Esta mañana he ido (en metro) a la FNAC. Un mundo donde los nietos de aquellos post-modernos, que eran la progresía de los años 70 del pasado siglo, se mueven como pez en el agua. Yo, la verdad, me sentía un poco raro. Y esto por dos razones: una, porque mis barbas post-castristas y mi chaqueta de pana pregonaban que yo no soy de ese mundo; la otra, por la extraña pretensión de buscar arreglo a un aparato de música que compré hace ya 15 años.
En el primer caso, comprendo que resulta muy difícil ubicarme en ninguna de las tribus del cosmos urbanita que pulula –como infusorios en una charca–, en esos lugares à la page, que dicen los franceses. Soy un epígono de la progresía post-franquista y los mil cacharros tecnológicos expuestos en las estanterías, con sus vistosos envases de colorines, no me llaman la atención. Me eduqué en una sociedad de escasos recursos y el consumismo post-krack-neocapitalista me queda un poco de lado.
Raro también en el segundo caso –que tiene que ver con el primero–, por esa absurda pretensión mía de reparar una antigualla, cuando los actuales cánones de consumo mandan tirar al vertedero (o “reciclar”, concepto muy querido por la masa ecolo-asfaltícola) y comprar uno nuevo.
A pesar de todo, me he atrevido y he ido. No sabía que era tan complicado.
Entro y no sé dónde ir. Doy vueltas por el vestíbulo. Un segurata, tamaño buldózer, armado de toda la parafernalia de achiperres para-policiales (porra, esposas, correajes, entrecejo fruncido, uniforme e insignias) me mira como a elemento extraño y potencialmente peligroso. Yo hago como que no me doy cuenta, pero me aturullo. Subo unas escaleras hasta un sitio que pone, creo, “Audio Portátil”. Pregunto y no es allí. Bajo las escaleras y vuelvo al vestíbulo. El segurata me ve. Bajo otras escaleras y allí es algo de “Hazte socio de la FNAC”. Pregunto y tampoco es allí. Vuelvo al vestíbulo. Ando unos pasos, los desando y miro de reojo a ver qué cara pone el segurata. Bajo, esta vez, unas escaleras mecánicas y ahora sí. Dice “Imagen y Sonido”. Pregunto a un empleado con pinta de piolín; le explico que quiero reparar el sintonizador de un aparato de alta fidelidad que compré allí hace unos quince años. El piolín me mira como a un selenita, se le tuerce la boca en una mueca sardónica pero, en atención a mis barbas entrecanas, se guarda el comentario jocoso y me dice que lo pregunte en el servicio técnico.
Subo por enésima vez al vestíbulo –el segurata dice algo por el pinganillo; tiene pinta de no fiarse un pelo de mí–, y corro a trompicones por la escalera mecánica que sube a la primera planta. Pregunto. No es allí. Eso está un piso por debajo del vestíbulo. El segurata, en el vestíbulo, está francamente mosqueado con mis idas y venidas. Corro a donde me han dicho que era, pero me he equivocado otra vez; allí dice “Forum FNAC”. Pregunto. Pues no; es enfrente. Otra vez recorro el vestíbulo, esta vez, mirando al suelo para no tropezarme con la mirada desconfiada del segurata.
Bajo las escaleras y pregunto. Por fin, sí, es el servicio técnico. Allí, otro piolín tecnológicamente bien informado, informa en lenguaje tecnológicamente idóneo. Sobre su cabeza tiene una pantalla plana que vomita estridencias músicales de un concierto roquero. Me aturullo con el ruido y no sé si logro hacerme entender, pero sí: el piolín es un lince (ajeno a las manipulaciones genéticas rouqueñas) y entiende el mensaje a la primera. A pesar del roqueo desaforado de la pantalla.
¿Reparar un sintonizador de hace 15 años? Sé que el piolín ha visto en mí a un alienígena de un mundo tecnológicamente subdesarrollado. No comenta nada, para qué. No hay más que verme: un irrecuperable. Manipula el ordenador y la impresora escupe un papel: la dirección de una casa de reparaciones. Me la pone en la mano y me recomienda, con gesto de conmiseración, que pruebe a comprarme otro, que la reparación me puede salir por un huevo (eso, así, no lo dice, que en estos sitios tienen muy bien amaestrado a su personal).
Ya sólo me queda subir al vestíbulo, cruzar por delante del segurata, pero sin mirar, y coger puerta.
