domingo, 26 de septiembre de 2010

Algo de "cult fiction".-

Lo digo así, entrecomillado, para que nadie imagine que me adorno con plumas ajenas. Soy – cosas de la edad y del devenir histórico – de esos que llegaron demasiado tarde a la educación en angliparla, a pesar de tantos cursos hechos en Adams o CCC con más voluntad que provecho. Lo cual no le impide a uno toparse, a cada paso, con la omnipresente lengua que enseñorea las transacciones capitalistas del imperio neocom. No hablo de la publicidad o la moda (como eso de cambiar “Pasarela Cibeles” por Madrid Fashion Week, que a un servidor le suena a provincianismo acomplejado), hablo de la literatura que cae en las manos de todo lector al que le mueve más la bulimia lectora que el sano criterio selectivo.
Bulimia lectora, creo que la expresión le va bien a la actitud del devorador de literatura de ficción. Un desbarajuste de alimentación libresca, un chute de tinta en vena para que el subidón sea subitáneo. Lo malo, como en todo desarreglo alimentario, es que se devora con prisas y sin comedimiento cualquier cosa que a uno le llegue a las manos y la vista, y luego se encuentra con que está fagocitando algo tan raro como unos relatos de cult fiction. No es que tengan mal sabor, es que, cuando el bulímico del papel impreso empezó a leer-devorar, ni sabía que existiese un género exclusivo, tan anglosajón él, bajo el que se amparaba una determinada forma de narrativa.
Digo mal. Bajo la etiqueta de cult fiction no solamente se acoge una determinada literatura de ficción sino a sus autores, digamos que, de alguna forma, marginales por estar fuera de los grandes circuitos editoriales. Por vía de ejemplo a contrario, el prolífico Vázquez Figueroa nunca será un autor de cult fiction, Paulo Coelho, tampoco; o Ken Follet, o Michel Houellebecq (a éste lo cito para que se me note la culturilla). Si usted, señor autor afamado, tiene una factoría de best sellers en su casa, o sus obras llenan las estanterías de la FNAC, o le llueven los contratos con las editoriales y entrevistas en la tele, se siente. Usted es famoso, rico, o las dos cosas a la vez; pero nada de cult fiction.
Y eso que, según mi diccionario escolar de inglés, la palabreja podría traducirse como “narrativa de culto”. ¿”Narrativa de culto”? Yo también me liaba al principio; los libros de Coelho o de Follet tienen una enorme masa de adeptos que rinde culto a su superproducción libresca; entonces ¿por qué llamar autor de cult fiction a quien es seguido por cuatro lectores raritos? Mira que son complicados en el mundo anglosajón… Pero, sin ayuda del diccionario escolar, fui capaz de entenderlo cuando me di cuenta de la sutileza: El lector-masa no suele tener criterios personales claros a la hora de comprar un libro. Va a la FNAC, al Corte – por un suponer – y se lleva puesta la novela de moda, el autor en candelero, el título de más tirón. El lector adicto a la “narrativa de culto” (pero en inglés), busca una determinada lectura, normalmente de autor poco conocido por el gran público, y así cree cultivar un gusto literario que le da exclusividad. Va por la vida de original, es alguien fuera de lo habitual, o -como dice el propio texto- un snob (otra vez en inglés, que nunca aprendí en CCC).
Por llevar la cuestión al solar hispano, El viaje de Turquía, atribuido por Marcel Bataillon a Andrés Laguna; Don Diego de noche, de Salas Barbadillo, ¿Entran dentro del género cult fiction? Porque, seguro, vas a las estanterías de un centro comercial y no los encuentras.
– Te estás pasando tres pueblos – dirá el improbable lector –, eso es cosa de filólogos, no de lectores en el Metro.
Pero, ¿y Carnivoricios: Devoradores de historias, Humorada futurista o Felicidad de oficio, son relatos clasificables como “narrativa de culto”? Porque estos relatos y algunos más vienen recogidos en la antología Mira qué te cuento, de Fumeke. Y, en mi opinión, este escasamente conocido cuentista, que se oculta bajo un seudónimo que apesta a cajetilla de Ducados, sí que podría entrar en el corralito de marras: Por autor marginal, por fabulador ingenioso y estupendo narrador, muchas de cuyas historias podrían englobarse en ese subgénero de anticipación denominado “futuro distópico”, tan desconocido del gran público. Un autor con todas las cualidades como para que esos cuatro lectores raritos, entre los que me encuentro, andemos por las librerías de barrio o escarbemos en los fondos editoriales arrumbados, a ver si damos con un ejemplar; no como coleccionistas, sino para disfrutar de esos extraños mundos que desarrolla ante los ojos asombrados del lector.
Cuando caí en ello, leyendo a Fumeke, digo, me di cuenta de que me ocurría lo que a aquel personaje de Molière, que hablaba en prosa sin saberlo. Yo, igual: iba de lector de cult fiction (sin tener pajolera idea de inglés) desde hacía algún tiempo, y no lo sabía.
Por cierto, el libro de relatos que ha motivado las reflexiones del texto anterior, lleva por título genérico Aflter hours y ahora mismo lo miro en mi diccionario escolar.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Sequía imaginativa.-

Me ocurre a veces: hablo de esos días, o semanas, de sequía imaginativa, cuando los dedos se posan sobre el teclado a la espera de una orden del cerebro para empezar a escribir, pero la orden no llega. Nunca he sabido bien por qué la imaginación es tan caprichosa: a veces, parece incapaz de susurrarte una historia con sentido, y a la vez, está haciendo trastadas absurdas, como poniendo a prueba tu sensatez. Para que se me entienda, pondré el ejemplo de una jugarreta muy reciente:
Iba yo el otro día por la calle y una señora, modelo lavadora, se interpuso en mi camino, ocupando toda la acera. De repente, veo que a mi imaginación le nace la idea de ponerle la zancadilla, de forma que la masa carnosa de aquella señora se desparramaba sobre la acera entre grandes gritos de la interesada. Solo de pensarlo, mi imaginación se partía de risa, mientras que yo estaba todo apurado mirando a un lado y a otro por si alguien se había dado cuenta de sus intenciones. Y esto, digamos, en el ámbito doméstico, donde la cosa no tiene mayor transcendencia.
Peor fue en otra ocasión, estando de vacaciones en Jordania. Volábamos de Akaba a Amán, en un vuelo interior de apenas media hora. Yo miraba interesado por la ventanilla cuando ella, mi imaginación, decidió secuestrar el avión, y yo empecé a asustarme porque la cosa iba en serio. No sé de dónde sacó un par de subfusiles ametralladores, de esos que llamaban naranjeros, y hasta media docena de bombas de mano P.O.2, una antigualla. Eran de esas bombas de baquelita que existían en el ejército franquista cuando yo fui soldado de reemplazo.
Aparte del natural acojone, no salía de mi asombro porque, una vez puestos a secuestrar, podía haber imaginado material bélico más moderno, pero se ve que mi imaginación no está interesada en ese tipo de ferretería de matarile y le bastaban aquellos chismes con 50 años de antigüedad.
La cosa se empezó a complicar porque los piratas aéreos de mi imaginación, cuando se vieron tan pobremente dotados para un trabajo de tanta precisión, empezaron a protestar. Mi imaginación se cabreó con ellos y estaba empeñada en que le obedecieran, pero ellos, alegando que eran profesionales, se declararon en huelga hasta que les proporcionaran una ferretería bélica más en consonancia con un trabajo de tanta responsabilidad.
Lamentablemente, nunca conocí el desenlace del secuestro, ya que nuestro avión aterrizó al poco. Nos empaquetaron a todo el grupo en un autobús y nos llevaron al hotel. Mi imaginación no volvió a dar señales de vida en el resto del viaje. La última vez que la vi aquel día, andaba perdida por el bufé del comedor, metiendo los dedos en todos los platos y relamiéndose de gusto…

