sábado, 28 de febrero de 2009

Las vacas de la Villa.

Este sábado he estado de safari fotográfico por las calles céntricas de la ciudad. En vez de ir mirando al suelo para sortear baches y no pisar basuras, he decidido emprender mi expedición con más altas miras. Justo a la altura de las cabezas de esas vacas que el municipio ha tenido a bien diseminar un poco por todas partes, como si la ciudad, por unas semanas, fuese una dehesa boyar en vez de ese tráfago de ruidos, contaminación, baches y desperdicios a que estamos resignados.
Como los nombres puestos en angliparla son más llamativos –según el papanatismo anglificador imperante– que los de nuestro idioma, el título de la exposición (porque de una exposición se trata) es Cow Parade Madrid. Algo así como “desfile de vacas”. ¡Hombre! desfile o parada, hablando con propiedad, no es, ya que los bichos estos están diseminados por calles y plazas. A lo sumo, como en la plaza de Manuel Becerra, puedes ver un par de ejemplares juntos. Pero no desfilan sino que están apaciblemente tumbados sobre su pedestal y cada uno sumido en la rumia de sus pensamientos. Eso supongo yo, salvo que estén afectados por la encefalopatía espongiforme o, lo más probable, que tengan la cabeza hueca… Después de todo las han puesto ahí por su apariencia, no por su inteligencia. En cualquier caso, ni rumian, ni piensan, ni son conscientes de que han aterrizado en mitad de una ciudad dejada de la mano de sus autoridades munícipes.
Felices esas vacas de lucimiento y cabeza hueca. Felices porque nadie les explicará que los ciudadanos que las miran, las fotografías, las pintarrajean o descuernan, deben 6.000 millones de euros por la construcción de la M 30. No está en el carácter apacible de una vaca, aunque sea de pega y ornato, preocuparse por la deuda impagada ni por la previsible que nos caerá en el caso de que la testarudez alcaldil logre traerse los juegos olímpicos del 2016. Como, además, no se mueven, no tienen que sortear las basuras del suelo ni corren el riesgo de romperse una pata en un bache, o pisar una mierda de perro.
Lo digo porque no soy el único preocupado por este deterioro de la ciudad, que hasta Rosa Artal le ha dedicado un artículo (fotos incluidas), que puede leerse en esta dirección que transcribo:

http://rosamariaartal.wordpress.com/2009/02/28/limpiemos-madrid-pero-a-fondo/

Pero no todo va a ser malo. Puestos a ver el lado positivo, además de ser vistosas, estas vacas del Cow Parade, al menos, no defecan.

