miércoles, 27 de julio de 2016

Rutinas veraniegas, II.- Lecturas.


Por más que este jubilata intente no dar palo al agua en todo el verano, nunca ha conseguido estar ocioso en eso de la lectura y la caminería. Leer y caminar (nunca revueltas: cada cosa en su momento) son dos actividades que llenan las horas veraniegas.

Imagínese el lector, ocasional o habitual, de esta bitácora qué duro sería si tuviese que estar mano sobre mano desde las ocho de la mañana hasta las doce de la noche – de la siesta nada se dice, que tiene entidad propia y sus propias maneras de existencia – sin un puñado de letras de imprenta que echarse al coleto del intelecto. Y así durante semanas y con estos calores.

Pues eso. A la hora de planificar la estancia veraniega en este pueblo serrano, aparte el ajuar doméstico  y la munición de boca que hay que traer para eso de la higiene en el vestir y la supervivencia, no puede faltar en el hondón de la maleta un puñado de libros para pasar las horas de la tarde, las horas de canícula; esas horas aperreadas en las que uno no tiene ni ánimos para tirar de su propio cuerpo y queda desparramado en el sofá, con la mente ensopada y su yo transcendental reducido a la inconsciencia. Esas horas, precisamente, son las más propias para despabilar y darle caña al intelecto para que avive el seso y despierte.

Quien esto escribe, lector habitual y un tanto anárquico, así lo hace. Las tardes de verano, mientras el sol amurria a los pájaros y recalienta los caminos, se dedica a leer cualquier cosa que tenga letras de molde. Y ese “cualquier cosa” no lo entiendas, amigo lector, como desmerecimiento del valor de las lecturas que uno se mete entre pecho y espalda, sino como esa falta de criterio que aqueja a un servidor a la hora de racionalizar sus lecturas según temas de interés cultural, narrativo, formativo o informativo. Para que quede más claro: sobre la mesita auxiliar hay una mezcolanza de libros, cada uno por sí interesante según su género, pero dispares, cuyas lecturas se van alternando aleatoria y caprichosamente. Estamos en verano y uno puede darse esos gustos.

Leer a Heródoto (más tras la visita a Irán/Persia que hicimos esta primavera,  y de la que quedó constancia en esa bitacora) y sus guerras médicas no deja de ser una lección sobre el conocimiento que éste tenía de la naturaleza humana. Cuando los Argivos quieren quedar al margen de la expedición de castigo que Jerjes planea contra Atenas y los lacedemonios, Heródoto dice comprenderlos (a los habitantes de Argos) y afirma que, si todos los seres humanos reuniesen en un mismo lugar todas las desgracias que les aquejan, con objeto de intercambiarlas entre sí, una vez vistas las desgracias del prójimo, cada cual se volvería a casa con las suyas propias por considerarlas más llevaderas. 

No dejaban de ser prudentes los ciudadanos de Argos a tenor de lo que cuenta el historiador griego, ya que, según sus cálculos, las huestes persas eran tan descomunales (5.283.220 individuos: infantería, caballería, tropas auxiliares, marinería, sirvientes, esclavos, personal auxiliar para las acémilas y el equipaje, familia –viajaban con mujeres, amantes e hijos–) que cuando llegaron al río Escamandro, cerca de Troya, agotaron sus aguas para dar de beber a la tropa. Y dice que en tierras tracias había un lago de más de 5 k de perímetro que quedó seco sólo con dar a beber a las acémilas que llevaban la impedimenta.

Aunque Heródoto resulta aquí un tanto hiperbólico (en alguna nota leída a pie de página se dice que el ejército persa no debió superar los trescientos mil efectivos), también sabe ser prudente, pues afirma: “Si yo me veo en el deber de referir lo que se cuenta, no me siento obligado a creérmelo todo a rajatabla (y que esta afirmación se aplique a toda mi obra)”. ¿Se da cuenta el improbable lector de esta bitácora de por qué hay que leer durante las vacaciones? Hay más sentido común en un libro de lance – éste  fue comprado en una librería de ocasión – que en las promesas de estabilidad política de estas últimas semanas.

