miércoles, 26 de febrero de 2014

¿Madre de todos los vicios?


Se dice que la ociosidad es la madre de todos los vicios, pero el refrán no contempla las causas por las cuales uno cae en ella, ni nadie explica por qué el ocio ha de ser forzosamente fuente de comportamientos viciosos.

A este jubilata, que con eso de estar con la pata quebrada y en casa (como las mujeres decentes de antaño, según la visión sexista clásica) dispone de grandes dosis de ociosidad, no le da para caer en vicios. No por lo menos en vicios comunes. Claro que, dándole vueltas al asunto -sobrado de horas para ello- un servidor se da cuenta de que realmente no es un ocioso, sino que está forzosamente ocioso. Lo que introduce un matiz que cambia la relación que pueda haber entre mi ocio y la vida disipada en la que se supondría estoy inmerso a causa de tanta ociosidad . 

Puestos a pensarlo, a un servidor, tan sobrado de tiempo estas semanas, tampoco le desagradaría revolcarse un tiempo en la charca de depravación y gozar de los placeres alcohólicos, las parrandas nocturnas, las niñas de Putifar y todos esos placeres de los que dicen que disfrutan los viciosos profesionales. Pero, con una pierna quebrada, a ver como se dedica uno a la parranda y el regodeo venéreo.

Así que los vicios de este jubilata en dique seco no son los comunes, nacidos de la disipación. Son más bien inocentes entretenimientos, como la lectura, el estudio, la nube internautica (donde encuentra noticias de todo tipo) y la tele; esta última bastante aburrida con sus series americanas y sus interminables tandas de anuncios.

Uno de los entretenimientos últimamente descubiertos es el de entrar en la cuenta Google donde aparecen las estadísticas del blog. Es una fuente de información que, con no ser relevante, sí da datos curiosos, como el saber cuántos lectores han entrado, cuáles son las entradas más leídas y el origen por países de estos sufridos lectores. Así, este jubilata queda sorprendido al enterarse de dónde proceden sus lectores. Digamos, así, a bulto, que casi dos tercios proceden de España, lo que parece normal, y un tercio de EE.UU. Este dato no deja de ser sorprendente. Un servidor no acaba de entender qué interés puede despertar entre los ciudadanos norteamericanos esta bitácora, puro entretenimiento de un jubilata ocioso y tan alejado de la way of life que ellos practican.

Que haya lectores de México, Colombia, Argentina, Ecuador, todavía se entiende por la afinidad lingüística y cultural. Que los haya de Alemania, Francia, Polonia, puede ser por aquello de ser europeos, o porque haya emigrantes españoles que sientan curiosidad. Que los haya procedentes de Rusia, o incluso de China o Indosnesia, como se ha dado el caso alguna vez, es un misterio que no logro desentrañar. Los misterios de Internet, como los designios divinos, son insondables y resulta más cómodo un acto de fe que una averiguación imposible.

Pero hay, dentro del epígrafe “Fuentes de tráfico”, un apartado que me tiene desconcertado; es el referido a “Palabras clave de búsqueda”. Todos sabemos que la técnica documentalista permite acceder a contenidos mediante palabras clave, pero en este caso el criterio que emplean para definir algunas de estas claves le dejan a uno con la mente a cuadros. Y que el improbable lector perdone el tener que recurrir a la vulgaridad, pero me encuentro con términos clave como “culaso empinado” o “culos enormes”, según los cuales, a lo que un servidor entiende, si se introducen estos términos en el buscador debe aparecer alguna entrada de mi bitácora.

Por aquello de contrastar los datos con la realidad, fui al buscador e introduje los términos de referencia y ¿qué salió? No ninguna entrada del blog, sino porno explícito. “¡Hombre! –dirá el improbable lector– es que hay dos entradas que etiquetaste como “Culos (con perdón)””. Ya, ya –apresuro a justificarme– pero no salen en el buscador, aparte que estas entradas tenían una pura intencionalidad burlesca, no nada pornográfica. Si no, léase la escrita bajo el epígrafe “Tinto de verano: un culo 10”. Allí verá la foto de Fraga bañándose en calzones cuando lo de las bombas de Palomares. Si alguien se erotiza con semejante espécimen es que tiene un problema grave de depravación del gusto.