Lástima que se me haya olvidado preguntar cuánto me costaría otro sintonizador nuevo, por si la reparación del antiguo fuese castrante (en sentido meramente económico). Para eso tendría que volver a cruzarme con el segurata, y seguro que esta vez se cabrea. A lo mejor, otro día, cuando él no esté de turno…
En el primer caso, comprendo que resulta muy difícil ubicarme en ninguna de las tribus del cosmos urbanita que pulula –como infusorios en una charca–, en esos lugares à la page, que dicen los franceses. Soy un epígono de la progresía post-franquista y los mil cacharros tecnológicos expuestos en las estanterías, con sus vistosos envases de colorines, no me llaman la atención. Me eduqué en una sociedad de escasos recursos y el consumismo post-krack-neocapitalista me queda un poco de lado.
Raro también en el segundo caso –que tiene que ver con el primero–, por esa absurda pretensión mía de reparar una antigualla, cuando los actuales cánones de consumo mandan tirar al vertedero (o “reciclar”, concepto muy querido por la masa ecolo-asfaltícola) y comprar uno nuevo.
A pesar de todo, me he atrevido y he ido. No sabía que era tan complicado.
Entro y no sé dónde ir. Doy vueltas por el vestíbulo. Un segurata, tamaño buldózer, armado de toda la parafernalia de achiperres para-policiales (porra, esposas, correajes, entrecejo fruncido, uniforme e insignias) me mira como a elemento extraño y potencialmente peligroso. Yo hago como que no me doy cuenta, pero me aturullo. Subo unas escaleras hasta un sitio que pone, creo, “Audio Portátil”. Pregunto y no es allí. Bajo las escaleras y vuelvo al vestíbulo. El segurata me ve. Bajo otras escaleras y allí es algo de “Hazte socio de la FNAC”. Pregunto y tampoco es allí. Vuelvo al vestíbulo. Ando unos pasos, los desando y miro de reojo a ver qué cara pone el segurata. Bajo, esta vez, unas escaleras mecánicas y ahora sí. Dice “Imagen y Sonido”. Pregunto a un empleado con pinta de piolín; le explico que quiero reparar el sintonizador de un aparato de alta fidelidad que compré allí hace unos quince años. El piolín me mira como a un selenita, se le tuerce la boca en una mueca sardónica pero, en atención a mis barbas entrecanas, se guarda el comentario jocoso y me dice que lo pregunte en el servicio técnico.
Subo por enésima vez al vestíbulo –el segurata dice algo por el pinganillo; tiene pinta de no fiarse un pelo de mí–, y corro a trompicones por la escalera mecánica que sube a la primera planta. Pregunto. No es allí. Eso está un piso por debajo del vestíbulo. El segurata, en el vestíbulo, está francamente mosqueado con mis idas y venidas. Corro a donde me han dicho que era, pero me he equivocado otra vez; allí dice “Forum FNAC”. Pregunto. Pues no; es enfrente. Otra vez recorro el vestíbulo, esta vez, mirando al suelo para no tropezarme con la mirada desconfiada del segurata.
Bajo las escaleras y pregunto. Por fin, sí, es el servicio técnico. Allí, otro piolín tecnológicamente bien informado, informa en lenguaje tecnológicamente idóneo. Sobre su cabeza tiene una pantalla plana que vomita estridencias músicales de un concierto roquero. Me aturullo con el ruido y no sé si logro hacerme entender, pero sí: el piolín es un lince (ajeno a las manipulaciones genéticas rouqueñas) y entiende el mensaje a la primera. A pesar del roqueo desaforado de la pantalla.
¿Reparar un sintonizador de hace 15 años? Sé que el piolín ha visto en mí a un alienígena de un mundo tecnológicamente subdesarrollado. No comenta nada, para qué. No hay más que verme: un irrecuperable. Manipula el ordenador y la impresora escupe un papel: la dirección de una casa de reparaciones. Me la pone en la mano y me recomienda, con gesto de conmiseración, que pruebe a comprarme otro, que la reparación me puede salir por un huevo (eso, así, no lo dice, que en estos sitios tienen muy bien amaestrado a su personal).
Ya sólo me queda subir al vestíbulo, cruzar por delante del segurata, pero sin mirar, y coger puerta.
Lástima que se me haya olvidado preguntar cuánto me costaría otro sintonizador nuevo, por si la reparación del antiguo fuese castrante (en sentido meramente económico). Para eso tendría que volver a cruzarme con el segurata, y seguro que esta vez se cabrea. A lo mejor, otro día, cuando él no esté de turno…
Si hubieras comprado el nuevo, solo con el ahorro de tiempo, ya te habría compensado. Como decían nuestros ancestros, "Laudeamus igitur". ¡Ellos sí que sabían!
ResponderEliminar