domingo, 12 de septiembre de 2010

Pagar impuestos.-


Y uno pensaba que ya no se escandalizaría de nada… Se ve que la edad no cura de la ingenuidad, sólo aísla de la realidad social. Es lo que se me ocurrió pensar cuando, hace unos días, oí en un programa de TVE, a propósito de las fiestas en Valladolid, que se había celebrado un botellón multitudinario en el que se recogieron hasta 15 toneladas de basura.
Preguntaban a algunos participantes de tan cultural evento si les parecía normal lo de llenar de desperdicios las vías públicas. Algunos de ellos se justificaban diciendo que, bueno, era una vez al año y no era para tanto… Lo más sorprendente, para antiguallas como yo, que siguen creyendo en el civismo ciudadano como supremo valor social, fue oír a un niñato afirmar – con todo el aplomo que nace de la ignorancia y el desprecio a las normas de convivencia – que él tenía derecho a ensuciar las calles porque para eso estaban los servicios de limpieza del ayuntamiento. Item más: que tanto él como sus padres pagaban impuestos y, por lo tanto, convertir los espacios públicos en un basurero era un derecho adquirido. El fenómeno aquel no lo dijo con estas palabras, pero lo dijo de forma que quedó claro para todos nosotros: tengo derecho a enmierdar las calles con mis desperdicios y vosotros tenéis la obligación de aguantaros porque para eso pagamos a los servicios de limpieza mis papás y yo.
Pues bueno, pues vale. No hay vuelta de hoja y es mejor mirar para otro lado y que los barrenderos se escuernen limpiando la mierda de ciudadanos tan cumplidores de sus obligaciones fiscales. No sea que se nos cabreen y evadan impuestos y, encima, sigan convirtiendo las calles en un lugar merdulento.
Ya, – dirá el improbable lector – monsergas de jubilata cascarrabias.
Pero este jubilata, al ver al chaval aquel expresarse con tanto desparpajo, lo primero que pensó es que el coleguita, de pagar impuestos, nada. Más bien tenía – lo digo por la edad – aspecto de ser él mismo un impuesto con patas. Un impuesto para sus papás, quienes le pagaban estudios, casa, ropa y comida, caprichos y todas las necesidades, reales o inducidas, que tipos como él generan. En cuanto a los poderes públicos en general (Estado, Comunidad Autónoma, Municipio…), tenían que asumir los gastos que se derivaban de su educación (mala y cara, a lo que se ve, pero educación, al fin y al cabo), de su atención sanitaria y de todos los servicios que la sociedad pone a disposición de cada uno de los ciudadanos, incluida la recogida de basuras.
Este jubilata, que tiene mucho tiempo para darle vueltas al caletre, pensaba si no sería mejor dar una buena educación a los futuros ciudadanos, de forma que, pasados algunos años, necesitásemos menos barrenderos y más profesores. Todos ganábamos: las calles estarían limpias porque ya no habría tanto insolente insolidario enmarranándolas, y a los barrenderos, a falta de darle al escobón, habría que reconvertirlos en educadores. Nuestra sociedad ganaría unos grados en civismo y cultura.
Aprovechando que este año es año de perdonanza y el señor Rajoy ha ido al Señor Santiago a encomendarle los males de la patria mía (tales como el paro y la plaga ZP, que parecen no tener fin) y su milagrosa resolución celestial, no estaría mal que los papás del chaval ese le invitasen a ir en peregrinación a Compostela. Una vez allí, en lugar de abrazar al apóstol, debería acercarse al pórtico de la gloria, ponerse frente al santo d´os croques y darse un buen tozolón contra la columna, a ver si así entraba en su mollera que pagar impuestos es un deber ciudadano, no un derecho de pernada.
De lo visto y oído en aquella entrevista, recuerdo como el más sensato al barrendero, quien dijo que lo que faltaba era educación. Qué buen maestro hubiese hecho, de haberle pagado con nuestros impuestos, no el carrito de la basura y la escoba, sino los estudios.

domingo, 5 de septiembre de 2010

... Y fueron felices.-


La capacidad de ubicuidad imaginaria de los niños es un don del que yo disfruté durante mi infancia franquista, cuando la mesa escasa y la carencia de alimentos se suplían con leche en polvo y queso amarillo de la ayuda americana, a la vez que la voracidad imaginativa se alimentaba de los cuentos maternos. Sin aparente esfuerzo, aquel niño que alguna vez fui, saltaba desde la famélica y muy patriótica reserva espiritual de Occidente hasta el mundo de los sueños donde podía ser indistintamente príncipe, sastrecillo valiente o apuesto caballero.
¡Ah! Aquellas madres de derechas, de escapulario al pecho, novena a Santa Rita y Primeros Viernes de mes que, amorosamente, contaban a sus retoños unas terribles y, a veces, incongruentes historias de niños abandonados en medio de bosques plagados de brujas y ogros; de estúpidas princesitas que se levantaban de la cama ojerosas por culpa de un guisante debajo del colchón; de príncipes hermafroditas que besaban remilgosos a bellas durmientes; de caperucitas irresponsables que cruzaban sombrías florestas habitadas por lobos hambrientos y falaces; de príncipes-sapo que incitaban a puras doncellas a escabrosas relaciones de zoofilia con la excusa de un beso redentor; o, en fin, de enanitos asexuados que jamás se pasaron por la piedra a la ñoña de Blancanieves a pesar de que ocasiones no faltaban para ello... Mundos irreales que hacían olvidar los agujeros en las suelas de los zapatos, las culeras remendadas en los fondillos del pantalón, o los regletazos del maestro en el pulpejo de los dedos...
Jamás me pregunté por qué los cuentos infantiles, oídos una y otra vez, terminaban con la muletilla de “...y fueron felices y comieron perdices” A lo que, con cierta malicia, se añadía a veces aquello de “y a mí no me dieron porque no quisieron”. Y uno, niño sentado a la mesa de manteles pobres, era feliz con la feroz inocencia de quien sabe que al lobo de Caperucita le estaba bien empleado que le rajaran la tripa para sacar a la abuelita incólume - quizás por indigesta a causa de su provecta edad - y se la llenaran de piedras, la tripa, que no la abuelita.
Y no me cuestionaba tampoco el hecho de que príncipes y princesas, felizmente casados y gozosos herederos de fabulosos reinos sin revoluciones bolcheviques, pasasen el resto de su vida comiendo suculentas perdices mientras que el niño hambriento de mundos fantásticos que yo era, saciaba sus hambres infantiles con un tazón de leche ensopada con pan moreno y edulcorada con sacarina.
Y durante las diarreas estivales, que dejaban al niño que yo era en los huesos, y el agua de limón era el remedio más socorrido, y al niño soñador se le marcaban las costillas como tiernos sarmientos y se le agrandaban los ojos brillantes de fiebre y de mundos imaginarios, la madre lo transportaba dulcemente hasta su cuento preferido, allí donde Pulgarcito robó las botas de siete leguas al gigantón y daba enormes saltos que le llevaban hasta la casa de sus papás; ésos que, pasado el tiempo de la niñez, descubrió horrorizado que eran unos desnaturalizados porque abandonaron a su prole en medio del bosque.
Muchas veces me he preguntado a qué dios cruel se le ocurrió inventar la infancia, con ese maravilloso don de la bilocación que me permitía estar en la escuela cantando la tabla del siete – la más difícil, con mucho – y matando dragones, en el mundo de Irás y No Volverás, para salvar de sus garras a aquella vecinita mocosa de las trenzas negras y los lazos rojos, que jugaba a las muñecas en cuclillas, mostrando en su inocente indiferencia unos muslos sonrosados que al niño-paladín le perturbaban con premonitorios deseos.
Cierro los ojos, salgo de mí mismo, abandono este cuerpo de hombre hecho de materia orgánica y de frustraciones y me zambullo en el líquido amniótico de aquella matriz primordial que me aísla de un universo que detesto y que me niego a comprender. Buceo en el claustro materno de la imaginación infantil y me acomodo en un rincón desde el que observo sin ser visto. Soy de nuevo el niño que no sabía de la existencia de horarios laborales, de Agencias Tributarias o de los mil suplicios que los humanos inventan para vivir en sociedad. Soy, de nuevo, el pequeño y tímido niño que construía paraísos en una España muerta de hambre y de glorias guerreras; libre en tierras donde los campesinos sudaban las cosechas y los miedos al glorioso Movimiento; feliz en una familia de derechas que remendaba dignamente su pobreza y educaba a su prole en el temor de Dios y del Satán comunista.
En fin... ese reino de Irás y no Volverás al que, ahora jubilata y escéptico, me asomo estos días porque he visto a un niño en el parque del Calero trotando a caballo sobre el palo de una fregona.