Total, o los de Google no andan finos a la hora de introducir los criterios de búsqueda, o la industria del porno se cuela por cualquier resquicio. Sea lo que fuere, a mí me han dado una buena excusa para escribir esta entrada y lo confieso: para qué nos vamos a poner estrechos por “culaso empinao” de más o menos que aparezca en las estadísticas de mi bitácora. No sabe el improbable lector las vueltas de muletas que uno ha de dar para encontrar un asunto intrascendente sobre el que escribir.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Fuera de la circulación.-


Cuando solo se dispone de la imaginación y de un par de muletas para caminar, el mundo de cada día queda, como se dice en angliparla, en stand by. Aunque, hablando con propiedad, quien está a la espera no es el mundo, que ése rueda a su aire, sino la persona aferrada a sus muletas y a algunas hilachas de la imaginación. Aquéllas (las muletas) proporcionan una escasa movilidad dentro de un espacio muy restringido; ésta (la imaginación), es la única que permite desplazarse por mundos donde la realidad y la ficción se dan la mano y proporcionan al convaleciente materia suficiente para romper su enclaustramiento.

Cuando este jubilata empezó, hace ya tres semanas, a hacer equilibrios sobre unas muletas prestadas, lo primero que le vino a las mientes fue la canción del cautivo, ese poema tan conocido de don Luis de Góngora: Amarrado al duro banco/ de una galera turquesca/ ambas manos en los remos,/ ambos ojos en la tierra… Aquel cautivo cristiano remaba en el bajel turquesco frente a las costas de Marbella, mientras que un servidor, con menos horizontes, rema con esfuerzo y escasa habilidad de la cocina al salón y de éste a aquélla. Él, encadenado al banco de remero, tenía el ancho mar por horizonte, mientras que este perniquebrado iba de las cacerolas al televisor, vuelta y vuelta, de vulgaridad a vulgaridad, sin salirse de la pecera doméstica.

En fin, como muletero torpe que uno es, ampliar los límites de mi propia geografía recurriendo al doble remo ortopédico es cosa que no me entusiasma, aparte de que ata mucho. Así que solo quedaba recurrir a la otra pata, la de la imaginación. A ésta, Teresa de Jesús la llamaba “la loca de la casa” porque es veleidosa y poco amiga de sujetarse a cosas de sustancia. Pero, mira por donde, a este jubilata, provisionalmente pernituerto, disponer de ella le ha permitido navegar por océanos donde cada libro es un puerto al que arribar.

Y en la mar océana de la literatura, este servidor –que se confiesa  un poco cultureta, antes que el improbable lector se lo eche en cara– encuentra muchos puertos en los que recalar y mundos que explorar. Con la ventaja de que uno no ha de limitarse a un espacio y tiempo previamente delimitados, sino que hace recorridos diacrónicos (si puede llamárselos así), de forma que lo mismo se cuela de rondón en los viejos caladeros clásicos latinos que en los autores de nuestro Siglo de Oro, sin desdeñar otros mundos literarios que le salen al paso.

El caso es que, entre los libros al retortero que hay encima de mi mesa, tanto De viris illustribus o Diario de Cicerón, como las Novelas Ejemplares, o esa literatura preciosista de féminas cultas de La Princesse de Clèves, forman un totum revolutum que me tiene el magín brincando sin orden ni concierto. 

Razón tenía Teresa de Cepeda cuando, en sus Moradas, ponía sobre aviso a sus monjas sobre lo inestable y poca formalidad de la imaginación. Pero, como este jubilata no tiene que dedicarse a la vida contemplativa y la oración, que ande como puta por rastrojo de La española inglesa cervantina a Quinto Cincinato (que dejó el arado para tomar las armas en defensa de Roma y regresó al arado, una vez victorioso), hasta las amistades de las refinadas madame de La Fayette y madame de Sévigné, tampoco es para tomárselo en cuenta.

