lo que conviene para medrar en el rebaño, pensaba mientras observaba las diagonales en el alineamiento de 100 piezas de hormigón que, bajo el título Lament for the children, había en el centro de la sala. 

Si no te fías - y no te faltaría razón -, suspicaz lector, ve y compruébalo tú. Además, los árboles se están vistiendo de otoño y eso ya justifica un paseo por el Retiro. 

miércoles, 9 de septiembre de 2015

Escribir por escribir.-


El regreso de las vacaciones veraniegas y comienzo de curso (también los improductivos iniciamos curso, aunque sea de mentirijillas) es buena ocasión para dar un repaso a lo hecho antes del parón estival. En este caso, ha servido para echar un vistazo retrospectivo a esta bitácora y sus entradas, publicadas casi semanalmente, y comprobar que ya van 384. Si pudiese dárseles un sentido temático único y una coherencia narrativa, mire usted por dónde, saldría un tocho literario considerable que pusiera a su autor en el parnasillo de los literatos populares. Aunque, cosas de la huidiza fama, uno se quedará en bloguero del montón.

Leyendo hace ya algunos tiempos Le Nouvel Observateur, me tropecé con esta frase: On n´écrit pas impunément huit mille pages de “Journal” sans raconter des conneries (No se escribe impunemente un Diario de ocho mil páginas sin decir alguna gilipollez). La cosa venía a propósito de los Diarios de Paul Léautaud, literato francés, muerto en los años cincuenta del pasado siglo, del que yo no tenía mayor idea y sigo sin tenerla. Viene al caso porque no es que este jubilata lleve miles, pero sí algunos cientos de páginas desde que le tomó esta afición por la crónica encapsulada en forma de bitácora internautica - que el improbable lector tiene ante sus ojos - y seguro que entre ellas las conneries son abundantes y hasta de grueso calibre.

Claro que un servidor no tiene una fama literaria que defender, lo cual es un alivio enorme. Aunque, por otra parte, el pundonor le exige a uno un acto de rebeldía, aunque sea testimonial. Para eso nada como recurrir al popular chasonier Georges Brassens: Trompettes de la Renommée, vous êtes bien mal embouchées!  Pues sí, las trompetas de la Fama desafinan horrorosamente.

Por esa razón, lo mejor es aceptar el destino con estoicismo senequista sin necesidad de abrirse las venas. Basta con recordar lo que dice el poeta Horacio: Ducunt volentem fata, nolentem trahunt: el Hado guía a quien lo acepta; a quien no lo acepta, lo arrastra. Y uno, la verdad, no querría verse arrastrado por un dios tan imprevisible y veleidoso. Para ello no es necesario practicar la fe del carbonero (creo porque no comprendo), basta con echar mano de la filosofía casera para encontrar algún consuelo.

Lo que me recuerda a Herminio aquella vez que estaba filosófico. Herminio es mi relojero; o sea, el que me limpia y arregla los relojes de bolsillo desde hace más de 30 años. El hombre estaba sentido todavía por la muerte de su padre, que sucedió hace ya un tiempo. La fugacidad del tiempo es cosa de su oficio, puesto que él repara las máquinas que lo miden, y sabe que detrás de todo tiempo hay un mecanismo, con su tic-tac imparable, que nos lo va devorando con la excusa de su medición.

Lo que me llamó la atención fue que sus reflexiones filosóficas sobre la finitud de las cosas tenían un componente hedonista del que él no era consciente. En una esquina del mostrador estaban las herramientas que usaba el padre para desmontar y limpiar relojes, cuyas piezas ya limpias, colocadas en cajitas, brillaban como la patena. Se  echaba de ver que era un hombre minucioso y trabajaba con la meticulosidad propia del oficio. Allí seguía todo y, Herminio, echando un vistazo al rincón vacío donde siempre había trabajado su padre, el viejo relojero, me habló de todos los afanes de la vida para, al final, no llevarse nada material al otro barrio, y que la única realidad es lo que uno haya podido disfrutar de la vida.

