sábado, 30 de octubre de 2010

Orweliana: La Habitación 101.-


Los amigos se lo decían. La familia también. Los conocidos, los compañeros de trabajo, todos. Todo el mundo se lo venía diciendo desde hacía ya tiempo. Incluso en la junta de vecinos, el administrador le advirtió:
– Mire usted, Fulano, esas cosas que escribe no están bien.
Pero Fulano no hacía caso a nadie. Era un crítico del sistema. Según decían, tenía una pluma brillante y mordaz, y, además, una columna diaria en un periódico de prestigio. Allí, con ironía e ingenio, ponía en evidencia a los poderes públicos. Ridiculizaba sus discursos, era mordiente con sus corruptelas e incongruencias y no había Ministerio donde, de Subdirector General para arriba, no se echaran a temblar cada vez que Fulano les sacaba en su columna.
Se sentía tan seguro que ni siquiera se mordía la lengua a la hora de criticar al Ministerio de la Verdad. El Ministerio de la Verdad había nacido en la última remodelación ministerial, cuando un escándalo político-financiero de magnitudes hasta entonces nunca conocidas, había hecho caer al gobierno.
Con el pragmatismo que caracteriza a la clase política, el nuevo gobierno, al adjudicar las nuevas Carteras, decidió crear el Ministerio de la Verdad. Dado que la corrupción es una característica inherente a todo tipo de Poder (democrático, oligárquico, autocrático), este ministerio tendría por misión velar por el buen nombre del Poder. Cualquier escándalo: tráfico de influencias, negocio de armas, transfuguismo por imperativo crematístico, licitaciones amañadas, etc., etc., serían filtrados a través suyo.
La noticia, siguiendo los cauces de la veracidad informativa oficial, debería darse de forma que no alterase el normal transcurrir de la ciudadanía. La paz social debía quedar garantizada ante cualquier escándalo, desde el simple cohecho de un concejal pueblerino hasta el braguetazo extramatrimonial del Subsecretario del Ministerio de la Familia y Asuntos Religiosos. Y el Ministerio de la Verdad tenía esa alta responsabilidad.
– Don Fulano –, le decía cada noche el becario que repartía la correspondencia en la redacción –, aquí le dejo los papeles del ministerio. Y soltaba en la cesta de la correspondencia varios sobres con membrete ministerial.
Y es que en la mesa de Fulano se acumulaban las citaciones, oficios admonitorios, amistosas notas extra oficiales, requerimientos y todo tipo de comunicaciones administrativas producidas por las oficinas del Ministerio de la Verdad. Se decía, incluso, que en las dependencias ministeriales existía un Negociado especializado en la interpretación y exégesis de los textos que Fulano publicaba a diario. Dichos textos eran cotejados con el manual de estilo redactado por el ministerio. Cuando a la verdad oficial no se le correspondía la interpretación periodística de Fulano, se cursaba el correspondiente documento oficial, siguiendo el trámite que marca el procedimiento administrativo.
– Oye, Fulano – le aconsejaba un colega bienintencionado – ándate con ojo, no vayas a terminar en la Habitación 101.
Y es que en los medios periodísticos existía la creencia en la Habitación 101. Nadie, a ciencia cierta, sabía de su existencia. Eran rumores que se propagaban por las redacciones de los periódicos, por las cátedras de las universidades, por los platós de las televisiones, por las empresas editoriales y, en general, por cualquier lugar donde se pudiera generar y difundir una opinión que disintiese de la del Ministerio de la Verdad.