Y, hablando de mundos fantásticos, quizás nunca el improbable lector haya caído en la cuenta de que historias de piratas berberiscos, corsarios ingleses, cautivos cristianos, amoríos y raptos de doncellas no sólo se encuentran en las películas de Hollywood, sino en las propias novelas ejemplares de Cervantes. Si no, lea El amante liberal o la ya dicha La española… y verá allí todos los ingredientes de una historia de aventuras, sazonadas con abordajes, botines, huidas de las mazmorras del turco, pasiones amorosas, envenenamientos, insidias cortesanas y mil historias sorprendentes. No tiene más que recordar la historia del cautivo cristiano, su huida de los baños de Argel y sus tiernos amores con la mora Zoraida, en El Quijote. 


Por no cansar al improbable, aunque sufrido lector de esta bitácora, aquí termino. Creo que me voy a dar un paseo (sin necesidad de muletas) por el patio de  Monipodio, para oír a la coima Cariharta, molida a palos por el  rufián Repolido a causa de unos dineros, cómo, por llamarle hombre cruel y sin entrañas, le dice “marinero de Tarpeya” y “tigre de Ocaña”.  Y a lo mejor echamos una partida de la sola, de las cuatro o de las ocho  con las cargas marcadas de Rinconete. Todo sea por pasar el tiempo.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Notoriedad.-


Fue una cuestión de mala pata. Resbaló en el bordillo de la acera y el pie se le coló por la rejilla de un sumidero. Una caída tonta, una visita a urgencias hospitalarias, una escayola hasta la rodilla y un diagnóstico médico que decía: fractura oblicua suprasindesmal tobillo izquierdo. Lo que en términos corrientes significaba que estaba jodido por tres meses.

Pero no todo fue tan malo como se imaginaba. De repente, con la caída, cobró una popularidad que nunca antes hubiera sospechado. La familia se volcó en él; le llevaban a la consulta del médico, le traían a casa, le hacían la compra y hasta le regalaron un par de muletas con una pequeña bocina (igualito que al Rey) por aquello de la velocidad en los desplazamientos. Lo de la bocina en las muletas fue el detalle que más agradeció, por lo simpático del gesto; un poco de cachondeo ayudaba a sobrellevar tantas semanas de inactividad.

No solo la familia, también los amigos aparecieron en tropel. Primero en la habitación del hospital, donde se pasó un par de días. Aquello era una juerga de gente que venía a charlar un rato y a hacer bromas. Se traían tanto cachondeo a costa de los malos pasos que había dado que hasta les llamaron la atención las enfermeras, con tantas risas  y alboroto. El camarote de los hermanos Marx era un convento de ursulinas a su lado. Nunca hubiera creído que una estancia en el hospital diera para tanta juerga.

Cuando le dieron de alta y lo mandaron a casa, no paraba de recibir llamadas por el móvil, whatsapps, mensajes de twitter, correos electrónicos… Parecía como si todas las redes sociales se hubiesen puesto de acuerdo para entretener las largas horas de ocio y aburrimiento que tenía por delante. Eso de estar perniquebrado, después de todo, no era tan malo como parecía. De repente, todo el mundo quería visitarle, se ofrecía para hacerle favores, le telefoneaba, y él se sentía como los famosos a los que la gente reconoce por la calle y firma autógrafos; solo que a él se los firmaban en la escayola, hasta que ésta terminó pareciendo una pared asaltada por grafiteros.

Y una vez que estuvo en casa, los compañeros del trabajo venían a visitarle y le preguntaban cómo había sido la caída, cuántos clavos le habían puesto en la fractura, cómo se las arreglaba con las muletas, y todas esas cuestiones convencionales que se le suelen preguntar a un accidentado. Él, que se sentía el centro de atención de tanta gente, contaba hasta los mínimos detalles de su accidente: cómo resbaló del bordillo, cómo se coló el pie izquierdo por entre las rejillas del sumidero, cómo perdió el equilibrio, cómo el hueso hizo “¡CRAC!”… Eso del “Crac” lo contaba con todo lujo de detalles, con un verismo tal que a los oyentes se les ponía piel de gallina y hacían gestos como si aquel hueso se les estuviera partido dentro de su propia cabeza.