Me invitó a que viviese y disfrutase, porque es el único bagaje que tiene algún valor. Un ejemplo de filosofía práctica, un carpe diem de comercio de barrio que nacía de la experiencia y de los afanes diarios. Cuando me cobró 40 euros por el arreglo del reloj y me quejé de lo caro que era el apaño, me consoló diciendo que lo importante era que lo disfrutase. Yo pensé, pero no se lo dije, que hubiese disfrutado más si, en lugar de los 40, me hubiese cobrado 25. Claro que tampoco merece la pena interrumpir unas reflexiones filosóficas por culpa de un puñado de euros. 

Y, como estábamos a primeros de años, a modo de consolación, me regaló un calendario con esta recomendación: “Para que sepas en qué día vives”. Definitivamente el tiempo hace de los relojeros, filósofos.

“Gelatinosa textura cromática”. La frasecita es una exquisitez que soltó un refinado comentarista de Radio Clásica, a propósito de una pieza que ya ni recuerdo. La frase era más llamativa que la propia pieza musical y por eso la anoté, y he encontrado la nota por ahí; por eso, ya que me tomé el trabajo de apuntarla, la dejo aquí escrita. El comentarista de marras, a su modo, les dio un meneo a las trompetas de la Fama. 

lunes, 31 de agosto de 2015

Crónicas de Frigiscalpia, y IV.- Una escapada.-

Agosto es mes fiestero y en Rascafría no podía ser de otra manera. Solo que los ruidos nocturnos - o músicas, según otros criterios – se cuelan a lo bruto en nuestra casa de alquiler y en  nuestro dormitorio hasta pasadas las cuatro de la madrugada. Y un servidor, convencido de que un parque natural es lugar donde la contaminación acústica está de sobras, por mucha fiesta patronal que se celebre, hace las maletas y aprovecha para subir a Navarra, a ver a la familia.

Visitar a los primos, oficiar en la cofradía de Pantagruel ante una mesa bien provista (pichoncicos en cazuela, ajoarriero, chilindrón, pimienticos de Lodosa, de postre trenza del Reyno…), tertuliar por las tardes delante de la puerta de casa o hacer excursiones por los pueblos navarros, son actividades casi de obligado cumplimiento.

Alguna vez, siendo mozo, oí cantar esta letrilla: Beriáin es tan pequeño / que no se ve en el mapa /pero criando cutos /nos conoce hasta el papa. Entiéndase por “cutos” a los cerdos, gorrinos o aínos. Beriáin, que fue aldea de agricultores y hoy es como un barrio dormitorio de Pamplona, tiene dos personajes de lustre: el general Marcelino Oraá y este jubilata, ambos nacidos (cada cual en su época, claro),  en la misma casa, a la que en tiempos de mi abuelo llamaban Casa Lecaun.  

Aparte esos lustres, tiene una bonita leyenda: El 12 de abril de 1127 se consagró la catedral románica de Pamplona con la asistencia de numerosos obispos. Pero resulta que tres de ellos quedaron retenidos en Beriáin a consecuencia del desbordamiento del río Elorz y fueron agasajados por los vecinos. En agradecimiento, estos obispos consagraron la iglesia parroquial, la única que se consagró en la  Cuenca de Pamplona, y de eso hemos presumido siempre los beriaineses. Queda como recuerdo de aquel episodio el astelen iru burugorri, o lunes de las Tres Cabezas Rojas (por las tres testas mitradas), leyenda que se conmemora en una placa al pie de la torre. 

Tenía, también, en las afueras, una necrópolis del S. XI al XIII que quedó arrasada en tiempos de la apisonadora inmobiliaria; aunque, a decir  verdad, sus ajuares funerarios y sus enterramientos en cistas modestísimas no daban para mucho interés arqueológico. Se hicieron excavaciones, se levantó un plano con la distribución de las sepulturas, se estudiaron los esqueletos allí depositados y sus escasos ajuares, y la excavadora se llevó todo vestigio por delante. Una fila de chalés clonados e impersonales ocupa su lugar.