Por si acaso, todo el mundo consultaba el manual de estilo, que el Ministerio de la Verdad repartía con profusión, siempre acompañado con un “Saluda” del Director Gral. de la Recta Opinión. También Fulano tenía uno en un cajón de su mesa de despacho, encuadernado en piel y con cantos dorados, regalo especial del propio Ministro. Era un privilegio exclusivo. Su verba ácida y la incisiva mordacidad de sus artículos le habían hecho acreedor a esta atención tan personal. Incluso, en ocasión memorable, recibió la llamada personal del Sr. Ministro:
– Fulano – le dijo entre otras cosas – con lo bien que usted escribe, se iba a aburrir mucho en la Habitación 101. Pero el Sr. Ministro era un político campechano y todos sabían que nadie le ganaba a bromista en el Hemiciclo, así que Fulano no se sintió amenazado.
Y Fulano seguía escribiendo sus crónicas de la corrupción urbanística, política, financiera. Por su culpa, un día tenía que cesar el alcalde que había adjudicado a dedo una obra a su yerno. Otro día, una inmobiliaria del Gerente de Urbanismo se declaraba en quiebra. Fulano había averiguado que no existía el terreno donde, supuestamente, se iban a construir tres mil viviendas, cuyos adjudicatarios llevaban ya dos años pagando letras.
El día que destapó el asunto de los coches de lujo, se organizó una trifulca monumental en el Congreso de los Diputados. El cuñado de un primo de la mujer del Jefe de la Oposición llevaba años vendiendo coches oficiales -robados en los emiratos árabes- a los presidentes autonómicos, a los alcaldes de las capitales y a los delegados del gobierno. Además la fina nariz periodística de Fulano había descubierto que un sobrino de la ex mujer del Presidente del Supremo Tribunal para el Control de la Pureza en la Aplicación de las Leyes, tenía una empresa donde se blindaban todos los coches que aquel cuñado de un primo de la mujer del Jefe de la Oposición vendía a la clase política.
Nada más salir la crónica de Fulano, el Ministro de la Verdad tuvo que sufrir la interpelación parlamentaria más dura de su vida. Con razón, el Portavoz de la Oposición se preguntaba desde la tribuna del Congreso qué utilidad tenía despilfarrar el dinero del contribuyente en tal Ministerio de la Verdad, si el sufrido contribuyente, encima, se veía obligado a soportar en toda su crudeza la realidad de la corrupción política.
Aquella misma noche, Fulano no apareció por la redacción. De su casa había salido, a la redacción no había llegado. Según decían, se había encontrado con dos amigos y se lo habían llevado de copas…
Cuando a Fulano le introdujeron en la Habitación 101, vio ante sí un encerado de cinco metros de largo por uno y medio de alto. Al lado, un palet con paquetes llenos de barritas de tiza. En el ángulo superior izquierdo de la pizarra, esta frase: Nunca diré la verdad sin permiso, que ya lleva escrita un millón cuatrocientas ochenta y tres mil doscientas veintiocho veces. Cada vez que completa el encerado, éste se borra automáticamente y él empieza a escribir por el ángulo superior izquierdo: Nunca diré la verdad….
Según parece, todavía tiene para siete años más.