jueves, 26 de febrero de 2009

Sólo son cuentos.- Oficios raros, 3

EL BIBLIOCIDARIO.
La verdad es que Obdulio Remacha nunca entendió qué relación podía haber entre las hipotecas basura norteamericanas, contratadas por las bancas Lehman Brother y la Merrill Lynch –y el consiguiente batacazo de Wall Street–, y la granja avícola en la que durante siete años había estado trabajando como sexador de pollos en Villamayor de los Eriales. Pero lo cierto es que el señor Minche, el dueño de la granja, no pudo pagar en los últimos meses el crédito contratado con la Caja Rural y le embargaron los chamizos, las jaulas de pollos (con los pollos dentro) y el silo del pienso. Obdulio se vio en la calle.
– Cosa de los mercados especulativos como resultado de la ortodoxia neoliberal dominante – le explicó el señor Minche, cuando le pagó el finiquito. Obdulio no entendía gran cosa de macro economía y dijo que bueno.
Claro está que al señor Minche le daba mucha pena abandonar a sus pollos de engorde y a Obdulio, a los que quería como a hijos, pero estaba en la ruina, había cumplido ya los setenta y decidió que iba a vivir de la pensión y de la huerta. En cuanto al bueno del Remacha, el señor Minche le aconsejó que fuera a la capital y se apuntara al paro, que siempre habría una oportunidad para alguien que tenía tanta habilidad en la punta de los dedos.
– Lo de experto sexador no consta en la relación de especialidades u oficios en la base de datos del INEM, pero tenemos una plaza vacante de bibliocidario. Si la quiere, suya es –. La funcionaria que le atendía, le dio un papel con muchos sellos estampados para que se presentara en una dirección y le aconsejó que se pusiera corbata. Ahora iba a trabajar en el mundo de las bibliotecas y eso da mucha prestancia.
– ¿Y usted, de libros, sabe mucho? – Le preguntó el jefe de recursos humanos en la entrevista, tras una batería de test psicotécnicos, pruebas de destreza manual, capacidad organizativa y de gestión, y todos los requisitos propios de cualquier contratación laboral.
Obdulio Remacha, aparte de su habilidad para definir el sexo de los pollos en cuanto salían del cascarón, no recordaba haber tenido un libro en las manos, lo que, a juicio del entrevistador, resultaba una cualidad muy meritoria. Pero, como éste era un hombre hábil en sonsacar información a los candidatos, insistió:
– A ver, señor Remacha, séame usted sincero ¿Algo sabrá de biblioteconomía? ¿Y de catalogación o clasificación? No me diga que no tiene ni idea. Al fin y al cabo lo de sexador presupone una habilidad clasificadora.
Pero Obdulio, por mucho empeño que pusiera en hacer una introspección en la que aflorasen desconocidas habilidades relacionadas con el mundo de la letra impresa, tuvo que confesar que, desde que terminó la primaria, no había tenido un libro en las manos. Y no se sabe si gracias a la sinceridad de sus respuestas o a la manifiesta ignorancia en materia de bibliotecas, le adjudicaron el puesto de bibliocidario, no sin antes hacerle una última advertencia:
– ¿No estará usted contaminado por la nefasta obsesión de la bibliomanía, verdad, señor Remacha?
Cualquier duda por parte del entrevistador quedó definitivamente disipada cuando él le presentó la cartilla sanitaria donde se certificaba que había sido vacunado contra la peste aviar y contra la encefalopatía espongiforme.
Un fascinante mundo de posibilidades, ignoradas durante su etapa en la industria aviar, se abrió ante Obdulio Remacha el día que tomó posesión de su cargo de bibliocidario. En efecto, destruir libros por encargo le puso en contacto la industria del reciclado y las más modernas tendencias del desarrollo sostenible y la ecología. Aparte de que era un trabajo muy entretenido. Ni siquiera tenía que ir a la oficina cada mañana, sino que trabajaba a su aire, en domicilios privados donde le llamaban.
Siguiendo instrucciones, se personaba en un domicilio determinado y rompía con aplicación y eficacia centenares o miles de libros, según los casos. Era un trabajo que requería discreción, solicitado por encargo de los herederos de algún difunto que les había dejado la casa con todas sus pertenencias. En general, los herederos, una vez limpia de libros y demás estorbos la vivienda, solían ponerla a la venta para hacerse con un dinero con el que pagarse las letras del coche movido por biodiesel, el televisor de plasma con decodificador TDT, el colegio privado de los niños, la boda de la hija o todas esas pequeñas satisfacciones que proporciona la adaptación a la sociedad de consumo.
Los libros, una vez desencuadernados, descuartizados y depositados en contenedores, eran recogidos por camiones de la empresa TTES. LA ECOLÓGICA y llevados a una planta de reciclaje donde, tras un proceso físico-químico respetuoso con el medio ambiente, eran transformados en planchas de cartón con las que se elaboraba los embalajes en los que se importaban los electrodomésticos made in China, los cuales venían a ocupar los espacios que antes ocupaban las estanterías repletas de libros polvorientos.
– Desengáñese usted – acostumbraba a decir Obdulio a los clientes remisos – donde estén los soportes informáticos y la Wilkipedia, que se quite la letra impresa.
Y es que, tras dos años en la profesión, Obdulio era otra persona. Había ampliado su campo de acción hasta los excedentes editoriales y el floreciente negocio de la literatura de aeropuerto y revistas del corazón (basado en el principio de “usar y tirar”), que producía excelentes márgenes comerciales. Vestía trajes de corte impecable, camisas italianas y corbata informal, que le daban un aspecto responsable, pero juvenil. Había desarrollado grandes habilidades comerciales y, con frecuencia, tenía comidas de negocios con responsables del departamento de librería de los grandes almacenes o del gremio de quiosqueros de prensa, que le suministraban toneladas de papel impreso. Usando de sus recién adquiridas influencias en el mundo editorial, empezó a relacionarse con altos cargos del Ministerio de Cultura porque, según le habían dicho, los archivos y bibliotecas estatales podían proporcionarle miles y miles de toneladas de papel con el que alimentar las plantas de reciclado, el circuito comercial de embalajes ecológicos y, en fin, cooperar eficazmente al desarrollo sostenible del planeta.
– Si me viera ahora el señor Minche…– pensaba Obdulio Remacha con legítimo orgullo.

domingo, 22 de febrero de 2009

Ruta del Arcipreste, VIII bis.