Visitar Elizondo, capital del valle de Baztán, resultó muy interesante por su típica arquitectura montañesa y sus casas palaciegas. Lástima que, en lo más granado del pueblo, se veían colgados, de parte a parte de la calle, los trapos negros que simbolizan la mítica patria del irredentismo euskaldúnico, exigiendo el retorno de los morroskos del gatillo patriótico. Se ve que las autoridades locales aún andan con la boina ideológica encasquetada hasta las cejas y las neuronas a falta de oreo.

Más interesante que el aldeanismo étnico resulta recordar que los vecinos de la villa fueron reconocidos como hidalgos por privilegio de Carlos III el Noble y que baztanés era el adelantado Pedro de Ursúa, el de la expedición por el río Marañón. Según es sabido, el guipuzcoano corcovado Lope de Aguirre le envió a la gloria eterna por celos del mando, lo que dio origen a la célebre expedición de los Marañones. Recuérdese La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, de Ramón J. Sender.

A Amaiur, o Maya, según la doble grafía de la zona, se accede a través de un vistoso arco dieciochesco y, en su monte Gaztelu, conserva los restos de un castillo medieval,  posteriormente modificado para artillarlo, donde se refugiaron en 1522 los últimos defensores del reino de Navarra frente a las tropas castellano-agramontesas tras la anexión de Navarra al reino de Castilla. Como la sensibilidad eusko-patriótica anda a flor de piel por todas estas tierras, en las cartelas explicativas se habla de “conquistadores”, olvidando que el viejo reino cayó a causa de las guerras banderizas señoriales entre agramonteses (partidarios de la corona francesa), y beamonteses, partidarios de Castilla. 

Si nuestra Navarra hubiera estado del otro lado de los Pirineos, como es el caso de las viejas provincias del reino, la Baja Navarra o Iparralde, ahora seríamos franceses (y el irredentismo seguiría vivo, pero victimizado por otro opresor), pero la estratégica barrera pirenaica jugó a favor del expansionismo castellano. Sin embargo, la Baja Navarra fue abandonada al francés en tiempos del emperador Carlos V sin dar un arcabuzazo.

Zugarramurdi es un caso de manual de histeria colectiva, inducida por las autoridades eclesiásticas en el S. XVII. Creo que no fue ajeno a aquel aquelarre inquisitorial el prior del cercano monasterio de Urdax, quien denunció las prácticas paganas, y por lo tanto demoniacas, de los habitantes del lugar. El proceso inquisitorial de Logroño, de 1610, provocó una locura colectiva en la que los vecinos se acusaban mutuamente de adorar al Gran Cabrón y practicar orgías contra natura en la famosa cueva. 

Hoy día aquello es un hervidero de turistas franceses y españoles que perturba la tranquilidad del lugar. La pobre cueva es actualmente un atrezo brujeril saca-dineros donde el macho cabrío satánico, si apareciese, se vería acosado por docenas de cámaras fotográficas y  smartphones de esos, y no podría ejercer los orgiásticos misterios con su corte brujesca que tanto preocuparon a los señores inquisidores de otrora. El turismo de masas ha jodido el misterioso revoloteo de las sorguiñas por aquellos bosques umbríos y las pócimas del abracadabra se venden en las tiendas de recuerdos con etiquetas made in China, junto con el queso de oveja lacha. Sin embargo, en la cueva se celebra actualmente el solsticio de verano y una bacanal gastronómica de carneros asados, lo que llaman  ziriko-jate, lo cual recuerda viejos esplendores.

Y aunque la montaña navarra es como la chica guapa que a todos gusta, viajar por la Navarra Media es como retroceder a tiempos pretéritos. 