lunes, 30 de agosto de 2010

Una caminata por la sierra del Perdón.-

La sierra del Perdón (o Erreniega) es una pequeña sierra que apenas supera los mil metros de altitud y separa la cuenca de Pamplona de las tierras de Valdizarbe, que tienen en Puente la Reina su población más conocida por ser un hito en el camino de Santiago. Son tierras cerealistas y de buenos vinos, de un perfil alomando, atravesadas por el camino francés y el río Arga.
Ya que estaba pasando unos días en Pamplona, decidí hacer una marcha, siguiendo el camino de peregrinos hasta remontar el perfil de la sierra, para abandonarlo acto seguido, con la idea de seguir todo el cordal del monte, siguiendo el parque eólico, hasta su cota máxima, 1.035 m, y desde allí, bajar de nuevo hacia la cuenca. Una marcha circular que me llevó seis horas y media de caminata con sus preceptivas paradas para disfrutar del paisaje, tomar fotos y comer el bocacillo en el atrio de la iglesia de Arlegui.
El camino francés, por donde transitan los peregrinos, sale de Pamplona por la c/ Fuente del Hierro y se dirige recto hacia Cizur Menor, paralelo a la carretera. Allí, uno toma caminos de tierra que le llevan por entre tierras cerealistas recién cosechadas, que forman enormes manchas amarillentas enmarcadas por los verdes intensos de la vegetación y el macizo verdigrís que forma la barrera del Perdón.
Antes de emprender la subida a Zariquiegui, uno deja a su derecha el antiguo lugar de Guendulain, donde pueden verse, aún en pie, el castillo-palacio, obra del S. XVI, que fue cabo de armería del linaje Ayanz, y la sólida iglesia que también está abandonada.
Zariquiegui es un pueblecito a media ladera del Perdón, con una hermosa iglesia de portada románica, un parquecillo y una fuente muy apropiada para que los peregrinos repongan fuerzas antes de encarar el tramo final de subida. La mañana que pasé por allí la placita junto a la iglesia estaba invadida de una bulliciosa multitud peregrinil, así que me comí una fruta, me refresqué en la fuente y continué mi caminar, que uno no pertenecía al rebaño jacobeo y no le movía ningún fervor religioso o similar, sino el puro disfrute del paisaje y la soledad.
En el alto del Perdón, donde antaño había un hospital de peregrinos y hoy puede verse el llamativo grupo escultórico de concheros medievales cosificados en imágenes de chapa metálica, cuyo perfil, visto en la distancia, asemeja a un grupo de caminantes inmóviles en el tiempo, había, también, gran cantidad de peregrinos. Desde aquí, los modernos peregrinos de calzón corto y mochila abultada, bajan, por un mal camino de cascajo suelto, hacia Legarda y Muruzábal. Yo abandoné aquí la grey jacobípeta para seguir mi camino en solitario, monte arriba. Aquí, uno puede subir por la carreterilla asfaltada, lo que es un coñazo, o elegir el camino GR que transita bajo los eólicos. Aunque las aspas pasan zumbando muy por encima de la cabeza, uno se siente un don quijote liliputiense al que los enormes cilindros metálicos, que parecen gruñir a cada pasada de las aspas, han reducido a la condición de bípedo insignificante y atemorizado.
Cuerda adelante, uno llega a la capilla de Santa Cruz, una ermita horrorosamente fea y de una hechura arquitectónica lamentable. La única piedad que puede despertar – pensaba al pararme en ella a descansar – es por el desaguisado que supone su presencia en lo alto del monte. Monte que, por cierto, no da idea del bosque tan tupido que contiene. Hay gran cantidad de pino laricio, coscoja, carrascas, encinas, formando un boscaje impenetrable.
Antes de emprender la bajada, disponía de dos alternativas: o me iba a Subiza o a Arlegui. Un poste, con la indicación “Arlegui GR 220”, me indicaba el camino. Por Subiza y Beriáin fui hace un par de años, así que esta vez me decidí por Arlegui, al que bajé por un camino que abre su huella entre la vegetación tupida del entorno. El sol aprieta con fuerza y se agradece caminar entre el follaje que forma bóveda sobre la cabeza del caminante.
El atrio de la iglesia me dio refugio durante el rato del bocadillo. A la salida del pueblo, el paisaje se abría en grandes campos segados y resecos, la escombrera de la mina de potasas a un lado, y la carretera como única posibilidad para llegar a Salinas de Pamplona. Desde la salida de Arlegui, hasta llegar a Noáin (que era mi propósito), pasando por Salinas, el sol caía como plomo derretido y no había una triste sombra. Ni un alma por aquellos andurriales. “¿No querías soledad?”- iba yo pensando – “Pues jódete y camina”. Encima, me extravié en un polígono industrial y, en lugar de Noáin, terminé en el poblado de Potasas de Beriáin.
De aquí, al autobús, y del autobús a la ducha. Debajo del chorro de agua fría, ni me acordaba ya de la calorina pasada.
Es lo que nos suele pasar a los andarines recalcitrantes, que no nos enmendamos…

miércoles, 25 de agosto de 2010

intermitencias veraniegas.-

Aunque parezca lo contrario, uno no está en la lista de abonados ausentes, sino que pasa el verano viviendo unas semanas en casa y otras corriendo por esas tierras del solar hispano, allá donde puede aliviarse de los calores madrileños. O, por lo menos, lo intenta. De ahí que la bitácora parezca un tanto abandonada.
Como cada año, pasamos varios días en Navarra, en la patria chica, recuperando las raíces que nos recuerdan de dónde somos. Uno llega allí hablando el madrileño internacional y regresa con acento y expresiones propias de la navarrería original. Una inmersión que a uno le deja el cuerpo y el alma reconfortados para el resto del año.
Cada estancia en Navarra la aprovechamos para recorrer alguna zona que aún no conocemos, a pesar de tratarse de una provincia de tan poca extensión territorial. Lo que me recuerda aquella jota: Un navarrico en la escuela / mirando el mapa lloró / porque pintaron pequeña / la tierra que tanto dio. Ya se sabe cómo somos y cómo nos vemos: tierra pequeña y corazón grande. Pero no se pretende aquí de hacer patriotismo localista, sino contar algo sobre las impresiones que uno saca de estos viajes.
Y a fuer de sincero, debe uno confesar que siempre regresa con la lamentable impresión que produce saber que su pueblo – en tiempos fue aldea de labradores – hoy es un arrabal de Pamplona donde la especulación inmobiliaria ha cometido los mayores desafueros, hasta despersonalizar aquel pueblecito donde uno pasó largas épocas de su infancia en casa del abuelo, a la que llamaban “casa Lecáun”, porque de Lecáun era originaria la familia. El abuelo Francisco, en 1912, compró la casa y las tierras a los herederos del general Oráa, cuya casa palaciega y escudo aún se pueden ver a la entrada del pueblo. En casa Lecáun nací y mi tío José recordaba muchas veces que, cuando mi madre estaba a punto de parirme, el abuelo le envió con la yegua a buscar al médico a Galar, cabecera de la cendea a la que pertenecía Beriáin, mi pueblo. Así que voy presumiendo de aldeano, lo mismo que otros presumen de ser de capital.
Razones no faltan, que este pueblo tiene una larga historia. Ya desde el S. XII hay constancia histórica de su existencia y existe una tradición oral que oí contar a mis mayores: la que en vascuence se llama Astelen iru burugorri (el lunes de las tres cabezas rojas). En 1127 se consagró la catedral de Pamplona. Tres prelados que iban a participar en la consagración, al llegar a Beriáin se encontraron con que un desbordamiento del río Elorz (el río “al revés” lo llaman allí, porque parece ir del llano a la montaña) les impedía continuar camino y fueron alojados en las casas del pueblo y agasajados. Quedaron tan satisfechos por la acogida de los aldeanos, que consagraron la iglesia del pueblo un día antes que la catedral pamplonesa, el 11 de abril de aquel 1127.
También en Beriáin nació don Marcelino Oráa, que luchó durante la francesada a las órdenes del guerrillero Espoz y Mina y, cuando la primera carlistada, luchó como coronel del ejército cristino contra el general Zumalacárregui, y terminó su carrera militar siendo capitán general y gobernador de las Filipinas.
También, siendo yo niño, era famoso el soguero, quien, estando un día en Pamplona con mi tío Braulio, fueron a cruzar una calle y el guardia municipal les mandó cruzar por la raya. Como eran aldeanos y no sabían de pasos de peatones, cruzaron haciendo equilibrios mientras pisaban sin que las alpargatas se les salieran de la raya y uno le comentaba al otro: Jó, si pintarla harían más anchica
También tiene Beriáin la balsa de la Morea, una pequeña laguna endorreica donde hasta hay una escuela de windsurf y sirve de playa sin necesidad de ir a San Sebastián a darse un chapuzón.
Actualmente, todo el término municipal es una zona fuertemente industrializada, que comenzó con la apertura de las minas de potasas en 1958 en el Arre o monte comunal. Antaño dedicado al cultivo del cereal y la vid, el término es un conglomerado de naves industriales y barriadas de chalés adosados a cuál más impersonal y antiestético, convirtiéndose en barrio dormitorio de Pamplona, que está a penas a 10 kilómetros.
En fin… cuando uno se pone a escribir sin método a ver qué sale, pues se le despierta la añoranza y se pone pesado con historias del abuelo Cebolleta. Por eso, de momento, prefiero dejarlo aquí y cuelgo alguna de las fotos, incluida la de casa del abuelo – que aún sigue en pie – donde aún se pueden apreciar vestigios de lo que fue un pueblo típico de la zona media de Navarra.
¡Ah! que no se me olvide. Existe un libro titulado Beriáin. Aspectos de su historia, sociedad y lengua (Siglos XII-XIX), de Pablo Torres Istúriz, editado en 2002. No podía ser de otra forma, hasta un historiador tenemos en nuestro pueblo.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Agosto, playa y familia.-