Este sábado 21 de febrero, hemos caminado la ruta que denominamos VIII bis, de Segovia a Otero de Herreros, por lo que se dice a continuación:
Dice el Arcipreste de Hita que, cuando regresó de Segovia a su tierra, queriendo atravesar el puerto de la Fuenfría, se perdió por el camino: “Pensé tomar el puerto que llaman la Fuenfría / y equivoqué el camino, como quien no sabía”. Nosotros (el grupo montañero de la Agrupación Aire Libre del Ateneo de Madrid), en esta etapa, hemos
querido hacer el recorrido que, supuestamente, hizo el Arcipreste desde Segovia hasta Otero de Herreros. Por eso, tomamos la calzada romana –que más adelante salta la sierra por el puerto de la Fuenfría y lleva a Cercedilla–, para luego desviarnos por la Cañada Occidental Soriana, en dirección a Otero de Herreros.
Partimos de las afueras de Segovia, donde está el Cuartel de Baterías de la Academia de Artillería (830 m. de altitud). En el descampado próximo hay un piedrolo de considerables dimensiones, puesto allí a mayor gloria de aquel ministro ensoberbecizo que se llamaba Álvarez Casco. El texto epigráfico hace alusión a un supuesto “bosque de Correos”, que debió ser un proyecto de repoblación forestal que nunca existió más que como justificación de tan pretencioso monumento. Algún compañero de marcha dijo allí, con ironía maliciosa, que debía referirse a un “bosque de grúas”, porque otra cosa no se podía esperar, viniendo de tal ministro… Total, que el meño sigue allí en pie, cuando lo decente sería condenar al pretencioso ministro a la
damnatio memoriae.
Nuestro camino, también antigua cañada sobre la más antigua calzada romana, pasa sobre la nueva línea de AVE, que es una inmensa llaga en el paisaje. Pasamos junto al Rancho del Feo, un antiguo rancho de esquileo. A lo largo de la cañada encontraremos alguno más. Son los ranchos donde se esquilaban las ovejas merinas de la Mesta que transitaba buscando los pastos de montaña, y que fueron la gran industria medieval de Castilla. Lanas que se exportaban por los puertos del Cantábrico hacia Europa, y fuente de la riqueza de la época.
Poco antes de llegar al Rancho de Santillana y el cerro de Matabueyes, que dejaremos a nuestra espalda por la izquierda, nos encontramos con la Calzada Occidental Soriana (marcada como GR 88) y hacemos un giro de 90 grados hacia la derecha, para embocar esta cañada. Una depresión en el terreno nos va acercando hacia el embalse de Revenga, alimentado por el río Frío. Hasta ahora nos hemos movido por un pasaje de dehesas, con ganadería, bosquetes de encinas y jara pringosa. Ya en el pantano –antes de llegar a él pasamos por el Rancho de Marianín– la vegetación cambia, dando paso a tierra de pinares y praderías. Por aquellos parajes debió tropezarse Juan Ruiz con Gadea de Riofrío: “Por el pinar abajo encontré una vaquera / que guardaba sus vacas en aquella ribera / Dije: “ante vos me humillo, serrana placentera / o me quedo con vos o mostradme carrera”. Parece que a la sañuda Gadea no le hizo gracia la autoinvitación del Arcipreste, ya que ella le arreó un golpe con el cayado cerca del pestorejo y le dejó la oreja "marchita": “Me pareces muy sandio, pues así te convidas / no te acerques a mí, antes toma medidas / que si no, yo te haré que mi cayado midas: / si te cojo de lleno, verás que no lo olvidas”. Bien es cierto que el embalse es cosa de estos siglos, y que el pinar responde a la política de reforestación del pasado siglo, pero el Arcipreste no da más señas, así que el lugar lo damos por bueno, a menos que él o la vaquera Gadea nos desmientan.
La cañada mantiene la anchura que los privilegios reales concedieron a esta autopista de ganados: 90 varas castellanas (unos 80 metros) de pastos finos a lo largo del pie de monte. Sorprende que, después de tantos siglos, nadie la haya esquilmado y mantenga todavía sus dimensiones. En la foto (oscura, porque el día tenía mala luz) que acompaña a este texto puede apreciarse la gran anchura que tiene. Uno ha recorrido ya muchas cañadas y la mayoría de ellas queda reducida a la anchura de un camino normal porque la codicia de los dueños de las fincas próximas ha ido arañándoles terreno con el paso del tiempo.
Durante la primera parte de nuestro camino hemos tenido frente a nosotros, y un poco a la izquierda, el Montón de Trigo y, poco más allá, el perfil de la Mujer Muerta, cubiertos de nieve. A partir de aquí, nos vamos alejando de este macizo de la Sierra, buscando el extremo de la sierra de Quintanar, y cruzamos el río Peces, porque al final de ella encontraremos el pueblo de Otero de Herreros. Muy próximo a este pueblo serrano está el despoblado de Ferreros, a donde la serrana encaminó al Arcipreste: “Anduve cuanto pude, de prisa, los oteros, llegué con sol, temprano, a la aldea de Ferreros”.
De la aldea de Ferreros, hoy finca particular, no quedan en pie más que parte de los lienzos de la iglesia y vestigios de alguna casa. El arco toral de la iglesia lo trasladaron a una propiedad privada que hay en mitad de Otero de Herreros y se puede ver el arco en lo que sobrepasa la tapia de dicha finca. También le he hecho un par de fotos, que conservo como recuerdo de esta marcha.
Nosotros llegamos con bien a Otero de Herreros. En el bar de la plaza nos tomamos un cafelito caliente antes de montarnos en el bus de regreso a casa. ¡Ah! y no tuvimos que pagar el peaje carnal que Gadea de Riofrío exigió a Juan Ruiz por darle cobijo y comida. Que encima, el pobrete no supo cumplir, y así nos lo dice: "Hospedóme y diome vianda / pero pagar me la hizo. / Como no cumplí su demanda / dijo: “¡Ruin, gafo, cenizo / Mal me salió la demanda! / ¡Dejar por ti al vaquerizo!
Para saber más de la Ruta del Arcipreste habrá que esperar a que aparezca el libro del mismo nombre, escrito por Guillermo García Pérez, quien ha dirigido esta etapa. Esperemos que en la próxima Feria del Libro el editor lo haya lanzado ya. Así sabremos qué caminos hemos de seguir para revivir, a golpe de bota montañera, el periplo literario de Juan Ruíz.