Con sus viejas casas en
piedra, blasonadas, sus viejos castillos palaciegos de cabo de armería o sus iglesias románicas con sus torres fuertes, tiene la belleza del mundo rural  que se ha detenido en el tiempo, un poco alejada del tráfago de la Cuenca de Pamplona, de sus autopistas e industrias. 

Si uno se acerca a Olleta puede ver su interesante iglesia románica (actualmente en obras de restauración), con el puente románico que permite el paso al atrio, o su portada con un crismón en el tímpano y alguna lauda sepulcral semicubierta por la maleza. En el interior, la linterna sobre trompas que están soportadas por dos arcos fajones de las naves y dos apuntados en los laterales. (Si la memoria no me falla y la terminología de Arte no la he olvidado). Y si no, ahí cerca de la carretera general está Barásoain, o, camino de la Valdorba, el Cristo de Cataláin, o Eunate y Torres del Río en el camino francés…

Los castillos de cabo de armería son, dentro de la historia navarra, una característica singular. Se trata de caserones fortificados que pertenecían a las cabezas de linaje, lo más conspicuo y antañón de la nobleza navarra, con asiento en cortes, exentos de hueste y alojamiento de tropas y con  jurisdicción señorial. Los hay medievales, góticos, barrocos, desde adustas casas fuertes a hermosos palacios, según la época. 


El de la foto es el de Sansomain, con ventanas geminadas y rematadas con arcos conopiales en su fachada noble. Como es un coto redondo, de titularidad privada, no pudimos acercarnos más para ver su fachada con detalle.


Y como éstas son crónicas frigiscalpianas – las últimas del  verano -, no está de más volver al valle de Lozoya a terminar el ferragosto. Cuando se entra en el valle por la M-604 desde la autovía de Burgos, pueden verse carteles que dicen: Bienvenido al valle de los neandertales. Se refieren a las excavaciones arqueológicas del Calvero de la Higuera, del otro lado de la cola del pantano de Pinilla. 


Este agosto la campaña de excavaciones no ha comenzado hasta la segunda quincena del mes, supongo que por escasez de dotación económica. Quizás – es un suponer sin fundamento – debido a que, de estos dineros para pagar el bocata de mortadela y la litera en el albergue a los estudiantes que pasan el día de sol a sol con la espátula y el pincelito, ha habido que detraer parte para sustentar la sinecura que se le ha concedido al señorito Wert para que juegue a ser diplomático de la O.C.D.E. en París. A los viejos neandertales tampoco les va a importar gran cosa que excaven en la intimidad de sus cuevas apenas dos semanas al año, ni  los aprendices de arqueólogos aspiran a un porvenir glorioso, apenas a desenterrar algún útil paleolítico.

No hay por qué quejarse por tan poco: lo del señorito Wert es de justicia, ya que, cuando se sirve bien a los intereses del Sistema, éste sabe ser generoso. Sin ir más lejos, este jubilata – que no ha dado un ruido en su vida – disfruta de una capellanía vitalicia en forma de pensión de clases pasivas con la que se va apañando. Ahora bien, chofer ni cocinera, como el ex ministro, de eso no tengo, no...

jueves, 13 de agosto de 2015

Crónicas de Frigiscalpia, III.- Caminos y molinos.

El jubilata, en oficio de veraneante a tiempo completo, dedica muchas horas a andar por los caminos del valle. Tanto es así que, un poco cansado de trillarlos cada día, arriba y abajo, decide tomar al azar esas pequeñas sendas que atraviesan el bosque de robles, un poco sin orden ni concierto, a ver qué encuentra. 

A veces, son caminitos que el ganado ha ido abriendo para acercarse al río o a los arroyos buscando dónde abrevar; otras, son viejas sendas en total abandono que la gente del valle transitaba en tiempos para ir a la huerta, a las tierras de labor o a los prados. Eran caminos que el desuso ha hecho caer en el olvido y la naturaleza se ha ido encargando de cerrar.