Como lo había contado ya docenas de veces, llegó a desarrollar una gran habilidad en el relato de la caída, añadiendo pequeños detalles que enriquecían el dramatismo del momento culminante en que su tobillo hizo “¡¡Krrrakk!!”; así, con “krrk”. Porque, a fuerza de echarle vis dramática, se dio cuenta que el relato llegaba al cenit de su verismo si, en lugar del prosaico ¡Crac!, soltaba un repentino  ¡¡KRRRAKK!!, con reduplicación de kas y arrastrando mucho las erres, como si el hueso se partiese a cámara lenta y las astillas saltaran ante la mirada atónita y angustiada de sus oyentes. Un éxito que se repitió varias veces al día y a lo largo de los primeros días de convalecencia.

Pero ya se sabe cómo es la gente. Con la novedad todo el mundo quiere saber de primera mano y con todo lujo hasta los detalles más morbosos. Se emboban oyéndote cómo repites la misma historia, con pequeñas variaciones que son como el aderezo que alegra los sabores de un plato recién servido. No hay nada como oí al protagonista contar su desgracia con minuciosidad; es tan emocionante que hasta te gustaría ser tú el accidentado para disfrutar del protagonismo y le escuchas con una envidia sorda que casi no puedes disimular. Pero eso dura cuatro días.

La familia, los amigos, los compañeros de trabajo acabaron por cansarse. El ¡Krrak! del tobillo que salta hecho añicos impresiona las dos primeras veces, entretiene oírlo las seis siguientes, pero cuando se convierte en asunto monotemático, aburre. En resumidas cuentas, en las siguientes semanas a la del accidente, la familia llamaba de vez en cuando, y en cuanto él les empezaba a contar lo de la alcantarilla y el tropezón, colgaban pretextando mil excusas. Los amigos dejaron de ir por casa y le twiteaban de tarde en tarde. Los compañeros de trabajo murmuraban lo pesadito que se estaba poniendo Fulano con lo del tobillo, como si fuese el único con derecho a romperse los huesos.

A los quince días del accidente estaba aburrido como una ostra. Le quedaban por delante casi tres meses de inactividad, esclavo de sus muletas y de las monótonas horas que parecían renquear con la misma lentitud que él. Los días felices en los que era el centro de atención de familia, amigos y conocidos ya no volverían. Mantener el protagonismo gracias a un tobillo hecho migas no era posible sin nuevos alicientes, así que tomó una decisión heroica.

Vivía en un tercero. Salió al descansillo pegando saltitos sobre sus muletas, se acercó al borde, soltó las muletas y se dejó caer escaleras abajo: catorce escalones dando trompicones y crujiéndole un hueso aquí, otro allá hasta el rellano del segundo piso. Fue un éxito total.

Aquella misma noche, en el hospital, la gente que había ido a visitarle no cabía en la sala de urgencias. Verle escayolado hasta las uñas produjo una emoción enorme y todos se desvivían por ayudarle y querían saber qué fatalidad le había puesto en tal estado. Vamos, querían morbo recién horneado. Él, con una voz que no le salía del cuerpo, relataba una y otra vez cómo, abandonado de todos, tuvo que salir de casa a dejar la bolsa de basura, se hizo un lío con las muletas y cayó rodando escaleras abajo. Además del tobillo, otra vez roto, el fémur en tres cachos, cinco costillas astilladas, el cúbito en fricasé y un chirlo enorme en la cabeza, con seis puntos de sutura.


“Para haberme matado”, repetía con voz lastimera mientras familiares, amigos, conocidos y compañeros de trabajo pululaban alrededor de su cama. Es el precio de la fama, pensaba para sus adentros, mientras hacía planes para caerse en la bañera en cuanto se olvidaran de él.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Cuando la siesta es un mediterráneo por descubrir.-

Esclavo de una escayola durante unos meses, este jubilata se pasa el día leyendo. Esta misma mañana el cartero ponía en nuestro buzón  Le Monde diplomatique de febrero, así que dejo los libros que tengo al retortero y echo un vistazo. Extensión del ámbito de la siesta, es el artículo de su última página.  Vaya – pienso con desdén hispano –, estos gabachos acaban de descubrir el Mediterráneo…, y me pongo a leerlo.