jueves, 19 de febrero de 2009

Bloguear a brazo partido

Es tremendo el trabajo que supone eso de navegar por el infinito universo de la blogosfera. No basta con que uno mantenga vivo su propio blog, es que encima tiene que zambullirse en los de la gente que conoce. Y uno no se hacía idea - antes, cuando era joven y no estaba todavía blogueado - de la cantidad de amigos y conocidos que cultivan su blog con el empeño de quien cultiva su huerto o un jardincito en el adosado.
Cada día tienes que darle un repaso a sus escritos, ver qué nuevas entradas han colgado, qué opinan de ésto y aquéllo y, en fin, estar informado. Luego te llaman por teléfono: "¿Has visto el post que he colgado hoy?" Y te examinan. Y si no sabes de qué va, se sienten ofendidos y te sustenpen en amistad.
Además, es fundamental estar al corriente de las doctrinas que imparten los gurús blogiarios y, para demostrar lo seriamente que te tomas el asunto, enlazar con su blog, ponerlo entre tus favoritos y agradecer si alguno de ellos, por casualidad, hace mención del tuyo. Que no suele. Porque tú no eres más que uno de los millares de indocumentados anónimos que flotan en ese universo blogosférico donde sólo unos pocos privilegiados tienen derecho a un nombre.
Después de pasarme una hora leyendo las últimas entradas de los blogs imprescindibles para sentirme miembro de la cofradía de los blogiarios, me he dado cuenta de que tenía abandonado el mío desde el domingo pasado. Por eso escribo un rato, antes de ir a cenar. No quiero que se me acuse de desidia intencionada o de abandono criminal de esta tierna criatura, que no tiene más que un par de meses de vida.
Y ahora sí que me voy a cenar.

domingo, 15 de febrero de 2009

Un corazón tan rápido.-

Por alguna razón que los de casa no entendemos, el corazón de Teresa ha decidido desbocarse. Para todos nosotros ese corazón, ahora acelerado y que nos tiene en un sobresalto, es algo muy importante. Yo diría que imprescindible para quienes la rodeamos y la queremos. Siempre nos hemos fiado de él porque conserva celosamente todos los afectos que una persona puede sentir hacia los suyos. Incluso de una forma, cordialmente tiránica, es él quien manda.
En caso de elección entre la sensatez y los afectos, él siempre ha impuesto sus razones: las razones del sentimiento frente a la racionalidad. En asunto de sentimientos, el corazón de Teresa siempre manda y lo hace sin necesidad de reflexión. Lo hace porque sí –en casa lo sabemos bien–, sin necesidad de pararse a pensar qué era más importante, si la razón o el sentimiento afectivo. Ante los razonamientos, el corazón de Teresa siempre ha dictaminado que las cosas eran así, como él decía, porque sí.
Precisamente ahora, cuando el paso del tiempo nos empujaba a tomar la vida con más calma –una de las ventajas de la edad– el corazón de Teresa ha decidido que tenía prisa y ha empezado a correr. Como si quisiera vivir con urgencia el tramo de vida que queda.
Precisamente ahora, cuando corresponde que la vida transcurra pausadamente, como esos grandes ríos que se deslizan hacia su desembocadura lentos, profundos, apacibles, arrastrando los limos fértiles de tanta experiencia vivida.
Pero no, el corazón de Teresa ahora tiene prisa. Demasiada… Y no nos quiere decir por qué. Un buen día se pone a correr y nos acelera a todos: llamadas a urgencias médicas, ambulancias, hospitalizaciones –esas esperas interminables en pasillos de hospital– visitas al cardiólogo, controles hematológicos, pruebas neurológicas, ahora un médico, luego aquel otro… Ahora conectado por mil cables a un apantalla donde ves cómo se afana tan sin necesidad ese corazón. Y tú le preguntas ¿Por qué ese ritmo tan endiablado? ¿Por qué caminas tan deprisa? Sosiégate, vamos, no tenemos ninguna prisa…
Nadie le ha pedido que se apresurara, es verdad. Sin embargo, él se ha puesto a correr desbocado, como si fuese un corazón joven que tiene urgencia de vivir toda la vida que aún queda por delante y faltase tiempo. Ves la pantalla donde la gráfica de sus impulsos va tan veloz que a uno se le encoje el propio corazón, y le entran ganas de hacerle al de Teresa la misma pregunta, una y otra vez: ¿pero por qué…?
Pero él no lo sabe. Sólo corre…corre…