La Sombra, de Galdós, es una obrita menor y poco conocida, pero viene a ser como la primera novela freudiana de la literatura española. Que un tal doctor Anselmo se vea corroído de celos porque el mítico personaje Paris (ese que le sopló la dama al rey Agamenón y fue causa de la guerra de Troya) salte de un cuadro de asunto mitológico para ligarse a la legítima esposa del doctor, es cosa de visita al psiquiatra de guardia. La obsesión de protagonista es tal que se cree acosado por un Paris burlón que promete aparentar cornificarle (no deja de ser un personaje/mito sin entidad física, así que de consumar coitos, nada). Su finalidad al cortejar a la dama, según piensa el obsesivo marido, es labrar su desprestigio social y convertirle en el hazmerreir de la buena sociedad madrileña de la época. Tal fijación (suponerse cornificado por un personaje mitológico) lleva al lector a desearle al doctor Anselmo un cornificio en toda regla; eso aunque solo sea por el desasosiego que transmite al lector y por lo mal que trata a la sufrida y santa esposa que no gana para soponcios y sobresaltos por culpa de los celos del marido. 

Menos mal que el autor-narrador toma una actitud distante y crítica respecto a su personaje e  introduce la necesaria lucidez en el relato. Pero, de verdad, a un lector entregado le resulta tan irritante el protagonista con sus obsesiones, que él mismo estaría dispuesto a saltar dentro del relato y darle de patadas en el culo. Y si no lo hace no es por la imposibilidad metafísica de trasladarse de la realidad a la ficción, sino porque a estas horas hace un calor del carajo (son las cinco de la tarde) y uno no está para sofocos ni siquiera imaginarios.

Y así transcurren las tardes veraniegas y las horas caniculares. Eso a pesar de que el vizconde de Chateaubriand (en sus Memorias de Ultratumba), tras ser retenido en Baviera varios días por problemas de pasaporte, después de cruzar a Bohemia se pasea por el bosque en plena noche y tiene un soliloquio con la luna (ella calla, solo está ahí): Un petit morceau de la lune qui entreluisaiet me fit plaisir… O lune! Vous avez raison, mais si je parlais bien de vos charmes, vous savez les services que vour me rendiez: vous éclariez mes pas alors que je me promenais avec mon fantôme d´amour…

De verdad, si no fuese uno tan convencional, también este jubilata se pasearía por el bosque a la luz de la luna en soliloquios alunados y románticos, mientras el cine de verano en el frontón escupe sus músicas y diálogos enlatados, y el respetable público asistente, subyugado por la trepidante acción fílmica, come pipas de girasol. Y tal…


lunes, 11 de julio de 2016

Rutinas veraniegas. I.- El rumor del Artiñuelo.


Una de las rutinas más arraigadas en este veraneante setentón, una vez instalado en Rascafría, es dedicar una de sus primeras visitas (seguirán otras a lo largo del verano) al arroyo Artiñuelo. Por si el lector ocasional no lo sabe, el Artiñuelo es el arroyo que nace en el collado de la Flecha, en los Carpetanos, a casi 2000 metros de altitud, y atraviesa Rascafría para rendir su curso en el río Lozoya, que transcurre casi a los pies del pueblo.

Es riachuelo de gran belleza en su trayecto de montaña y en su curso medio, y ha sido encauzado en su recorrido por el pueblo, ya en su tramo final. Como nace en los acuíferos que forman los neveros invernales, en verano acusa el cansancio del estiaje y, llegado agosto, se convierte en un hilillo de agua que se va remansando en las charcas de su trayecto final, como si le faltase fuerzas para llegar a la desembocadura.Pero ahora, estos primeros días de julio, aún baja brioso y cantarín, como aquellos antiguos caminantes que hacían su camino con el hato al hombro y entretenían las horas y las leguas con alguna coplilla en los labios.