miércoles, 20 de octubre de 2010

DNI

Qué pesado es el señor del blog este, pensarán los improbables lectores que lean esta entrada. Verán en ella que vuelvo a hablar de asuntos jubilatas. Conste que no es por obsesión enfermiza, que uno lleva con mucha sandunga lo de las artrosis repartidas por su aparato locomotor y no acostumbra a quejarse; es porque la realidad – en este caso la realidad burocrática – se empeña en mostrarme, a veces como por casualidad, que algunas formas de vida que uno conoció han terminado en el baúl del olvido. Incluso para la Administración, cuyo tempo es más lento que el de la propia sociedad.
El asunto es que este lunes pasado he ido a la comisaría de Ventas a renovar el carné de identidad. El que he tenido durante los últimos 10 años mostraba a un hombre con pelo negro (todo el pelo en su sitio) y barba negra y bien poblada. Cada vez que lo sacaba para identificarme, siempre tenía el temor de que me lo rechazaran porque aquel retrato mantenía una lozanía que no se correspondía con mi fisonomía actual. Venía a ser como la obra de Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray, pero con la trama invertida. Al paso de los años yo acumulaba arrugas, perdía pelo y ganaba canas, mientras que la foto del DNI seguía mostrando la tersura de la piel y las pilosidades cabelludas y barbadas negras y al completo. Un drama.
Es lo que tienen las fotos, que son un espejo de efecto retroactivo: te muestran como eras la primera vez que fuiste a Grecia, o cuando viajaste en un falucho por el Nilo el año de la tos… Y de todas las fotos, la peor la del carné. Porque las otras las guardas en un cajón y te olvidas de ellas. Si un mal día tienes un acceso de añoranza por les beaux vieux temps (siento debilidad por los decires gabachos), vas, las sacas, las miras como quien desempolva reliquias venerables. Luego, y por este orden, sueltas una lágrima emocionada por la lozanía perdida, a continuación te cabreas y las vuelves a guardar en la caja de zapatos de donde nunca debieron salir. Pero la del carné, de verdad, es una jodienda permanente: llevas en la cartera la cara de alguien que fue pero ya es otro.
Bueeeno… Lo de la foto de carné ha sido una salida por la tangente. Cuando te das cuenta que hasta la administración territorial ha cambiado, y que el municipio donde te inscribieron recién nacido no consta como tal en la base de datos de la policía, entonces sabes que formas parte de la historia. Y formar parte de la historia – la que se escribe con minúsculas – significa que llevas mucho tiempo vivido.
Nací en una aldea de labradores, en Navarra, que no tenía entidad suficiente para ser ayuntamiento y dependía del de Galar. Galar (que también es uno de mis apellidos) era la cabecera municipal de la cendea del mismo nombre, en la Cuenca de Pamplona, que agrupaba a una docena de aldeas. Me inscribieron en su registro y siempre ha constado en mi documento de identidad que yo era nacido en “Beriáin-Galar”. Al informatizar el Ministerio del Interior los datos de filiación, como Beriáin ya tiene su propio ayuntamiento desde hace muchos años, no consta en la base de datos policial un municipio “Beriáin-Galar” y va y resulta que no me pueden expedir el DNI.
Porque, a efectos de la Administración, no existe un municipio con tal denominación y el DNI (que es un documento muy serio) no puede expedirse incompleto. Como, de acuerdo con la base de datos de Interior, he nacido en un municipio inexistente, me temo que mi nacimiento hay que ubicarlo en el limbo de los lugares sin entidad. Así que, de momento, y mientras la autoridad competente no decida sobre si he nacido o no en un ayuntamiento que aún no existía – Beriáin – cuando vine al mundo, soy un apátrida de patria chica.
Como quien dice, la reforma provincial llevada a cabo por el ministro de Fomento Javier de Burgos, en 1833, me pilla muy a trasmano; la reforma territorial en Comunidades Autónomas de la Constitución de 1978, me pilló ya talludito. Entre medias, mi aldea ha pasado de pedanía a municipio y en mi carné seguía constando una entelequia territorial inexistente a efectos de identificación de mi persona.
Total que, de momento y hasta que la autoridad decida si he nacido en un municipio que se constituyó años después de venir yo al mundo, ando técnicamente indocumentado; o, si se prefiere, con un documento de identificación donde consta un lugar sin existencia legal. Nacido en un no-lugar, estos días llevo una no-existencia legal que me tiene en un ¡ay!
¿Quién ha dicho que la vida del jubilata carece de emociones…?