La aventura de meterse por ellos está en descubrir un pequeño manantial, un navazo embarrado por las vacas, donde crecen matas de poleo, aún en flor, sentir algún arrendajo asustado de tu presencia, que grazna entre el ramaje del robledo, o una yeguada que descansa a la sombra de un gran fresno.

Esos caminos, si uno se lo propone, le pueden llevar a conocer lugares interesantes. Así, el jubilata, que siente curiosidad por las viejas artes industriales de este pueblo serrano, ha encontrado un motivo de entretenimiento y aprendizaje, y es localizar y visitar los viejos molinos harineros que, hasta los años sesenta del siglo pasado, estuvieron en funcionamiento. Son pequeñas industrias que tienen su pedigrí, ya que de ellas se hace mención en el catastro del Marqués de la Ensenada, y Pascual Madoz también dio noticias de su existencia. Lástima que actualmente son una pura ruina.

Por el arroyo del Artiñuelo arriba, por el camino que va a la vieja presa, está el molino del Cubo. Hay que pelearse a brazo partido con la maleza si uno quiere acercarse a él o entrar en su recinto. Solamente una pared a dos vertientes se mantiene íntegramente en pie, pobre construcción de sillarejos cogidos con argamasa de arena y cal. Su puerta es un hueco cubierto por un arco rebajado, en ladrillo. Tiene dos ventanas con los montantes también en ladrillo. Era construcción rectangular, con tejado a dos aguas, según muestra la única pared en pie,  y cubierto de tejas árabes. 
En el foso, una piedra de moler, caída sobre los restos de la construcción, ve pasar los días, los años y hasta los siglos sin otra ocupación que cubrirse de zarzas.

El sistema de acumulación de agua era de los que  se llamaban “de cubo”, que permitía recoger una gran cantidad de líquido. Es propio de cursos de agua con fuerte estiaje. Según parece, este molino no molía en verano.

El molino de Briscas – cerca del manantial de Las Suertes, al otro lado del río Lozoya - está en estado aún más ruinoso y entrar en su interior supone cierto riesgo porque los muretes interiores que dividen el recinto tienen las piedras sueltas, y una gran viga maestra, carcomida, lo recorre transversalmente de pared a pared, esperando la mínima excusa para venirse abajo; eso sin contar que hay que entrar a bastonazo limpio, como quien maneja un machete, para abrirse paso entre zarzales.

También es  un edificio de planta rectangular, pero no diáfana, ya que su parte izquierda estaba dividida en tres huecos, separados por dos muretes a medio desmoronarse, y un ventano en uno de esos muros para comunicar dos de dichas habitaciones. Toda la viguería, podrida,  y el entablamento del techo, se amontonan por paredes y suelo. 

En el tercer cubículo, que debía ser el de la maquinaria para la molienda, porque da sobre el foso, caída sobre las ruinas, una buena piedra con dos cinchas circulares de hierro abrazándola y una placa ovalada que dice “Piedras de exposición. Antonio Rivière. Plaza de Matute 10 Madrid”. La alberca que alimentaba la fuerza motriz no se alinea perpendicular, sino transversalmente al edificio.

Este edificio tiene mejores materiales constructivos: los muros son de mampostería, enfoscados con cemento, reforzados con potentes sillares en las esquinas, y la puerta está enmarcada por tres sólidas piezas pétreas de labra sin desbastar. También fue edificio a dos aguas y cubierto con buenas tejas árabes que aún pueden verse por el suelo. Lo que no ha impedido su ruina de pura desidia. 

Sé, (porque las interesadas me lo han contado) que quisieron comprarlo para instalar un museo etnológico, pero los propietarios se negaron, alegando que era de propiedad antigua de la familia. Ahora apenas se divisa la puerta desde el camino y un trozo de muro, todo ello entre zarzas, matorral y vegetación asilvestrada.