Un servidor, tan poco amigo de tópicos, ha ido a dar con el más habitual en estos días veraniegos. ¿No quieres caldo? Tres tazas: agosto, playa y familia. Aunque tampoco quiere pasar por desagradecido, que la familia le ha tratado bien, la playa era estupenda para los largos paseos, y agosto es inevitable dondequiera que uno lo pase. Lo que fastidia un poco es que los tres a la vez…
Ya que hemos pasado allí ocho días, me he dedicado a hacer sociología parda, de esa que hacemos los jubilatas con total impudinad desde la altura de lo ya vivido; esa que nos permite largar opiniones fundamentadas en el único patrimonio que se incrementa con la edad: la experiencia. Experiencia trufada de cierto escepticismo irónico que es como las antiparras a través de las cuales vemos el mundo que nos rodea.
El paseo tempranero que dábamos la santa y yo mientras los servicios de limpieza peinaban la playa hasta dejarla con la cara limpia, daba para la observación del material humano que encontrábamos a diario. Enseguida me llamó la atención ese espécimen de bañista acaparador, que, a las ocho de la mañana, ya coloca las hamacas y la sombrilla eligiendo el mejor lugar en primera línea de playa. Observé que era el colectivo jubilata el encargado de tal tarea. Unos jubilatas ventripotentes, tostaditos, de calzón olvidadizo de las modas, que acotaban un trocito de arena, justamente donde el agua lamía la orilla. Con la habilidad de un agrimensor, delimitaban su espacio clavando la sombrilla como los exploradores decimonónicos clavaban la bandera en lugares ignotos y tomaban posesión en nombre de su país. Estos, los jubilatas, más modestos, tomaban posesión en nombre de la familia (toda la caterva familiar propia de tales fechas…). A un lado y otro de la sombrilla, sendas hamacas, esterillas sujetas con montoncitos de arena; una porción de playa bien señalizada que defendían con su presencia hasta tanto bajase el resto de la tribu.
Recorriendo el paseo marítimo, lleno de tiendas con artículos playeros mil, me llamó mucho la atención que la mayoría de los anuncios tuviesen textos en cirílico. Enseguida supe la razón: aquello está lleno de rusos procedentes de la madre Rusia. En mi vida había visto tantos desde que, en tiempos de Bresniev, visité la ya extinta URSS, allá por el año 1982 ¡Coño, qué joven era uno entonces, que hasta tenía pelo y todo! Tenía juventud, pelo y unas ganas enormes de ver cómo era el paraíso soviético, donde eran tan avanzados que ya prohibían fumar en los bares. Se ve que el capitalismo le va a la zaga en ese avance social, para que luego digan… Pero, bueno, es otra historia. Dejo aquí una foto de aquella memorable visita.
Ver a las rusas, rubias como ninfas, de piel sonrosada hasta la transparencia, torrándose sobre la arena, me daba un poco de lástima. Pobres criaturas, disfrutando de la sociedad de consumo y ansiosas por llevarse como recuerdo un cáncer de piel o un melanoma. Pero ya se sabe, los rusos actuales son los nuevos ricos de Europa y tienen prisa por disfrutar de las ventajas del turismo de masas.
Los hoteles donde se alojan tienen ese aire un tanto kitsch tan del gusto de los parvenus, con sus enormes arquitrabes pseudo clasicistas, con sus altísimas columnatas dóricas o jónicas y su frontón, al estilo del Partenón griego, con sus estatuas de escayola descabezadas; o esa portada a medio camino entre el arte egipcio y el art déco. Un arte pompìer que es el signo distintivo de las clases medias emergentes, recién instaladas en el sistema capitalista, necesitadas del reconocimiento social de los habitantes de esta vieja Europa pasota.
Me hubiese gustado mucho hacer un estudio sociológico de las mamas que se lucían con tanta generosidad, pero me dio un poco de apuro. Las había grandes, como de matronas o amas de cría, fláccidas como odres vacíos, enhiestas como sólo los cirujanos plásticos saben modelarlas con total desprecio de la ley de la gravedad. Pero ya digo que no quería entretenerme mucho en su contemplación, no fuera que sus propietarias se mosqueasen y me confundieran con un mirón, cuando en realidad a uno le movía el puro interés científico-sociológico. Pero a ver quién es el guapo que lo explica sin que suene a excusa…

viernes, 30 de julio de 2010

Tinto de verano: Un culo 10.-


“Este verano consigue un culo de escándalo y despídete de la celulitis”. Como soy jubilata, y a los jubilatas la edad nos hace animales de costumbres a piñón fijo, cada vez que entro en Internet lo hago a través de la página de Terra, que es una fuente inagotable de vacuidades y conformidad con las tendencias dominantes. En el epígrafe Estilo de vida me doy de narices (tómese en sentido literario, no literal) con un culo esplendoroso, redondito, bien moldeado, turgente, que luce sus sabrosuras apenas veladas por un tanga muy playero. El culo de es hembra placentera, claro, pero al verlo me pregunto: por qué yo no puedo tener un culo de glúteos bien moldeados, de esos que lucen los cachas de gimnasio. Y siento una envidia atroz y una depresión pre-vacacional que me va a amargar la semana de playa.
¿Quieres conseguir un culo con buena nota?, insiste. Total, leo el articulillo y lo que me proponen es una tabla de ejercicios para endurecer los glúteos, cosa que me desanima enormemente. Un servidor, con tal de conseguir un culo prieto que lucir en la playa este verano, estaría dispuesto a lo que sea; incluso a sesiones maratonianas de gimnasio, con total dedicación a la retaguardia anatómica, si fuera preciso. Pero la experiencia - que los jubilatas tenemos mucho de eso -, me dice que el resultado no está garantizado. Yo llevo años yendo al gimnasio, por eso de mantenerme en forma para disfrutar de mi pasión por la montaña, y no parece que haya logrado gran cosa en cuanto a modelar un cuerpo cachas que incluya el buen aspecto culiédrico de mis posterioridades anatómicas.
Y para cerciorarme, he ido al espejo de luna que tenemos en el dormitorio y he intentado verme el nalgatorio, por si tuviese alguna solución. De entrada, verse el trastébere en el espejo, para un tipo que padece artrosis, es un problema considerable, porque la torsión a la que he sometido mis cervicales me ha producido un tirón que me ha dejado el cuello como un sacacorchos. Para más INRI, la realidad es terca y allí no se veía nada interesante ni mínimamente mejorable.
Lo que, en primera instancia, me ha llevado a la conclusión de que estamos ante un caso de publicidad engañosa y, por lo tanto, denunciable ante la Oficina del Consumidor. Si no, no se explica que, tras tantos quinquenios de gimnasio, siga teniendo ese nalgatorio tan triste y fláccido que pende de mi popa anatómica. Pero, como a uno le gusta racionalizar sus frustraciones, me he puesto a pensar que, quizás, el problema no radique tanto en la ineficacia de los ejercicios propuestos, como en la falta de una materia prima de suficiente calidad, apta para el modelado que propone el anuncio.
Sea como fuere, más que conseguir un culo de escándalo este verano, tendré que ir pensando en conformarme con conservar este culo escandalosamente vulgar con que me ha provisto la madre naturaleza. Después de todo, hace juego con el resto de las flaccideces que la edad va sumando a este cuerpo serrano en el que voy pasando la vida. Además, por no tener, no tengo ni un bañador que merezca la pe
na lucirse. El que tengo actualmente y es el de siempre, y pienso llevar a la playa de la Pineda, se parece bastante al calzonazo que lucía Fraga en Palomares. Ya recordará el improbable lector: año 1966, cuando lo de las bombas atómicas que se le cayeron a aquel avión del Amigo Yanqui, que nos protegía de la hidra marxista, y éramos el Centinela de Occidente.
Pero yo, ni siquiera tendré el consuelo de que la foto de mis calzones de la vuelta al mundo (como la de Fraga) o, por lo menos, salga un ratito en el portal de Terra.