jueves, 14 de octubre de 2010

Teoría de la tercera edad.-


Pensaba estos días que vivimos unos tiempos en los que nos movemos en categorías prefijadas por pura convención social; encasillamientos en los que nos instalamos y que actúan como certezas que nos liberan de la molestia de pensar. Esa sensación, al menos, es la que he sentido ante algo tan trivial como es haber recibido estos días la tarjetita del abono de transportes de la tercera edad, ésa que certifica – de hecho – que uno ha llegado a los 65 años y es irremisiblemente un jubilado teórico y práctico y a todos los efectos.
Condición de jubilado que lleva aparejadas algunas ventajas sociales (transporte casi gratuitos, viajes del INSERSO, entradas libres a los museos…– Todo eso mientras el programa de festejos neocom no vaya metiendo la tijera –) y un montón de achaques que van tomando posesión de la persona humana (como dicen por ahí) de cada cual; molestos okupas que un día se te instalan en los entresijos del cuerpo y del alma como si fueses una casa en lento proceso de ruina, y no los desalojas por muchas visitas que hagas a la farmacia o al gerontólogo de guardia.
Cuando llegué el otro día al estanco y me dieron el documento de marras, respiré tranquilo, como si, por fin, abandonase ese limbo de imprecisión en el que me he movido estos tres últimos años. Porque un individuo como un servidor, que se jubiló anticipadamente, es un elemento social que aún estaba en edad laboral pero al que la legislación vigente le había permitido esa vía de escape. Vía que uno aprovechó no porque el trabajo le resultara una actividad insufrible – más bien lo contrario: resultaba hasta gratificante y razonablemente bien pagada –, sino por el íntimo convencimiento de que el trabajo asalariado es, simple y llanamente, una maldición bíblica. Un dios justiciero – o rencoroso – según la perspectiva de cada cual, condenó a la humanidad a dedicar gran parte de su vida al trabajo del que otros, menos alcanzados por la maldición bíblica, sacan provecho.
“ In sudore vultus tui vesceris pane, donec reverteris in terram” (Comerás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra), eso, al menos, es lo que – según la Vulgata Latina – dice el Génesis que dijo ese dios bíblico al que – en ese mismo Libro – se dice fue el primer hombre sobre la tierra. Un pesimismo antropológico que siempre he tenido muy presente, con independencia de las connotaciones religiosas en las que se sustentaba. Claro que, en mi descargo, puedo decir que la razón de ver en el trabajo una maldición divina y no una oportunidad de progreso no es del todo mía. A los de mi generación nos educaron dentro de una rancia cultura católica que impregnaba todos los aspectos de nuestras vidas. Si en lugar de haber vivido una infancia y juventud nacional-católicas hubiese nacido en una sociedad calvinista ginebrina, ahora no sería un jubilata que arrastra el lastre del pesimismo social, sino que sería un broker, un banquero intoxicador de economías domésticas mediante subprimes, un acaparador de stock-options o un traficante de armas.
Ya se sabe cuál es la justificación moral del capitalismo: el éxito en los negocios es un signo cierto de predestinación divina. Si triunfas en la vida, si acumulas riquezas, es que Dios te ha señalado con su dedo como a uno de sus elegidos; si eres un asalariado de medios pelos, ese mismo dios te da la espalda. Y no te digo si eres un parado de larga duración: esta vida no es más que un anticipo del infierno por venir.
Si Calvino hubiese tenido sentido del humor, hubiese dicho a los suyos: Al que nace pa´ martillo, del cielo le caen los clavos. Pero el humor les está vedado a los fanáticos religiosos.
Tercera edad, a lo que íbamos. En el juego de la Oca de la vida, la ficha acaba de caer en esa casilla y la etiqueta correspondiente ya es para el resto de lo por vivir. Para huir de ese encasillamiento hay subterfugios muy cotizados: "por dentro me siento joven, estoy lleno de proyectos, mi reloj biológico marca 15 años menos…" Y todas esas técnicas de libro para el refuerzo de la autoestima y negación de la evidencia. Pero la técnica más socorrida en nuestra sociedad es la de la hiperactividad. El abuelo de boina y charla pausada al sol ha dejado paso al jubilata dinámico; el que se monta un blog, el que va al gimnasio, viaja, estudia idiomas, devora actividades culturales.
Cualquier cosa menos una vida sin objetivos. Una huída hacia delante en busca de una juventud que se quedó atrás. Cualquier cosa vale, menos pararse, hacer introspección y pensarse a sí mismo como un ser que algo debe a la sociedad y que ésta le reclama: Puesto que ya no produce, al menos que consuma.
Mira por dónde, uno, de repente, se ve a sí mismo bajo una perspectiva heideggeriana: el jubilado no es más que un ser-para-el-consumo. ¿Para qué sirve un individuo improductivo y con una asignación mensual? La respuesta es evidente: para consumir. En la medida que consume, compra, gasta, justifica su existencia como ser social. De cualquier otra forma, la sociedad no podría soportar el coste de su mantenimiento. Porque la esencia social del jubilata no es ser (improductivo) sino tener (objetos de consumo) en la medida que su jubilación se lo permite.
Eso sí, es fundamental que no piense demasiado. “No piense usted, que la caga”, es lo que le dijo el teniente, según nos contaba Mariano, cuando hacía las milicias universitarias. De ahí lo recomendable de la hiperactividad; quien se dispersa en mil proyectos no tiene tiempo para la reflexión y, falto de mirarse por dentro, no descubre el truco: es utilizado como engranaje de la gran máquina que va triturando lo que el sistema productivo elabora y la publicidad nos incita a consumir.
Pero basta de filosofías de bolsillo. De cualquier forma que uno se sienta, con estas edades u otras, lo que sí es recomendable, para sentirse despreocupadamente feliz, es tener presente el lema de la vetusta universidad de Cervera: “Lejos de nosotros la funesta manía de pensar”.
Ignarus sum, ergo felix! (Libro de Los Proverbios, apócrifo).