Este jubilata, a modo de pleitesía estética, al día siguiente de  habernos instalado, se ha calzado las botas montañeras y ha subido por mitad del robledal, por la desconocida y casi cegada senda Viator, hasta el camino que salta por encima de la vieja presa colmatada del arroyo. Luego, al pie del paredón de piedra, resquebrajado y herido de hendiduras por las que manan las heridas de agua que el tiempo ha ido  abriendo en sus juntas, ha prestado oído al silencio del bosque.

Quizás el improbable lector no haya caído en ello porque es más asfaltícola que boscófilo (palabro para la ocasión y a no repetir), pero  el bosque está lleno de silencios rumorosos. Oír el silencio es un privilegio que se alcanza tras largas caminatas por esos montes, hechas con la humildad y perseverancia del neófito, y es aprendizaje que cada cual ha de hacer sin manual de instrucciones y por su cuenta. Cuando, tras bastantes años de noviciado y centenares de horas de paciente escucha, uno aprende a oír, descubre que el silencio del bosque es ese espacio donde no hay un átomo de aire que no tenga dentro su propia música.

Descubre, asombrado, esa sinestesia que le hace percibir la mínima melodía del aroma que desprende el piorno en flor; descubre, como una revelación, esa leve danza que la flor del espino albar emite para atraer al abejorro que acarreará su polen. Y, si se acerca al arroyo, se sienta a su orilla y escucha su rumor sin pausa, verá, oirá y saboreará, todos los sonidos, frescor y destellos que corretean cauce abajo. Porque el arroyo de montaña – que lo sepas, lector –, en medio del bosque, es el continuum de las composiciones musicales barrocas. Es un fluir de apenas unas notas que se repiten, caracolean entre la espuma, parecen enroscarse unas en otras, para saltar de piedra en piedra cauce abajo y dar paso a nuevas notas que jugarán los mismos juegos indefinidamente.

Mientras el caminante percibe el murmurar silencioso del agua, el robledal entonará su melodía hecha del vibrar imperceptible de sus hojas, de las notas que el pájaro carbonero emite llamando a la compañera, del paso apresurado de un corzo entre el ramaje, el lagarto que se esconde entre la hojarasca, o de la esquila de la vaca en el pastizal, y de tantos y tantos pequeños sonidos, chasquidos, siseos que el oído apenas consigue percibir y que, todos juntos, forman un lenguaje musical que se ofrece al oído de quien se deja mecer como un nonato dentro de ese gran vientre maternal que es la naturaleza.

También es verdad – bucolismo y ensoñaciones aparte - que el caminante se ve comido de moscas y ha de reconocer, mal que le pese, la imperfección de los paraísos terrenales; así que piensa con el clásico: et in Archadia ego…, incluso en la Arcadia las moscas son un coñazo. Te resulta forzoso reconocer que para ellas, las moscas, no eres el rey de la creación sino un cacho de carne jadeante (monte arriba y con estas edades uno resopla con esfuerzo…) cuyas glándulas sudoríparas segregan sabrosos jugos salobres que las vuelven locas. Te bailan delante de los ojos y alguna, más atrevida, pretende libar en tus lacrimales; otras, desvergonzadas, se te quieren colar por los caños de la nariz y las hay que pretenden la espeleología por tus conductos auditivos. Talmente como si fueras una vulgar vaca… En fin: Aquí, gozando de las incomodidades del campo, solía decir el difunto primo Paco.

Sentado al pie de la vieja presa del Artiñuelo, oyendo los saltos del agua cauce abajo, sintiendo sus prisas por abandonar aquella angostura de las montañas, no he dejado de recordar aquellos versos de no sé qué poeta con ribetes y puntillas de ecologista:

Bullicio de espuma y piedra,
Orillas de risco y bosque,
Rumor oscuro y aguas claras,
El arroyo huye.

Desde los altos neveros,
Lejos, aún, la lenta llanura,
Las cumbres con su silencio
Acunan su andadura.

No corras, murmura el viento,
¡Sosiega!, grita el monte,
Aguas abajo serás río
Que enturbiarán los hombres.