El molino de Bartolo es el único que sigue en pie, pero no se puede visitar su interior porque la puerta está protegida por un buen cerrojo con candado. A diferencia de los anteriores, su planta es en L. La construcción es en mampostería reforzada con recercado de ladrillo en las jambas de la puerta y ventanas. Es edificio a dos aguas y cubierto de buena teja árabe.

Dos veranos he tardado en encontrarlo, debido a lo recóndito del lugar. Sobre el plano no había duda de su ubicación, pero sobre el terreno resultaba casi imposible acceder a él. Fue cuestión de serendipia dar con él, gracias a que un paisano me dijo que por allí había un camino que cruzaba el río. Efectivamente, también está al otro lado del río, como el de Bristas, pero el acceso es a través de un camino carretero abandonado que entra en diagonal en el río, por un vado, gira hacia la derecha en ángulo pronunciado y, bajo un terraplén, aparece el edificio. Puestos a averiguar, descubrí un mejor acceso por una senda casi borrada, que sube terraplén arriba, hasta salir a una antena de telefonía, lugar desde donde no se ve vestigio de ese antiguo sendero, por el cual, según me han dicho, en tiempos se bajaba con los borriquillos a las huertas que había por la zona.

Pues, eso. El improbable lector puede ver, si es que ha leído hasta aquí, en qué gasta su tiempo el jubilata veraneante: en descubrir caminos y visitar viejos molinos. Y la cosa da para más, aunque en esta bitácora estival nada se ha dicho de los Batanes, lugar perteneciente a la antigua cartuja de El Paular, donde se abatanaban paños y había un molino papelero. 


Apenas he encontrado referencias bibliográficas y no parece que nadie haya hecho un estudio sobre su sistema hidráulico (hay, al menos, dos estanques y otro menor) y cursos de agua para alimentar la maquinaria. Algo se dice en  “El Sexmo de Lozoya. El Paular y Rascafría, 1790 -1824” de Álvarez Casavera, 1982, tesis doctoral que puede leerse en la biblioteca pública de Rascafría.

Ya ve el paciente lector, con estos calores y por esos caminos…, manías en que dan los jubilados  ociosos.

lunes, 20 de julio de 2015

Crónicas de Frigiscalpia, II.- Las rutinas del veraneante.-

Vivimos un verano que tiene todas las pintas de ser un crematorio a fuego lento, un anticipo de aquellas calderas de Pedro Botero con que nos amenazaban a los que un día fuimos niños de doctrina y hoy estamos en edad provecta. Esos “provectos” a los que en tiempos pasados se llamaba “viejos” y hoy se les denomina seniors, jubilados, tercera edad, en una colección de eufemismos que intenta ocultar la jodienda de los deterioros físicos y el paso del tiempo. Un lifting verbal para ocultar las arrugas vitales que el tiempo nos va dejando.

No es una queja que este jubilata se crea con derecho a hacer - la de ser jubilado rugoso  mental y físicamente -, ni tienen motivos para ello, por lo menos mientras la pensión nos mantenga por encima del nivel de subsistencia; cosa que va ocurriendo hasta tanto los gobernantes actuales no se terminen de cepillar la hucha de las pensiones, que paso sí llevan de ello. Es más bien la constatación de un par de evidencias: que este verano hace un calor del carajo y que un servidor va para setentón. 

En ninguna de las dos tiene parte responsable. O sí, según se mire: En lo del calor, cosa del cambio climático, como individuo de la especie animal (variedad Sapiens omnivoro) que está esquilmando el planeta, alguna participación tiene; en cuanto a lo de la edad, por la simple razón de haber vivido todo ese tiempo, algo está contribuyendo. Aunque, bien mirado, es una responsabilidad impuesta por las circunstancias. Si uno fuera jupiteriano o venusino, seguro que las circunstancias serían otras y las responsabilidades, distintas. Pero nunca sabremos si allí hay consumo compulsivo, vacaciones estivales y jubilados ociosos y con las ideas torrefactadas.