miércoles, 11 de febrero de 2009

Sólo son cuentos.- Oficios raros, 2

Le escucho.-

Un buen día el escuchador de problemas apareció en el Retiro. Era sábado, la mañana estaba gris y lloviznaba, y la gente andaba presurosa y con cara tan triste gris y como el tiempo. El hombre llegó con un par de sillas de tijera y un paraguas, se sentó en una y dejó la otra abierta frente a él. Pareció pensárselo un momento, se levantó y fue a una papelera que había allí cerca, sacó un trozo de catón de buen tamaño y lo estuvo alisando; luego, estuvo hurgando en la mochila, cogió un rotulador de punta gruesa y escribió:

“ESCUCHO SUS PROBLEMAS. PRECIO: LA VOLUNTAD”

Colocó la mochila en el suelo, apoyó allí su letrero, abrió el paraguas y se sentó a esperar. La gente, indiferente y presurosa, pasaba a su lado y apenas le dedicaban un vistazo distraído. En toda la mañana, nadie le prestó atención; lo único, un jardinero que andaba vaciando papeleras, se le quedó mirando con cara de pocos amigos. “A ver si deja luego el cartón en su sitio”, fue su único comentario. Nadie más le dirigió la palabra, así que a las tres de la tarde, recogió sus sillas plegables, su paraguas y su mochila, echó el cartón de nuevo en la papelera y se marchó.
Al sábado siguiente, el escuchador volvió a aparecer. Abrió sus dos sillas, cogió un papelote arrugado de la papelera y, con el rotulador de punta gruesa, volvió a escribir:

ESCUCHO SUS PROBLEMAS. PRECIO: LA VOLUNTAD”

Ese sábado hacía mejor tiempo y la gente paseaba, parándose a ver a los mimos, o escuchando a los músicos callejeros. Siempre había alguien que se acercaba a las mesas de tarot a que le adivinaran el provenir, pero el letrero del escuchador de problemas les daba reparos y pasaban de largo. También en esta ocasión, el jardinero que vaciaba papeleras, al pasar por allí, le hizo la misma recomendación del sábado anterior, solo que esta vez un individuo se acercó a curiosear. Se le veía interesado, pero se notaba que no se atrevía. El hombre daba vueltas y se lo estuvo pensando un rato, pero por fin se decidió. Se acercó, se sentó en la silla libre y se quedó allí en silencio. Estuvo así durante veinte minutos, callado, mirando al escuchador; mientras tanto, se fumó un cigarrillo y, antes de levantarse, le dio las gracias y cinco euros. Eso fue todo. Cuando terminó la jornada, el escuchador recogió sus bártulos y echó el papelote a la papelera antes de irse.
Pero el escuchador era paciente, así que volvió el siguiente sábado. Puso el cartel escrito, esta vez, en la tapa de una caja de zapatos y se sentó a esperar. Como en los sábados anteriores, el jardinero le hizo la advertencia acostumbrada, sólo que esta vez fue más amable: “eh, amigo, luego me deja el cartón en su sitio”. Al cabo de un rato, apareció el individuo del sábado anterior. Pero esta vez no se lo anduvo pensando como el otro sábado. Fue directamente a donde estaba el escuchador y se sentó en la silla libre. De nuevo, durante veinte minutos, estuvo allí, serio, silencioso. Fumó su cigarrillo mientras miraba al escuchador, le dio sus cinco euros y las gracias, y se fue.
Y así fueron pasando unos sábados y otros, y muchos sábados más. Como ya se conocían desde hacía tanto tiempo, el jardinero, cada vez que llegaba el escuchador, le tenía preparado un cartón en condiciones para que pudiera escribir el anuncio de su oficio:

