sábado, 7 de febrero de 2009

Corredores de bolsa.


El otro día me enteré de que a los jubilados se les llama “corredores de bolsa”. Por un momento me asusté, porque me dio por pensar si, en mi condición de jubileante teórico y práctico, un servidor no sería un depredador bursátil de la manada del Medoff ese. Me refiero a ese estafador de relumbrón, vértice multimillonario de ese negocio piramidal que montó bajo la fachada de la respetabilidad calvinista.
Pero, no. Lo de “corredor de bolsa” no tenía nada que ver con las subprime y los tóxicos financieros en general. Se trata, más bien, de que los jubileados somos ese grupo de ex–homo faber que ocupa sus tiempos muertos yendo, con una bolsa de plástico en el bolsillo, del mercado al súper; del súper a la panadería; de la panadería a la pescadería; de la pescadería a la carnicería… En fin, de la Ceca a la Meca de las cadenas de distribución alimentaria (se me ha colado la palabreja), allí donde quiera que monten sus chiringos abastecedores de los frigoríficos domésticos.
La bolsa de plástico es nuestra seña de identidad. Forma parte de nuestro yo jubilar con tanto derecho como la pensión -ese "salario diferido", que dicen los economistas. Nómina de jubilado y bolsa de plástico son atributos intrínsecos a, y señas de identidad de, los desplazados del mercado laboral por razón de la edad o de un ERE “por interés social”. Por una razón u otra, hemos dejado de ser eslabones del proceso productivo para caer en la tiranía de la utilidad doméstica. Porque no es suficiente con aportar una nómina cada mes a la economía familiar; es que si estás mano sobre mano te conviertes en un mueble que no encuentra rincón donde acomodarse, o –peor todavía– en ese horrible cuadro del salón que es el típico tapiz del ciervo perseguido por podencos y que salta un arroyo, que os regalaron el día de vuestra boda y en casa se le tiene tanto cariño, aunque el puto cuadro es una horterada, pero jamás te has atrevido a decirlo porque la santa se pone como se pone… Total, que o eres útil y te pasas todo el día corriendo con la bolsa de plástico en el bolsillo, o corres el riesgo de inactividad cerebral, por falta de ejercicio y la consiguiente disminución del riego sanguíneo. En el primer caso, quedas adscrito de por vida al servicio doméstico sin contraprestación económica. En el segundo, terminas gagá perdido y sentado delante del televisor, mientras la vida pasa por tu lado y tú ni te enteras.
No siempre ha sido así. En la España más macha de las anteriores generaciones, los hombres no “ayudaban” en casa (y mucho menos, “compartían” tareas domésticas): se lo pasaban en el bar jugando a las cartas y discutiendo de fútbol. Y, cuando subían a casa, era para estorbar y dar trabajo. Es lo que se esperaba de un hombre como dios manda.
Fue el movimiento feminista quien se encargó de poner las cosas en su sitio. Los hombres empezamos a darnos cuenta de que echar una mano en casa no afectaba a la virilidad. La sociedad se fue habituando a ver a los hombres realizando pequeñas labores domésticas y recados. Poco a poco, los de mi generación, cuyas madres nos educaron para ser el hombre de la casa, terminamos compartiendo el rol doméstico. Y eso, a pesar de que, la tan denostada por el feminismo militante, Esther Vilar, nos advirtió en su libro El Varón Domado, que la prepotencia masculina, de que se nos acusaba, no era más que un espejismo inventado por las féminas para hacernos creer que nosotros mandábamos en casa.
Una lástima. Al menos, en la anterior generación, los hombres podían presumir que eran ellos los que llevaban los pantalones, aunque no fuera verdad. O sí. Ahora, ni eso. Los jubilados, o “comparten” tareas domésticas, vía corretaje de bolsa, o son una rémora que no hay mujer que les aguante. ¡Y el divorcio está por las nubes!
Así que, corredor de bolsa, y que dure.

1 comentario:

  1. Muy bien, muy bien, monsieur, pero pon una foto o algo que queda bonito, hombre...

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