Le preguntaron a Buda en cierta ocasión por qué, cada día, a la caída del sol, sentado a los pies de un ailanto, se abstraía mirando una ramita que mecía el viento. Así todos los atardeceres, hasta que el cielo se estrellaba. Intrigaba a sus discípulos aquella rutina tan sin sustancia en un hombre capaz de dar respuestas a  grandes angustias de la humanidad como es el afán de eternidad del hombre a pesar de su finitud. Buda les respondió que en el leve mecer de aquellas hojas se concentraba el sentido de la existencia humana.

No sabemos si sus seguidores entendieron la parábola. Este jubilata tampoco está seguro de haber dado con la respuesta, pero la anécdota le sirve perfectamente para justificar una vida de veraneante rutinario. Lejos de los ruidos de la capital del reino, despertándose a la amanecida con el canto de los pájaros (ese jodido mirlo que vive en nuestro pequeño jardín y empieza a alborotar en cuanto despunta el primer rayo de sol), ese chopo airoso que se ve desde la cama, meciéndose contra el azul del cielo y acariciando las  nubes madrugadoras que lo cruzan, son un anticipo de las pequeñas rutinas diarias.

No hay mucho que hacer estos días de canícula (más que canícula, gran perra, que dijo Chus),  si no es calarse el panamá, coger un bastón de punta herrada y echarse a los caminos, buscando la sombra de los robles y los fresnos. O si no, acercarse a la orilla del río, ese pobre Lozoya tan menguado de agua que baja este año, y pasear bajo los pinos de la orilla. En los pastizales próximos, cubiertos por una capa de hierba amarillenta y reseca, las vacas, indiferentes al paso del caminante, sestean bajo los árboles. El paseante, ocioso y sudoroso, se sienta en la orilla del río y, como un nuevo Buda abstraído en el suave mecer de la ramita de ailanto, observa, ve, oye y saborea el murmullo del agua.

No es mucho. El jubilata no tiene la grandeza del maestro Buda, ni ve en el mecerse de las ramas el sentido de la existencia humana, solo busca un poco de frescor mientras piensa en la hucha de las pensiones y en que en cuatro días será setentón: el tiempo de ocio es mucho y da para estas rumias.  

Aunque sí se siente uno un poco franciscano y es cierto que le gustaría departir un rato con los animalejos que habitan el bosque. Pero el hermano arrendajo o el hermano rabilargo, revoloteando entre las ramas del robledo, no gustan de la compañía humana, ni se fían un pelo. La hermana vaca pasa muy mucho del bípedo del sombrero y la garrota, y la hermana cigüeña es gente de altos vuelos y no da pie a una conversación con un vulgar veraneante.

El otro día, sin ir más lejos, cerca del arroyo Aguilón estaba un lagarto verde que se dejó observar durante casi diez minutos. “Hermano lagarto”, le decía con amor fraternal, “charlemos de nuestras cosas”. Él se limitaba a mirarme de hito en hito, no muy convencido de la fraternidad que yo le ofrecía. Bien por desconfianza natural, bien porque yo no dominaba el lenguaje con que Francisco de Asís hablaba al hermano lobo y a la hermana oveja, el lagarto hizo un quiebro y se perdió por una resquebrajadura.

Sin interlocutores, volví a acordarme de la hucha de las pensiones y de lo necesario que me resultaría un lifting de esos que planchan las arrugas de la vida. 

miércoles, 8 de julio de 2015

Crónicas de Frigiscalpia, I.- Vivimos sobre un museo.-


No estoy seguro de haber escuchado nunca antes el sonido de un rabel, pero sí estoy seguro de que no había tenido uno en mis manos hasta el pasado domingo, día 5 de julio, cuando se inauguró el Museo del Traje Hermanas Miñambres que está en el mismo edificio de nuestro apartamento de alquiler.
El dueño del rabel me lo puso en las manos, pisé sus tres cuerdas con las yemas de los dedos y no se me ocurrió otra que rascarlas con el arco. Nunca lo hubiera hecho, ¡pobre animalito!: empezó a quejarse con estridencias descompuestas hasta que lo devolví a quien bien lo sabía tañer.

