Desde el verano pasado que estuvimos unos días en su casa, un amigo asturiano y yo andamos metidos en una pelea, no sé si decir que semántica o de puro empecinamiento. Y la cosa no es tan baladí como podría parecer a primera vista, porque tiene mucho que ver con la gastronomía... o con la manduca, según apreciaciones de uno u otro.En estos tiempos, en los que "restaurar" ya no designa la restauración de objetos artísticos o repristinación de antigüedades, sino al ennoblecido arte de la cocina, la forma como se denominen las comidas que hacemos en casa tienen su importancia, mal que le pese al amigo Cote-Mel. Para eso están las sutilezas idiomáticas.Yo sostengo que, con frecuencia no regular -aproximadamente una vez por semana-, degustamos un menú "estrecho y largo"; él afirma que comemos "las sobras", o como mucho, cuando baja sus decibelios polemizadores, que comemos una "ropavieja". Este amigo mío no acaba de entender que, si el cocinero ha pasado a "restaurador", los fogones a "laboratorio", el peroleo a "alquimia" y el restaurante a "templo de la gastronomía" -e incluso existe el exclusivo cielo donde refulgen las estrellas Michelín-, es una desconsideración llamar "sobras" a nuestros menús "estrechos y largos", o de "degustación".Presentar en la mesa cuatro o cinco platos con alimentos no consumidos en el día de su elaboración, con sus cualidades gustativas y nutritivas intactas, aunque, eso sí, en pequeñas cantidades, no puede considerarse una comida hecha con ¨"sobras", sino un menú que es "largo" por el número de viandas presentado, y "estrecho" por la exigüidad de su contenido.Ya digo que llevamos meses en esta pelea dialéctica, que va pareciéndose bastante a las discusiones de los teólogos bizantinos sobre el sexo de los ángeles. Es la nuestra una discusión reiterativa y masturbatoria en la que cada cual se auto complace en sus propias posturas. Claro que, como dijo Jacques Lacan: Seuls les crustacés à pinces ne se masturbent pas. Aunque nadie ha demostrado, hasta ahora, que no lo hagan mentalmente.
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