sábado, 9 de octubre de 2010

En torno al Abantos.-



La sierra madrileña no sólo tiene parajes de gran belleza, es que además está cargada de historia. Para caminar por ella no bastan un par de buenas botas y un bocadillo de buen tamaño; es necesario, además, pararse a observar vestigios de antiguas construcciones que siguen en pie y apreciar la existencia de actividades que modificaron el entorno natural. Por eso, el montañero, para disfrutar plenamente de sus andanzas, debe aunar en su caminata el gusto por la naturaleza y el interés cultural. Este es un aspecto que la Agrupación Aire Libre suele cuidar en sus salidas cada vez que hay ocasión para ello.
Esta vez nos hemos movido por parajes que rodean al Abantos. Salimos de la Fuente de las Negras, en los pinares próximos a Peguerinos, siguiendo la antigua cañada real leonesa (creo, que en mis notas no queda claro), para seguir la pista que sube suavemente hasta dar con la cerca del monasterio del Escorial. Esta cerca, construida en piedra en seco (ajustada sin argamasa) la mandó levantar Felipe II, en 1580, para delimitar el bosque real como lugar de caza. Tiene unos 52 kilómetros de perímetro en torno al monasterio, y su interior estaba vedado a los lugareños que habitaban en los alrededores. Dos siglos después, Carlos III ordenó a su arquitecto Juan de Villanueva que reforzara la cerca, elevándose ésta de 1,20 m a 2,5.
Imposibilitados de cualquier actividad económica en el interior del recinto, el paisanaje se dedicó a la explotación del bosque no reservado para el ocio real, ni a las grandes fincas que pasaron a manos privadas tras la Desamortización de Mendizábal. La diferencia entre la vegetación de las fincas preservadas (bosque autóctono; fresno, encina y roble especialmente) y las de libre explotación (convertidas posteriormente en pinares de repoblación) es una muestra de su distinto uso, ya que el bosque autóctono se fue talando para el carboneo: encinares y robledos terminaron convertidos en carbón vegetal, repoblándose posteriormente con el pino común o de Valsaín y otras especies. Según parece, existe una fotografía de primeros del S. XX, antes de su repoblación como pinar, donde se ve toda la ladera del Abantos pelada. Más o menos como la dejaron con el incendio – la voracidad especulativa, ya se sabe – hace unos cuantos años.
Ya cerca del Abantos, saltando un portillo de la cerca, uno puede acercarse a ver el pozo de las nieves de Cuelgamuros, que está a 1670 m de altitud. Fue construido en 1609, tiene 14 m de profundidad y 8 de diámetro, protegido por una sólida construcción en piedra con tejado a dos vertientes. Allí se podían almacenar hasta 230 toneladas de nieve, que luego se bajaba a lomos de acémilas hasta el monasterio o para la venta. Parece que este pozo estuvo en uso hasta 1934. El abandono de su explotación supuso la ruina del edifico que, hace unos años, fue restaurado.
El Abantos (“los” abantos, puntualiza Juan) es un mogote de 1753 m. a plomo sobre El Escorial. El nombre le viene del término “abanto”, que designa a los buitres. Aunque por el lado escurialense tiene aspecto de un pico abrupto, tomado desde Cuelgamuro es un paseo cuesta arriba, sin mayores esfuerzos, siguiendo la cerca de piedra.
Del Abantos al puerto de Malagón no hay más que dejarse llevar por la suave pendiente descendente de la pista. Allí, en el puerto, volvemos a encontrarnos con otro pozo de nieve. Solo que éste está prácticamente cegado y, del edificio que lo protegía, se aprecian apenas los arranques de los muros. Muy próximo y en tierras de Ávila, el pequeño embalse del Tobar. Bajando por la pista asfaltada, llegamos a Los Llanillos, área recreativa sombreada por unos airosos fresnos y cubierta de pinos laricios y silvestres. Buen lugar para dar buena cuenta del bocata y charlar sin prisas.
Y, ya puestos, antes de bajar al pueblo, visitamos el Arboreto Ceballos, junto a la pista forestal asfaltada. Este arboreto recoge una muestra de la vegetación autóctona española y recorrer sus senderos con un guía del parque resulta muy didáctico. Aparte los ejemplares de árboles, arbustos, matorral, uno puede ver reconstruida una antigua carbonera, o el clásico sistema de sangrado de los pinos laricios para recoger su resina. Incluso uno puede conocer cuáles son las plagas más habituales del pinar (procesionaria, escolítidos) y la forma de control de ambas.
Pues, eso, que terminamos nuestra jornada andariega a la entrada del pueblo, nos recoge el bus y nos pone en el tráfago madrileño en un rato. Con la mente puesta en la próxima salida, que será a la Sierra de San Vicente, uno guarda las botas y los arreos del monte y se va a la ducha.