Una vez en poder de su amo – estábamos celebrando la inauguración con presencia de varias agrupaciones folclóricas de estas sierras – acompañó, alegre, junto con un pandero, una serie de coplas que cantaban los de Arrabel. Una sí recuerdo, porque hacía alusión a un tejo y con ciertas malicias de doble sentido de connotaciones eróticas. La copla decía así:

En lo alto tu tejado,
Relumbrando un tejo vi.
Nadie daba con el tejo,
Yo con el tejo di.

En la visita a la sala de exposiciones algo aprendí que, posiblemente, el improbable lector ya sabía. Y ello es la diferencia entre un mantón de Manila y un manto de ramo: el primero se hizo popular en España gracias a llamado "galeón de Manila", que hacía la ruta entre Filipinas y Panamá, llevando los tejidos de seda china con la que se confeccionaban estos mantones. El segundo es el pañolón usado en el medio rural hecho de fina lana merina y adornado con un ramo de flores bordadas en una de sus esquinas. De unos y otros hay muestras en la exposición. 


También puede verse una Maya entronizada con su rico ajuar. Si no recuerdo mal, en Colmenar Viejo y en El Molar se siguen celebrando estas fiestas, a la que Caro  Baroja dedicó alguno de sus estudios del folclore peninsular. También en el libro sobre "La Ruta del Arcipreste", de Guillermo Gª Pérez se habla de ello.


No estará de más decir que este pequeño museo es fruto del empeño personal de las hermanas Miñambres, al que llevan años dedicadas, tanto recogiendo material como clasificándolo según sus lugares de origen, para reproducir trajes fieles en su diseño a los usados hace no tantas generaciones en el medio rural. Han sido años de esfuerzo y labor discreta. 

Nosotros, la santa y yo, en estos últimos veranos, las hemos visto afanarse día tras día para equipar el museo, organizarlo, instala luces, montar vitrinas. Siempre con ayuda de familiares o amigos que han aportado sus conocimientos técnicos o han cedido materiales etnográficos que sirven para poner en contexto el conjunto de la sala. Ha sido un proyecto estrictamente privado, sin ayudas oficiales y con más ilusión que medios.

Aunque somos veraneantes ociosos, por el simple privilegio de vivir en el piso de arriba, hemos podido asistir al comienzo de la andadura de esta sala de exposiciones que recibe el nombre de Museo del Traje Hermanas Miñambres. Y lo interesante del asunto no es solo que dos mujeres hayan puesto todo su empeño y sus conocimientos en recoger, clasificar y exhibir prendas de época y de uso habitual en el medio rural hace no más de tres generaciones, sino que el evento es ocasión para descubrir que aún existen personas que mantienen vivo el entusiasmo por recuperar y mantener tradiciones que hemos dado por perdidas desde que el pueblo soberano vive enganchado al Wasap y otros artilugios electrónicos.

En efecto, para la inauguración se dieron cita agrupaciones como La Trocha, grupo de baile del mismo pueblo de Rascafría, cuyas coreografías monta María Miñambres, Entresierras, que monta talleres de música tradicional y enseña a tocar instrumentos como la zamfoña, el grupo de cantos tradicionales Arrabel, o los Miguelitos, grupo de gaiteros de Getafe.  

Pues ya lo sabe el lector, improbable o habitual de esta bitácora, nuestras vacaciones veraniegas van más allá de la vida relajada que se supone en los veraneantes a tiempo completo. Mientras soportamos los calores africanos que nos invaden, nos vamos culturizando de cultura popular.

¡Ah! Y si el improbable lector se da una vuelta por Rascafría, no deje de visitar la exposición: Sábados de 18 a 19 h., domingos de 12 a 13 h.