“ESCUCHO SUS PROBLEMAS. PRECIO: LA VOLUNTAD”

Y también, puntualmente, llegaba el cliente silencioso y se sentaba sin despegar los labios. Después de fumarse su cigarrillo y mirar al escuchador de problemas sin abrir la boca, le daba los consabidos cinco euros y se despedía educadamente. Cuando el escuchador terminaba la jornada y recogía sus sillas plegables, el jardinero se acercaba con su carrito de la basura, echaba dentro el cartel anunciador y le preguntaba: “¿Qué tal el negocio hoy?”
Un sábado, ya no apareció más el escuchador. Llegó el cliente silencioso con sus cinco euros en el bolsillo, dio vueltas buscándole y preguntó al jardinero. Éste que ya tenía preparado el cartón, no supo decirle. El cliente silencioso, al no encontrarle, se echó a llorar y se fue.

sábado, 7 de febrero de 2009

Corredores de bolsa.


El otro día me enteré de que a los jubilados se les llama “corredores de bolsa”. Por un momento me asusté, porque me dio por pensar si, en mi condición de jubileante teórico y práctico, un servidor no sería un depredador bursátil de la manada del Medoff ese. Me refiero a ese estafador de relumbrón, vértice multimillonario de ese negocio piramidal que montó bajo la fachada de la respetabilidad calvinista.
Pero, no. Lo de “corredor de bolsa” no tenía nada que ver con las subprime y los tóxicos financieros en general. Se trata, más bien, de que los jubileados somos ese grupo de ex–homo faber que ocupa sus tiempos muertos yendo, con una bolsa de plástico en el bolsillo, del mercado al súper; del súper a la panadería; de la panadería a la pescadería; de la pescadería a la carnicería… En fin, de la Ceca a la Meca de las cadenas de distribución alimentaria (se me ha colado la palabreja), allí donde quiera que monten sus chiringos abastecedores de los frigoríficos domésticos.
La bolsa de plástico es nuestra seña de identidad. Forma parte de nuestro yo jubilar con tanto derecho como la pensión -ese "salario diferido", que dicen los economistas. Nómina de jubilado y bolsa de plástico son atributos intrínsecos a, y señas de identidad de, los desplazados del mercado laboral por razón de la edad o de un ERE “por interés social”. Por una razón u otra, hemos dejado de ser eslabones del proceso productivo para caer en la tiranía de la utilidad doméstica. Porque no es suficiente con aportar una nómina cada mes a la economía familiar; es que si estás mano sobre mano te conviertes en un mueble que no encuentra rincón donde acomodarse, o –peor todavía– en ese horrible cuadro del salón que es el típico tapiz del ciervo perseguido por podencos y que salta un arroyo, que os regalaron el día de vuestra boda y en casa se le tiene tanto cariño, aunque el puto cuadro es una horterada, pero jamás te has atrevido a decirlo porque la santa se pone como se pone… Total, que o eres útil y te pasas todo el día corriendo con la bolsa de plástico en el bolsillo, o corres el riesgo de inactividad cerebral, por falta de ejercicio y la consiguiente disminución del riego sanguíneo. En el primer caso, quedas adscrito de por vida al servicio doméstico sin contraprestación económica. En el segundo, terminas gagá perdido y sentado delante del televisor, mientras la vida pasa por tu lado y tú ni te enteras.
No siempre ha sido así. En la España más macha de las anteriores generaciones, los hombres no “ayudaban” en casa (y mucho menos, “compartían” tareas domésticas): se lo pasaban en el bar jugando a las cartas y discutiendo de fútbol. Y, cuando subían a casa, era para estorbar y dar trabajo. Es lo que se esperaba de un hombre como dios manda.
Fue el movimiento feminista quien se encargó de poner las cosas en su sitio. Los hombres empezamos a darnos cuenta de que echar una mano en casa no afectaba a la virilidad. La sociedad se fue habituando a ver a los hombres realizando pequeñas labores domésticas y recados. Poco a poco, los de mi generación, cuyas madres nos educaron para ser el hombre de la casa, terminamos compartiendo el rol doméstico. Y eso, a pesar de que, la tan denostada por el feminismo militante, Esther Vilar, nos advirtió en su libro El Varón Domado, que la prepotencia masculina, de que se nos acusaba, no era más que un espejismo inventado por las féminas para hacernos creer que nosotros mandábamos en casa.
Una lástima. Al menos, en la anterior generación, los hombres podían presumir que eran ellos los que llevaban los pantalones, aunque no fuera verdad. O sí. Ahora, ni eso. Los jubilados, o “comparten” tareas domésticas, vía corretaje de bolsa, o son una rémora que no hay mujer que les aguante. ¡Y el divorcio está por las nubes!
Así que, corredor de bolsa, y que dure.