Adenda.- Ya digo que lo del portal de Terra es una fuente inagotable de modernidades insulsas y despropósitos graciosos. En su disculpa he de decir que no es más que un reflejo de la vacuidad y los dislates que vive esta sociedad nuestra, asumidos con total normalidad. Viene al caso porque estos días atrás he leído: España: Test para ver si eres español ¿Qué pasó en 1868? ¿Cuándo se edificó Castilla?
Ya estaba al tanto de que un juez, para conceder la nacionalidad a inmigrantes, los sometía a un examen de historia de España. La verdad es que exigir a un peruano, o rumano –pongamos por caso – que sepan que en septiembre de 1868 fue la Revolución Gloriosa, seguida de la expulsión de Isabel II del trono español y la posterior entronización de Amadeo I de Saboya, seguidos, a su vez, de su abdicación y consiguiente proclamación de la I República, es un pelín excesivo. Pregúnteselo a un españolito de pura casta y a ver qué sabe al respecto. Todos suspensos en “españolidad”.
Pero no se trataba del suspenso en historia, sino de la siguiente cuestión, expresada tal cual por el redactor de Terra: ¿Cuándo se edificó Castilla? Inmediatamente, uno se pregunta: Ah ¿Pero Castilla se edificó? Y uno comienza a plantearse preguntas del mismo jaez ¿Y el Reino de Navarra, cuándo se edificó; y el de León y la Corona de Aragón, y el de Portugal, y…, cuándo se edificaron? Se ve que la especulación inmobiliaria ha invadido los terrenos de la Historia, dando como resultado que en Terra confunden las churras del ladrillazo actual con las merinas de los reinos medievales.
Aunque me cueste confesarlo, el portal de Terra me sulibeya un montón. Es que me lo paso tan bien con sus genialidades…

domingo, 25 de julio de 2010

Señor, señor, qué harto me tienen.-


Ya ni sé cómo decirlo. La misma tarde en que regresamos de vacaciones suena el teléfono. El número desde el que llaman es de esos raros, de una cantidad inusual de cifras. Acabamos de posar las maletas y estamos, como desesperados, abriendo las ventanas para que el calor exterior contrarreste el acumulado en el piso durante la semana de ausencia. Suena el teléfono y una voz mercenaria pregunta: ¿Es el señor Juan José? Usted tiene una cuenta de teléfono y conexión a Internet con Telefónica y paga tanto de factura (la voz mercenaria parece saberlo todo de mis intimidades telefonarias). Llamo de… y entonces te dice el nombre de una empresa de telefonía, la que sea. Y empieza a ofrecerte: un montón de megas de velocidad, portabilidad gratuita (tardé mucho en aprender qué coños era el “voquible” ese de la portabilidad, que ni en el diccionario de la RALE, ni en el María Moliner, ni en el Casares encontraba el palabro telefónico ese; ni siquiera a Lázaro Carreter le dio tiempo a fustigarlo en su El Dardo en la Palabra); y la voz mercenaria sigue machacándote con sus ofertas: tantos euritos por la línea, llamadas gratis a fijos, un descuento enorme por ser nuevo cliente… Es inútil decirle que acabas de llegar, ahora mismito, de vacaciones; que aún no has desecho las maletas, que estás cabreado por regresar a la megápolis, sudoroso y cansado del viaje. La voz mercenaria insiste y sólo le falta decirte que eres imbécil por pagar 70 euros a Telefónica cuando ellos te lo dejan casi regalado.
Lo que me recuerda que Telefónica ya no es Telefónica, dicen, sino Movistar. Estas semanas pasadas nos han bombardeado con una campaña publicitaria estúpida: “Telefónica ahora es Movistar, aunque Vd. puede seguir llamándola como quiera”. Lo que, traducido a román paladino, viene a decir: no sea usted necio, hombre, y empiece a llamar a nuestra empresa como le estamos diciendo. O sea, el papanatismo angliparla exige que ahora llames así (estrella móvil, o algo parecido, pero angliparlado) a una empresa que fue - junto con CAMPSA - uno de los florones del patrimonio estatal español, con la que los viejos del lugar nos sentíamos identificados desde aquel entonces en que José Luis López Vázquez anunciaba por la radio las “Matildes” (“Matilde, compra telefónicas, te-le-fó-ni-cas”); o sea, acciones de Telefónica cuando aquellos tiempos en que pretendían, y consiguieron, hacernos creer en lo que se llamó “capitalismo popular”: las emergentes clases medias españolas podían enriquecerse comprando acciones bursátiles de empresas con gran futuro. Un capitalismo optimista que prometía enriquecernos a todos. Recuerdo que mi tía Emilia compró, con las perras que tenía debajo del colchón, un puñado de “matildes” que al cabo de los años no valían ni el papel en que estaban impresas.
Volviendo al principio: no sé cómo decirlo para que me escuchen. Cómo decir que estoy harto de que invadan mi privacidad con continuas llamadas ofreciendo gangas que son mentira; que estoy harto de que me acosen sin sosiego, un día sí y otro también y a cualquier hora; que Telefónica me obligue a pagar una cuota mensual que en cualquier otro país europeo se vería reducida a la mitad; que la supuesta libre competencia entre las empresas de telefonía no es más que un acto de depredación, donde el usurario es la víctima a devorar. En fin, que hace ya mucho tiempo se me han hinchado las gónadas de soportar tanto atropello y desvergüenza. Y que, eso que llamamos “poderes públicos” (ejercido por ineptos políticos acogotados por el dios mercado) calla y otorga, y deja a los ciudadanos indefensos y con el culo al aire.
Todo este asunto siempre me recuerda a aquel célebre corto La Cabina, donde el pobre Pepe Luis López Vázquez, con sus pintas de empleadillo, quedaba encerrado, rodeado de gente que observaba curiosa, mientras él se iba aterrorizando dentro de aquella urna de cristal y aluminio. La sensación es parecida: rodeado de gente indiferente, encerrado en la jaula consumista, tu privacidad no es tal, sino una pecera donde los Jazztel, Orange, Ono, Movistar, Vodafón y demás ralea… meten su zarpa con el afán de atraparte en sus redes telefónicas para exprimirte unos euros mensuales.
De momento, he hecho una reclamación ante la oficina del consumidor de la Comunidad de Madrid contra Jazztel por invasión de mi privacidad y acoso reiterado. ¿Servirá de algo? La solución, vaya usted a saber.
País…, que diría el Blasillo, entrañable personaje de Forges.