Eso de ponerse castizos y españolar en cuanto los guiris nos tocan nuestras más sagradas esencias suele ser una torpeza y un prejuicio de difícil justificación. Más que nada porque, una vez conocidas las cosas en su justo valor, te das cuenta que son muy distintas a como las imaginabas. 

Resulta que en la Francia no se trata de que hayan descubierto la vulgar siesta de sobaquina agosteña con pijama y orinal, sino de un concepto mucho más refinado. Se trata de dar conciertos durante los cuales los asistentes pueden relajarse y descabezar un sueñecito que no es grosería, sino algo muy comme il faut; no como lo hacemos nosotros, por puro aburrimiento, mientras la sección de cuerdas, con pesantez wagneriana, nos describe melódicamente los avatares del Anillo de los Nibelungos, o Mahler (supremo referente intelectual de los que presumimos de melómanos) nos deja sopas con su Kindertotenlieder.

Le Théâtre de la Criée, dice Le Mond diplomatique., propone al espectador incluso que se traiga su propia almohada para adormecerse sin complejos. Mientras los artistas interpretan, el espectador se deja ganar por el sopor; lo que dicho en francés suena más sutil y refinado: certains se laissent emporter par un certain endormissement. Vamos, alcanzan un adormecimiento melódico, muy alejado de los ronquidos que el vecino de al lado suelta en el Auditorio Nacional. Lo que, es forzoso admitirlo, significa que nosotros tendremos el orgullo de haber inventado la siesta, pero los franceses la han elevado a obra de arte tan refinada como, pongamos por caso, las sutilezas eróticas de Fragonard en su El Columpio.

Pero no sólo Le Théâtre de la Criée propone siestas musicales, también el festival de Manosque propone siestas literarias. En Toulousse, en 2002, nacieron las siestes électroniques; así, en su Théâtre Garonne se organizan nappenings (un híbrido de nap (sueñecito) y happening). Vamos, que eso de la siesta en el sofá es cosa burda que debería avergonzarnos por su primitivismo.

No vaya a pensar el improbable lector que Le Monde diplomatique se entretiene en estas futesas de arte decadente por nada; lo hace para ilustrarnos sobre la actual tendencia de la sociedad neoliberal a desdibujar las fronteras entre la vida privada y la profesional mediante lo que llama “el vampirismo del reposo”: no hay límite de horas al trabajo, pero un sueñecito en un calm space disminuye la pérdida de atención, limita el absentismo y previene los accidentes laborales. Es, para dejar las cosas claras, una cuestión de rentabilidad: un individuo descansado trabaja mejor y produce más. La siesta, nuestra modesta y hasta ahora denostada siesta, se ha convertido en un factor más de productividad en un mundo altamente competitivo.

Un servidor lee estas cosas y se hace de cruces. Nunca hubiera imaginado que sestear se convirtiese en un bien altamente cotizado en el mercado laboral. Casi, casi, lamenta formar parte de la grey de los jubilatas sin haber experimentado eso de los calm space en un sillón anatómico, con luces suavemente graduadas y una música relajante. Pero ese sentimiento de frustración apenas le dura unos segundos porque es consciente de que el sueñecito en el trabajo no es más que una trampa saducea.

Aquel patrón manchesteriano sin entrañas de los tiempos de Dickens deja paso a un señor de paddel los fines de semana y botox en los pómulos que exprime igual tu tiempo, pero con estilo. Reduce tu vida privada al mínimo pero a cambio te instala una sala relax donde puedes descabezar un sueñecito mientras oyes los tenues compases del Verano de Vivaldi,  te instala una máquina gratuita para el cup coffee relaxing y, con una sonrisa amistosa y palmadita en la espalda, te dice: “Hay que ser más productivo, Fulano”. Y tú, agradecido por las deferencias, te pones a trabajar como un cabrón desbridado.

Y de la lucha de clases del abuelo Marx ya nadie se acuerda. O tempora, o mores!