jueves, 5 de febrero de 2009

A vueltas con la "Obamofilia"


Yo siento poca simpatía por el imperio yanki. Pero se ve que hay quien siente auténtica devoción por ese prepotente país de raíz anglosajona que nunca ha reconocido tener minorías mayoritarias hasta que han votado al negro (casi) Barak Obama. Esa sociedad con un pueblo culturalmente átono, devota de la violencia, de una religiosidad elemental y acrítica ha logrado imponernos sus propios gustos y nos ha habituado a consumir lo que ella consume. Incluso los que sentimos un rechazo un tanto visceral e irreflexivo hacia ella, a causa de su prepotencia y su rapiña de las riquezas dondequiera que se encuentren, asumimos sus formas de vestir, sus gustos (lamentables) por la comida rápida, por las bebidas encocacoladas y por un disfrute vulgar del consumo indiscriminado.
Pero, a pesar de que en toda familia hay alguna oveja negra –y a mí me ha tocado ese papel–, la mayoría de los miembros de la mía siente una fascinación enorme por la apisonadora imperial. El caso es que tengo un sobrino (postizo, pero muy querido) proamericano que ha contribuido, a su modo a la campaña obamesca. En plena campaña, colgó de YouTube un vídeo al que tituló New Obama Dance llevado de su pasión filoyanqui. Dejo aquí el enlace por si alguien lo quiere ver:
http://www.youtube.com/watch?v=NRr7r2bTXcw&feature=email
El caso es que no todos los comentarios que recibió eran favorables, ya que alguien, tras ver al multiplicado Obama en danza, le reclamó airadamente que le devolviera los 37 segundos de su vida que gastó viendo el vídeo de marras. Él jura –mi sobrino postizo– que está dispuesto a devolvérselos a condición de que sea convirtiéndole en rana. Esto me dio idea para escribir un pequeño cuento que dejo a continuación:

37 segundos.

“Sólo 7 segundos, qué despacio pasa el tiempo para los batracios ¡Croac! Y, encima, ha tenido que ser en mitad del paso de peatones ¡Croac! Si por lo menos hubiera sido al pie del semáforo…
“Vamos a ver si, dando unos cuantos saltitos, me voy acercando al seto de la mediana. A ver, un poco de impulso: uno, dos y… ¡Croac! Otro más… ¡Croac! Jopé, voy a tardar una eternidad… En mala hora se me ha ocurrido hacerle la reclamación. Para qué vamos a engañarnos, la verdad es que me he puesto un poco burro con aquel tipo del vídeo ¡Croac! ¡Croac! Y sólo han pasado 10 segundos… Ya verás tú como se encienda el semáforo, la vamos a liar parda.
“El caso es que el vídeo no estaba tan mal. Una castaña, eso sí. No era para tirar cohetes, pero tampoco para ponerme en ese plan ¡Croac! Pero como tengo este repente tan… ¡Croac! Nunca aprenderé a tener la boca cerrada.
– Ese vídeo de New Obama Dance es una mierda… –, recuerdo que le he dicho.
“Si es que, además, en YouTube, ya se sabe ¡Croac! hay mucho genio suelto. Y, éste, encima, era arquitecto. Eso, por lo menos, es lo que ha dicho… Jod…, digo: ¡Croac! con los arquitectos, se creen Martin Scorsese y cuelgan en Internet cualquier castaña ¡Croac! Y encima, tiene uno que tragar. Porque, hay que ver cómo se puso el señorito porque le he reclamado el tiempo perdido:
–… Así que me devuelves los 37 segundos de mi vida que he gastado viendo tu vídeo de mierda –, le he exigido. El tipo alucinaba.
“12, sólo han pasado 12 segundos convertido en sapo y yo en medio del paso de peatones… También ha sido mala baba que me citara aquí. A ver, otro… ¡Croac! …saltito antes de que se ponga en ámbar. Nunca me había fijado que los pasos de peatones en la Castellana fueran tan largos.
"El tío, la verdad, estaba bastante cabreado. Me ha dicho que había venido a propósito de Salamanca para arreglar el asunto. El muy ¡Croac! ni siquiera se ha bajado del coche. Nos habíamos citado en la plaza de Gregorio Marañón para que me devolviera mis 37 segundos, y ni se baja del coche.
– ¡Tres horas! Tres horas para venir desde Salamanca he tardado – me dice el individuo – ¿Tú crees que puedo gastar tres horas para hablar con un indocumentado…?
“Llamarme indocumentado... Porque no se ha bajado del coche, que si no le parto la cara al arquitecto ese.
"¡20 segundos! ¡Croac, croac! No han pasado más que 20 segundos. Si, por lo menos, el tipo me hubiera convertido en rana. Ésas dicen que saltan más. A ver cómo llego yo a la mediana, con estas patas tan cortas.
“Otro saltito y ¡Crooac! Sólo dieciocho centímetros de un salto. Y encima, me parece que se va a poner en ámbar…
– Te pongas como te pongas, ese vídeo de New Obama Dance es una memez – le insistía yo. – O me devuelves los 37 segundos de mi vida, que he empleado en verlo, o aquí arde Troya.
“Pero no, ni Troya, ni narices. El tío va y dice que como no me los devuelva convertiéndome en rana ¡Croac…! En rana, dice el tío... ¡A mí! Que él me iba a convertir en rana… ¡Croac! Dónde se ha visto que un arquitecto convierta a la gente en rana.
“Ya llevo 28 segundos en ese plan y el semáforo está en ámbar ¡Croac, croac! Y todavía me quedan cuatro metros hasta la mediana…
– ¡Pues, en rana! – Dije. Quién me mandaría abrir la boca. – Yo quiero mis 37 segundos de vida, aunque me conviertas en rana.
“Y el tío va y me convierte… ¡en sapo! ¡Croac! Ni siquiera en rama, que saltan más. El inútil va y me convierte en sapo. ¡Croac…, 31 segundos ya de sapo! Y el semáforo acaba de pasar al verde. ¿¿Será inútil?? Y yo a tres metros veinte centímetros de la mediana ¡Croac! un salto: ¡Cro…uff!! Otro… ¡Cro…uff! Otro más. Y los coches que arrancan…¡¡Cro..!!
"¡33 segundos…! Otro salto… ¡34 segundos! Un poquito más ¿A ver? Ya, casi… ¡35 segundos! Ya… Ya… ¡¡Cro…aaaaaggggg!!
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¡¡¡¡CHOOOOFFF!!!!
– Qué raro – dice el conductor del bus municipal. – me ha parecido que había un sapo en mitad de la calzada.
– Lo que no pase en esta ciudad… – Sentencia la anciana que va sentada en el primer asiento.