lunes, 19 de julio de 2010

Al fresco.-


En estos días que la bitácora ha estado en dique seco, mis improbables lectores han desertado y en el secarral madrileño se torraban, la santa y un servidor, acompañados por nuestro amigo asturiano Josefo, hemos estado en Fuentes Carrionas tan fresquitos. Con la peña del Espingüete (2.450 m) a espaldas de la casa y el embalse de Camporredondo al frente, rodeado de montañas, prados verdes, bosques de hayas y robles, arroyos trucheros y cantarines, vacas perezosas y ciervos pastando por las campas, ni me acordaba del resto del mundo con sus ciudades asfaltadas, sus autopistas, sus financieros voraces y sus políticos vocingleros. Y aunque parezca un topicazo aquello de bosques umbríos, arroyos cantarines y praderías verdecidas, lo cierto es que lugares así existen y se puede vivir en ellos. A condición, claro está, de que a uno no le asusten ni la soledad ni el silencio, sino que éstos sean objeto de disfrute. Si el paraíso existe, seguro que se parece mucho al lugar donde hemos pasado todos estos días.
El lugar donde nos alojábamos se llama Cardaño de Abajo, en la montaña palentina, al que se llega siguiendo la P210 o carretera de los pantanos, desde Velilla del Río Carrión. No hay ni una tienda, ni un bar, aparte La Panera, que vendría a ser el centro social de la aldea, único lugar donde uno puede tomarse una cerveza y hacer un poco de vida social.
Cada mañana, de madrugada, me calzaba las botas y daba buenas paseatas por los caminos que trepan por la montaña y atraviesan zonas umbrías, bajo el ramaje tupido de las hayas y los robles, que me producían esa sensación de soledad y sosiego que tanto echo de menos en la gran ciudad. Reconozco que, a tales horas y en tales andurriales solitarios, a veces me daba un poco de yuyu por aquello de que los folletos turísticos dicen que por allí campa el oso (me acordaba yo mucho de don Fabila, mientras atravesaba el bosque rumoroso) y los lobos. Las vacas en el camino también daban un poco de respeto; me refiero a las que están criando, que se soliviantan mucho si pasas por su lado cuando tienen el ternero amorrado a las ubres. Aunque, la verdad, éstas, rumiando sobre la pradera verde, producen la imagen más bucólica que puede imaginarse ningún asfaltícola. Dejo aquí la foto de una que, cuando yo pasaba por el camino del río Chico, me miraba con ojos soñadores y creo que, entre rumia y rumia, murmuraba palabras amorosas al caminante. A lo mejor son ilusiones mías.
Lo que sí es cierto es esa obsesión que uno tiene por disfrutar de la naturaleza. Iba a decir naturaleza en estado puro, pero no es el caso, que la mano del hombre ha modificado ésta de forma irremediable, aunque sería injusto lamentarse en este caso. El río Carrión, que por aquí discurre en su cauce alto, queda atrapado en dos pantanos escalonados – el de Camporrendondo y el de Compuertos – que vistos desde lo alto del monte producen la sensación de hermosos lagos de montaña. Si el día sale brumoso, las nieblas parecen hervir sobre la superficie azulada, ocultando y desvelando, alternativamente, fragmentos del paisaje y produciendo una sensación de irrealidad que se aferra a la imaginación, como si el mundo circundante no estuviese hecho de roca viva, masas boscosas y aguas profundas, sino de materia maleable.
Las fotos que he hecho no me dejarán mentir respecto a lo que digo. Las he descargado en el ordenador y veo que los temas son recurrentes: las calizas imponentes del Espingüete y montañas circundantes, los bosques, prados y arroyos, y las vacas. En mi vida he fotografiado tantas vacas, lo juro. Al fin y al cabo, éstas son al paisaje como los coches a la ciudad; no se conciben unos sin los otros. Hasta una cría de vencejo retratamos. El animalito cayó del tejado de casa y el guarda del parque, que era vecino nuestro, dijo que tenía mala solución: con un ala rota y a merced de los gatos, le pronosticaba una viva breve. Peor sería que yo me hubiese tropezado con el oso, pensaba para mi capote. Sentimientos idílicos, los justos, que la supervivencia tiene sus exigencias y a nosotros nos exige hacer las maletas y regresar a este Madrid estepario donde el jodido termómetro dice que hay 38 grados. Ya querría yo ver a los rebecos triscando por el parqué de casa con estos calores…

jueves, 8 de julio de 2010

Avifauna desde la ventana.-


La vida de barrio, en este Madrid tumultuoso, tiene sus ventajas similares, mutatis mutandis (que decimos los culturetas, por aquello de ser originales) a la vida en un pueblo. Si uno se pasa una semana sin salir del barrio, llega a crearse la ilusión de estar viviendo en un lugar apacible, hecho de dimensiones humanas. Si uno, además, es jubilata y ya no depende del transporte público para ir a trabajar al quinto coño, cosa que le ocurre a gran parte de la ciudadanía, descubre el placer de caminar sin prisas y cruzarse con gente cuya cara reconoce. La cara del quiosquero, la del vendedor de cupones de la ONCE, la de la estanquera o del coreano que regenta el restaurante de debajo de casa. Y, aunque parezca extraño, al cruzarte con ellos les dices “Buenos días”, “Adiós” y otras fórmulas de cortesía casi olvidadas.
Vas al mercado, a la panadería, a la farmacia (los jubilatas vamos mucho a la farmacia, cosas de la edad) y pegas la hebra con la frutera, el pescatero del súper, el zapatero remendón que te echa medias suelas, la farmacéutica que te adelanta las medicinas antes que te las recete el médico del seguro. Casi, casi, como si estuvieras viviendo en un pueblo donde todo el mundo fuese de allí de toda la vida.
Pero no es sólo el hecho de sentirte miembro de una colectividad, es que, además, hasta puedes dedicarte a la observación de la naturaleza. Esa naturaleza que logra sobrevivir entre bloques de casas y en espacios parcelados, como los patios comunales del barrio de la Concepción; barrio donde un servidor habita desde hace décadas, cuando un día se vino a la capital del reino buscando horizontes mentales más amplios y mejores posi
bilidades de trabajo.
¿Y qué mejor observatorio que la ventana de la cocina? Nunca se ha hecho el elogio de la ventana de la cocina, quizás por lo modesto, y aún vulgar, de su existencia, pero es un observatorio excelente para observar a las avecicas del cielo que sobreviven en un medio tan hostil. Quienquiera que guste de la naturaleza, como es mi caso, debería tener una ventana de la cocina desde la que ver el vuelo de los vencejos, el afán diario de los gorriones, la mala leche de las urracas, las plastíferas palomas que todo lo enmierdan.
Debe saber el improbable lector que la vida del jubilata da para mucho, incluyendo la observación como naturalista aficionado. Y desde la ventana de la cocina, mientras uno friega los cacharros o se afana entre los peroles, ve a los vencejos que aparecen por la mañana temprano y empiezas a dar vueltas enloquecidas, con sus chillidos estridentes. Ve cómo se lanzan, semejantes a aviones de caza, contra el cristal. Cuando parece que se van a estrellar contra él, a semejanza de los pájaros de Hitchcok, hacen un quiebro imposible, se posan un segundo en el tubo de la salida de humos, lo golpean y emprenden su vuelo. Nunca he entendido por qué lo hacen, pero tienen ese comportamiento absurdo, como de ruleta rusa, de a ver quién se arriesga más sin chafarse el pico.

Pero son los gorriones una fuente de entretenimiento que puede llenar horas del jubilata, talmente como si se tratase de dirigir las obras públicas desde la valla. Estropajo en mano, mientras enjabona cacharros, observa las peleas de estos pajaritos por ver quién come más deprisa las migas de pan. En esta época de cría, a veces acuden por parejas y comen en santo amor y compañía. A veces, hay varios ejemplares – cuatro o cinco – que comparten, a regañadientes, el contenido del cuenco donde les pongo la pitanza. A veces, hay algún gorrión que parece el amo del cotarro y espanta a los demás a picotazo limpio. Es de vez las broncas que organizan, como si la comida fuese de su propiedad particular y no de la colectividad. Observándolos, uno llega a creerse que imitan a las sociedades humanas, donde el pájaro más fuerte se apropia de recursos que están a disposición d
e toda la fauna gorroionesca. Uno, que tiene sus puntos de filósofo, reflexiona sobre su comportamiento y llega a convencerse de que la etología de estas aves es muy similar a la humana: egoísmo, insolidaridad, acaparamiento de recursos en provecho propio… El otro día apareció por la ventana de la cocina un gurriato alicorto que, a cada adulto que venía, se aproximaba batiendo las alas con gesto y pío-pío de desamparo, como pidiendo ser adoptado. Como única muestra de afecto recibía algún picotazo que le hacía ir corriendo al rincón donde están los cactus, con sus píos lastimeros…
Las urracas son mala gente; una especie de gansters con frac de buen corte y pechera impoluta. Vienen a escondidas y avasallando, agreden a los gorriones y, de dos picotazos, se zampan todo el contenido del comedero. Si te acercas, te miran con desconfianza, lanzan un despectivo ¡Crraacc! y se marchan con un aleteo que parece un corte de mangas.

De las palomas, ni hablo. La otra noche estacioné el coche debajo de una farola y me lo dejaron perdido de cagadas enormes y apestosas. Eso que dice el Génesis de aquella paloma que volvió llevando un ramito de olivo en el pico nunca me lo he creído. Seguro que Noé la echó fuera del arca porque se la había puesto perdida en los cuarenta días que duró el diluvio. Y encima, no había túneles de lavado como ahora…

viernes, 2 de julio de 2010

La Cuerda Larga por la noche (26/27 de junio)