domingo, 3 de octubre de 2010

29 de septiembre, 2010

La otra semana leí un artículo muy interesante en Le Nouvel Observateur, núm. 2393: Les affranchis de Wall Street, donde se ponía en evidencia que los responsables de la última crisis financiera (la que estamos pagando nosotros, no se olvide nunca, por interposición de políticos mediocres y cobardes) están en libertad y más soberbios que nunca. Tras dos años de desatar la crisis, ningún responsable de la crisis de las subprime (créditos inmobiliarios de alto riesgo) ha ido a juicio. Dick Fuld, presidente de Lehman Brothers, cuya quiebra fue el desencadenante del pánico mundial, está libre. Lloyd Blankfein, el patrón de Goldman Sachs, que mezcló productos financieros con las famosas subprime para hacerlos más apetecibles a los inversores, está libre.
Aquellos responsables de las grandes empresas financieras que pasaron por los tribunales norteamericanos, en su mayoría, han quedado libres porque los jurados populares se sentían sobrepasados por la complejidad de los procesos. Pero no bastaba con eso, la impunidad les sienta bien. La culpa es de la “mala suerte” (Dick Fuld, ex patrón de L. Brothers, mantiene que la caída fue causada por las fuerzas incontroladas del mercado y la incorrecta percepción, alimentada por rumores, de que la institución no tenía fondos para hacer frente a sus obligaciones financieras), o es culpa del “gobierno”. Ya se sabe, Alan Greenspan, expresidente de la Reserva Federal, era partidario de los valores autocorrectores del mercado. Y así nos fue.
Lo anterior viene a propósito de la huelga general de este 29 de septiembre pasado. ¿Quién paga la crisis? Coño, pues la gente, qué cosas me dices… Descapitalizamos el Estado, o sea, a todos los ciudadanos, para inyectar dinero a los bancos, no sea que se nos hundan y a ver qué hacemos entonces de nuestras tristes vidas sin libreta de ahorros. Y luego, para que no se nos hunda el chiringuito estatal, bajamos sueldos, pensiones, subamos impuestos y, de paso, nos vamos cargando los derechos sociales que queden. Inyectas deporte en grandes dosis, me vas belenestebanizando al personal, y ya tienes un cóctel nutritivo para el funcionamiento neuronal del pueblo soberano.
A propósito de la convocatoria, han corrido muchos comentarios sobre la utilidad de los sindicatos, sobre sus connivencias con el Poder y su escasa efectividad. No olvidemos que viven de dineros públicos, ya que con los aportes de su afiliación no les llegaría ni para el taxi. Son, a juicio de muchos, una herramienta obsoleta y cara. Es como pedalear en una bicicleta de piñón fijo detrás del Ferrari del presidente de la patronal. Pero, aunque los trabajadores no tengan mejor herramienta, es la única de la que disponemos de momento, a menos que los ciudadanos seamos capaces de otras formas de movilización que sustituyan a sindicatos de pacotilla y políticos corruptos e ineptos. Que, de momento, no.
Ya imagino que habrá alguno de mis improbables lectores que tengan ganas de colgarme una notita diciendo: “Háblenos usted de sus lecturas, de sus caminatas montañeras y deje de meterse en camisas de once varas sociales, que no sabe de qué van”. Pues, hombre, no. Me tengo por ciudadano bastante bien informado, y lo que atañe a la sociedad en la que vivo me afecta. Y no es sólo una cuestión social, sino también humana: no se puede mirar para otro lado e instalarse en un limbo de indiferencia y aceptar el enriquecimiento desmedido a costa del empobrecimiento de las clases medias en este apéndice que llamamos Europa y en el que vivimos, y la miseria neta de un tercio de la humanidad en el resto del mundo.
A nadie le gusta ver disminuido su sueldo a causa de un paro y prefiere que la huelga la hagan otros. Es, como poco, cortedad de miras: no es buen negocio, por no perder el pan de hoy, alimentar la injusticia de mañana. Por si acaso, lo dejo dicho: ya cumplí con mi cuota de huelgas generales mientras estaba en activo. Por lo menos, quedó claro que no contaban con mi silencio ni con mi beneplácito.
Si alguno de los improbables lectores no está de acuerdo con lo que digo, que perdone la perorata y siga mi consejo, si le apetece: enchúfese al telecinco que más le plazca y olvide todo lo dicho aquí. Ésta - de momento, y siguiera en su aspecto formal - es una sociedad libre