domingo, 1 de febrero de 2009

Wagneriana

Este domingo hemos asistido a un concierto en el Auditorio Nacional y recibimos una dosis completa de música wagneriana (Mozart y Britten, que estaban en el programa, quedarán para mejor ocasión). Juro que he puesto mi mejor voluntad, pero esos sones heroicos y esa grandilocuencia musical de don Richard, la verdad es que no logran conmover mi sensibilidad carpetovetónica y pequeño-burguesa, lo que me tiene muy acomplejado. Como la magnitud del drama del Ocaso de los Dioses y de los mitos del Walhala nórdico, no logra traspasar mi tosca epidermis, me dedico a observar con ojos de villano socarrón. ¡Qué fervor el de la burguesía melómana capitalina! El trompeteo mítico y la fanfarria heroica los mantienen clavados en sus asientos; los dulces y profundos lamentos de los violonchelos llorando la muerte de Sigfrido llenan la sala de emotividad. Yo, prosaico hasta la desvergüenza, me entretengo observando cómo trabajan los músculos deltoides de las dos violonchelistas descotadas, mientras deslizan el arco sobre las cuerdas.
La Brunilda que hace su recitativo sobre el escenario, es de por sí, un paradigma de la solidez wagneriana: físicamente poderosa, grandona, rubicunda y pechipotente. Oírla cantar ese pasaje tan emotivo de "O irh, der Eide ewige Hüter! Lenkt au´ren Blick auf mein blühendes Leid: erschaut eu´re ewige Schuld!! " puede conmover incluso a los peñascos sobre los que se levanta la pira funeraria de Sigfrido. ¡Lástima que yo no sé alemán! Lástima también que, durante la grandiosa e interminable marcha fúnebre, sea el pueblo de los Gibichungos (lo dice el libreto) quien lleve las andas con los restos de Sigfrido. El héroe de destino tan trágico bien merecía que los porteadores de su cuerpo inerme tuviesen un nombre más en consonancia con la magnitud del drama. Nos evitaríamos comentarios fuera de lugar.
Siento que mi condición de crustáceo melómano me haya mal dotado con un espíritu tan tosco y botarate que me incapacite para comulgar con los profundos sentimientos que despierta la solfa wagneriana. Uno tiene sus limitaciones y lo reconoce. En desagravio, no me hubiese importado formar parte del pueblo de los gibichungos y ser uno de los porteadores de los restos mortales de Sigfrido. Incluso estaría dispuesto a tirarme a los pies del corcel de Brunilda cuando salta sobre la pira funeraria, para, así, purgar mi insensibilidad entre el chisporroteo de las semicorcheas que consumen el cuerpo del héroe.
Espero que mi cuñada, tan profundamente wagneriana, me perdone la cuchufleta.