Se trata de una marcha clásica que suele montar el club de montaña del CSIC: la Cuerda Larga nocturna, un sector de la sierra de Guadarrama situado entre el valle de Lozoya y el parque natural del Peñalara, al norte, y la Cuenca alta del Manzanares al sur. Son ocho dosmiles puestos en fila para desafiar al montañero.
El sábado más próximo al solsticio de verano es, tradicionalmente, un día/noche ideal para las marchar nocturnas, especialmente la de la Cuerda Larga, que es un clásico del montañismo madrileño. Lo que ocurre es que no siempre se cumple el propósito de hacer una marcha montañera disfrutando de la luna llena. Estos días han sido de tormentas y chubascos en la zona Centro y ha resultado imposible que el tiempo nos regalara una noche clara y templada para caminar. Entraron las nieblas, soplaba un viento helado y una lluvia fría nos ha acompañado hasta la madrugada. Por lo demás, una excelente paseata por las crestas de este sector de la Sierra madrileña, sólo apta para montañeros avezados y un poco ilusos.
Iniciamos el camino en el puerto de la Morcuera (era la una menos cuarto de la noche) y, el lugar de subir directamente a la Najarra, la bordeamos hasta ganar altura en Bailanderos (2135 m de altitud). A partir de aquí nos moveremos por encima de los dos mil metros, hasta superar la cota máxima en Cabeza de Hierro mayor ((2327 m). En Asómate de Hoyos caminamos por ese terreno abrupto, de grandes rocas sueltas que dificultan la marcha debido a la escasez de luz (la que proporcionaban nuestras linternas frontales). La loma del Pandasco nos acerca hasta la más alta de las dos Cabezas de Hierro, donde llegamos a las tres de la madrugada. Hace un frío del carajo y tomamos un tentempié protegidos del viento helador tras el vértice geológico que marca la máxima altitud de este sector serrano. Si subir la Cabeza mayor es trabajoso por lo empinado y largo del ascenso, atravesar la Cabeza menor es un ejercicio de equilibrio entre rocas de gran envergadura, resbaladizas a causa de la lluvia.
En nuestro caminar, enturbiamos la placidez de una vacada, sorprendida por la presencia de tanto bípedo mochilero, y casi la atropellamos. El toro que cuida de la familia vacuna nos mira desconcertado, temeroso de esa pandilla de bípedos alborotadores que casi se da de bruces con él. El pobre, a pesar de sus atributos bien visibles (que, como los Papas medievales, duos habet, et bene pendentes) más que temor da pena al ver su desconcierto.
No eran bastantes los picos que hemos hecho en nuestro recorrido, ya que todavía tenemos ante nosotros la subida al cerro de Valdemartín (2284 m). Por estas trochas nos amanece, cerca de las seis de la madrugada, y empiezan a aparecer los perfiles serranos: el macizo del Peñalara con los Carpetanos, las crestas de Siete Picos y el Montón de Trigo asomando por detrás; al fondo, la segoviana Mujer Muerta. Frente a nosotros, la Bola del Mundo – nuestro objetivo antes de emprender la bajada al puerto de Navacerrada – y, a su izquierda, el peñote impresionante de la Maliciosa. Unas vistas que alegran al cansado montañero y que son un privilegio sólo al alcance de los ojos de los esforzados que castigamos las botas por estos andurriales y a tales horas. La bajada al puerto, desde la Bola (alto de las Guarramillas), es esa interminable pista de cemento que baja en zigzag y que resulta siempre tan aburrida. Pero, bueno, estamos casi al final de nuestra caminata y es cuesta abajo. La amanecida es luminosa, el piorno en flor aromatiza el ambiente, y se camina con la despreocupación de estar a punto de alcanzar el objetivo propuesto: el puerto de Navacerrada, donde nos espera el bus con la ropa seca para cambiarnos y las cafeterías donde tomar ese cafelito reparador que entona el cuerpo y alivia de las penalidades pasadas.
De aquí, regresamos a Madrid dando cabezadas en el autobús. Luego, la ducha calentita, el pijama y unas pocas horas de sueño. Un placer bien merecido tras casi ocho horas de caminata por esos andurriales abruptos.
Las fotos que dejo aquí no son buenas (hechas con una cámara de turista), pero sirvan como testimonio de nuestra paseata nocturna. También queda esa mía, para que se vea de qué guisa terminé la aventura.

domingo, 27 de junio de 2010

Esos libros que dan que pensar.-


Uno no es que sea un depresivo porque, en general, está moderadamente satisfecho con su mediocre existencia y sería una falta de consideración por su parte sentirse desgraciado. Si, en algún momento se siente un tanto depre, no tiene más que pararse a observar el desbarajuste en que vive la humanidad y acaba por reconocer que, dentro de sus limitaciones de pequeño burgués (perdón por emplear un término tan en desuso), pertenece a la casta de los que tienen resueltas sus necesidades y pueden permitirse ciertos lujos. Incluso, el de pensar.
Sin embargo, aunque vive instalado en su áurea mediocridad, se siente inclinado al pesimismo antropológico. De aquel optimismo dieciochesco que creía en el progreso indefinido de la especie humana, a través del conocimiento y la diosa Razón, queda bien poco. Aquel capitalismo decimonónico, que veía ante sí un mundo lleno de recursos naturales explotables indefinidamente, nos ha traído este capitalismo depredador que sufrimos actualmente, dilapidador de dichos recursos en nombre de una libertad de mercado que es el gran dios Moloch a cuyos intereses se ha sometido toda la humanidad. Y, para que ésta se crea viviendo en un paraíso de riquezas sin cuento, nos ha convertido en consumidores embrutecidos por el afán de poseer bienes materiales, a cambio de renunciar a un comportamiento crítico. Ha hecho de los ciudadanos masa amorfa que se alimenta de consignas consumistas y se niega a sí misma el irrenunciable aunque incómodo derecho a la reflexión.
Ya ve el improbable lector: todo lo que antecede, y mucho más, le ha venido a las mientes a este jubilata moderadamente feliz porque, en los últimos meses, ha ido leyendo tres novelas que son, en el género de anticipación, tres clásicos del siglo XX. Empezando por el final, estas últimas semanas, mientras viaja en metro, está leyendo la novela de Ray Bradbury Fahrenheit 451 (es la temperatura a la que arde el papel). Una sociedad y un tiempo en los que el saber, los conocimientos que se transmiten a través de los libros, son un peligro para la felicidad de las gentes. Por eso, los bomberos no apagan fuegos, sino que los provocan para reducir bibliotecas a cenizas y, con ellas, a los raros lectores. Porque leer equivale a pensar, y pensar es un riesgo para la estabilidad social y la felicidad general.
Puede imaginar el improbable lector que, además de Fahrenheit 451, se está hablando, también, de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y de 1984, de George Orwel. Tres visionarios que profetizaron nuestro mundo actual y lo plasmaron en sendas metáforas en las que nos vemos reflejados como en esos espejos deformes del callejón del Gato, que decía Valle Inclán. Estamos representando la comedia del absurdo humano y creemos que no hay más realidad que la que imaginamos ver en los espejos contrahechos en los que nos reflejamos.
Quizás, de las tres obras, la que peor ha resistido el paso del tiempo es la novela de Bradbury. Y eso porque “el Sistema”, “los Mercados”, “los Poderes Fácticos” o como quiera que se le pueda llamar a esa entelequia que controla la sociedad, es más sutil que lo imaginado por el autor. ¿Para qué quemar libros, si se puede trivializar su contenido? Producidos por cientos de millares, con contenidos inocuos, multitudinarios best seller y novelería intranscendente, se satisface la curiosidad del respetable y se le alivia del aburrimiento; y se le niega, sutilmente, la posibilidad de tiempos en blanco que pueden llevarle a la funesta manía de pensar. Además del control del pensamiento, está el gran negocio editorial, y la industria papelera, y las campañas publicitarias, y el famoseo pseudointelectual, y…
Es fácil, y hasta tópico, hablar del “soma” huxleyano que tomamos a grandes dosis: los deportes, que atraen multitudes (ahora estamos inmersos en el campeonato mundial de fútbol y “la roja” está aliviando muchas frustraciones personales), los vacuos programas y la sin sustancia de los tropecientos canales de la TDT, las revistas de colorines y casquería sentimental, y todo el etcétera que cada cual quiera añadir. No se sabe bien si somos un rebaño de Epsilones o privilegiados Alfa-Más, cuyo horizonte no va más allá de seres con el cerebro demediado o individuos seriados cuyo objeto es trabajar para el Sistema y gozar de sus ventajas cuantificadas en complejos laboratorios del comportamiento de masas.
Y siempre, un Gran Hermano vigilante (Orwell dixit) que controla nuestros comportamientos para que no nos salgamos de la recta ideología que hace perdurar el sistema vigente. La pérdida del sentido histórico y la reconstrucción, día a día, de la verdad oficial para la perpetuación en el poder, son herramientas muy útiles y que están demostrando su eficacia; sólo que no nos vienen impuestas por un estado totalitario (término nefando para el liberalismo capitalista), como nos cuenta Orwell en 1984, sino sugeridas por el sistema social, quien afirma hacerlo por nuestra propia seguridad. ¿Cuántas cámaras nos vigilan en cuanto salimos de la puerta de casa? ¿A cuántas vejaciones no nos someten en cuanto pasamos los controles de un aeropuerto? Pero es así – la gente lo tiene claro – por nuestra propia seguridad. Nadie quiere volar en un avión con un terrorista al lado. Nadie quiere ir al banco y tropezarse con un atracador pistola en mano. Vivimos controlados, observados, manipulados y lo llamamos “seguridad”. No hay nada como crear un enemigo (en 1984 la nación Oceanía está en guerra con Eurasia o Asia Oriental, según convenga; entre nosotros, “el terrorismo”, ese monstruo de mil caras que da tanto juego) para hacer dejación de la libertad en nombre de la seguridad.
Si Bradbury, Huxley u Orwell hubiesen conocido nuestra sociedad del siglo XXI, es muy probable que rehiciesen sus novelas para adaptarlas a los nuevos tiempos; pero, seguro, seguro, hubiesen llegado a las mismas conclusiones a las que llegaron entonces: masificación acrítica, pérdida de referentes éticos, adocenamiento provocado por una neolengua que elimina el pensamiento complejo, temor inducido, simulacro de felicidad…
Lo dicho al principio: uno, de depresivo, nada; más bien moderadamente feliz, aunque con la fea costumbre de rumiar las cosas y darles vueltas en su caletre. Dentro de lo que le permiten las circunstancias, se niega a ser un homúnculo lobotomizado que acepta el mundo tal como se nos muestra en los espejos deformes que el “Sistema”, o lo que coños sea, ha instalado en el callejón del Gato, por donde deambula despreocupadamente la masa de epsilones.

lunes, 21 de junio de 2010

Mira qué te cuento, 4.- El voto de Floro.-


Floro Seseña era un niño raro. Desde pequeñito le entró la afición a jugar a las urnas electorales. Los chavales de su edad jugaban con cromos de futbolistas o de motos de carreras. Él no; él jugaba a hacer votaciones. Todo empezó el día que su abuelo le regaló un voto que tenía para las elecciones municipales. Como el hombre se marchaba a una residencia de la tercera edad a otro municipio, el voto le resultaba inútil. Por no tirarlo, se lo dio al nieto.
– Toma, hijo, un voto para que juegues a las elecciones. Cuando te canses, lo tiras a la papelera.
Y Floro se pasó la infancia jugando a votar. Un día eran votaciones legislativas; otro, municipales o automónicas. Incluso una vez organizó una votación al parlamento europeo. Echaba la papeleta en una caja de cartón, controlaba para que no hubiese pucherazo y cerraba el colegio electoral cuando su madre le daba la merienda. Abrir la urna y hacer el recuento era de lo más emocionante. Lo bueno de este juego –que a los demás chicos les parecía aburrido– es que siempre salía elegido su partido político. Lo malo fue que la papeleta se le estropeó, al cabo de los años, de tanto danzar de urna en urna y no se leía bien la candidatura. Hasta que un día, de tan borrosa que estaba, ni se sabía a quién había votado. Ese día no tuvo más remedio que declarar la votación nula y la convocatoria desierta. Fue una frustración que marcó su vida.

miércoles, 16 de junio de 2010

Que parezca un accidente.-

Por lo visto, eso es lo que recomendaba don Vito Corleone a los suyos: "Que parezca un accidente". Discreción, profesionalidad y que otro cargue con el muerto. Don Vito era hombre inteligente y lo sabía; sabía que no es lo mismo el muerto en un accidente de tráfico – mera estadística en el telediario –, que el activista, tripulante en una flotilla humanitaria, con un tiro en la frente y sobre la cubierta de un barco cargado de sacos de cemento y sillas de ruedas. Vamos, una cuestión de ética, estadística y estética a partes iguales, pero sin confundir churras con merinas. O, como decía el agente 007: Mezclado, no revuelto.
Pero el tal señor Schutz no había caído en ello y se hizo la picha un lío confundiendo ética y estadística, y, encima, sin preocuparse por la estética, con lo bien que quedan maquillados los cadáveres. Que un capo de la Cosa Nostra sea más sutil que un embajador israelí da qué pensar ¿Dónde queda la sutileza diplomática cuando hasta un mafioso puede darle lecciones de savoir faire? A menos que no se trate de descuido – lo de confundir accidentes de carretera y tiro a bocajarro – del señor Schutz, sino de cinismo en estado puro; cinismo sustentado por la impunidad. Pero, bueno, el accidente-incidente de ametrallar cooperantes (¿cuestión de ética o estadística?) ya no da juego periodístico, aunque, precisamente por eso, lo saco a colación en esta bitácora. Porque un no quiere tener “memoria de pez”, como alguna vez nos recuerda Rosa Artal en su blog.
Ahora, al público en general ya no le interesa lo de romper el bloqueo de Gaza: agua pasada no mueve molino. Ahora nuestra preocupación es otra. Estamos demasiado preocupados por ver los partidos del Mundial de Fútbol de Sudáfrica. Lo cual a mí me sigue pareciendo un accidente, aunque quizás no lo sea. Que el mundial futbolero coincida con el enorme recorte de logros sociales en aras de las Leyes de Mercado; que haya más gente ante el televisor del bar de la esquina que en la huelga de funcionarios del otro día, parece casualidad. Algo puramente accidental, como los muertos de don Vito.
Digo yo que debe ser cosa accidental – seguro que lo es – el haber olvidado el terremoto de Haití. Ese terremoto que aniquiló las escasas y defic
ientes estructuras del estado haitiano y que se llevó por delante más de doscientas mil vidas. Accidentalmente - claro está -, estaba yo leyendo la otra tarde el boletín de Médicos Sin Fronteras y me hicieron recordar que se amputaron brazos y piernas aprisionadas entre los escombros, para liberar a los atrapados. Una cirugía de serrucho en hospital de sangre que ha dejado un buen surtido de mutilados a los que nadie recuerda ya. Y, como no hay perro flaco que no esté comido de pulgas, apenas hay hospitales donde atender a tanto cojo y manco. Pero, bueno, ya se sabe cómo son estas cosas: siempre hay un nuevo tsunami a mano, o cualquier otra desgracia colectiva que obligue a liar el petate y olvidar viejas miserias que ya no son objeto de telediario o primera plana.
También parece un accidente lo de BP y su plataforma petrolífera Deepwater Horizon en el Golfo de Méjico, manando, no leche y miel como la Tierra Prometida por Yahvé a los paisanos del señor Schutz, sino pura mierda en forma de nafta. Y uno, que tiene la mala costumbre de leer cualquier cosa que le caiga a mano, ha leído un interesante artículo en el Nouvel Observateur del que parece desprenderse que, aunque parezca un accidente, como los recomendados por don Vito a su gente, no lo es.
No es accidente, sino desidia, incompetencia y corrupción. Accidente que, por otra parte no parece preocupar a los directivos de BP, aunque le cuesta a la petrolera 16 millones de dólares diarios. Porque, aunque le llegase a costar 14 mil millones en total – según he leído –, no le representaría más que los beneficios de un año. “Hilillos” a la mar.
Desregulación de los sistemas de seguridad desde los tiempos del nefasto Bush junior. Minerals Management Service, agencia estatal responsable de aplicar la reglamentación y hacer las inspecciones, ha anulado desde 2004 la obligación de instalar un telemando que bloquea las perforaciones en caso catástrofe, debido a que considera “se trata de sucesos raros y de corta duración”. Sin embargo, Noruega equipa sus pozos con este dispositivo desde 1993, Brasil desde 2007. Argumentaba BP que los programas “voluntarios” de autocontrol eran más que suficientes y que la Administración americana no debía reglamentar con tanta rigidez las inspecciones de sus platafo
rmas. Algo así como dejar en libertad al zorro dentro del gallinero; ya decidirá él cuántas gallinas se come. Ejemplo de autorregulación modelo BP: dos refinerías de BP representan el 97% total de las violaciones de seguridad constatadas a lo largo de tres años en USA por la agencia que las supervisa. Y eso que un tercio de los empleados de MMS, entre 2002 y 2006, han recibido gratificaciones e invitaciones de empresa… Más aún, el lobby del gas y del petróleo ha ingresado 334 millones de dólares en las cuentas de los candidatos y partidos norteamericanos; tres cuartas partes de los cuales han ido a parar a los republicanos.
En fin, un accidente que ya casi ni sale en los telediarios. Como aquello nos pilla tan lejos… Ya verás qué risa el día que la corriente del golfo nos traiga los “hilillos” de BP hasta las bateas mejilloneras de Galicia.
Para terminar: El mundo debe saber que no se trata más que de un accidente aislado, ha comentado un tal Tyler Verdom, de Bilmore Capital. Eso es llamar a las cosas por su nombre.
Don Vito Corleone estaría satisfecho.