miércoles, 26 de marzo de 2014

Elucubrando sin fundamento.-


No fue hasta 5º curso de Historia en la UNED cuando, quien esto escribe, prestó toda la atención que se merecían esas cosas que se llamaban “macroeconomía” y “microeconomía”. Para ser sinceros,  le sonaban estos términos de forma vaga (como a casi todo el mundo), muy como de pasada; era cosa abstrusa que solo debía interesar a los economistas y gente de parecida catadura, y uno era de letras... 

Pero mira por donde, estudiante talludito de Historia (peligrosamente próximo a los 50), hubo de estudiarse el manual  Introducción a la economía para historiadores, de Gabriel Tortella, y con tan ingrato instrumento perdió la virginidad y la absoluta ignorancia en esta delicada materia. La asignatura quedó aprobada, y con ella, adquirida la certeza definitiva de que los Reyes Magos son los padres, según el grosor de su cuenta corriente, y, el sistema económico, avieso como la madrastra de Cenicienta: solo nos quiere de fregonas. 

Como puede ver el improbable lector, por mucho empeño que pusiera en aprobar la asignatura, las nociones de economía pasaron por la mente de este jubilata como los rayos del sol a través del cristal: sin romperlo ni mancharlo. Con lo que, siguiendo el símil anterior, perdió la virginidad sin mayor disfrute.

Sin embargo, ya desde joven, era capaz de distinguir entre la Historia, con mayúscula, y la intrahistoria. En aquella lejana época practicaba un existencialismo carpetovetónico y don Miguel (de Unamuno, ningún otro) era santo al que encendía la mayoría de las velas de las lecturas, y En torno al casticismo, era una especie de catecismo del padre Astete que estudiaba con devoción. 

Aprendí que, si la Historia son un conjunto sucesivo de sucesos (redundante, pero cierto) que se suceden en el tiempo, la intrahistoria no son sucesos que fluyen, sino hechos, a modo de capas geológicas, que se superponen, creando una especie de estratigrafía que da sentido y sustancia a un pueblo. Vamos, si un servidor recuerda aquellas viejas lecturas, la Historia es cambiante, agitada, mientras que la intrahistoria es sólida como el roquedo de los fondos marinos.

Dándole vueltas, en las largas horas de convalecencia, intentaba ver si macro y micro-economía pudieran tener alguna relación con Historia e intrahistoria. Fuese porque son muchas las horas de ocio cuando se tiene una pierna escayolada, fuese porque a lo mejor sí hay una relación, lo cierto es que aparecían ciertas similitudes en la mente poco científica y demasiado imaginativa de quien esto escribe.

¡Coño!, pensaba, Historia y macroeconomía son fluctuantes, dinámicas; son como las olas embravecidas que golpean a los pueblos: guerras, invasiones, migraciones movidas por catástrofes o hambrunas… (en caso de la  Historia); deslocalizaciones, pérdida masiva de empleos, fluctuación enloquecida de capitales (caso de la macroeconomía). Mientras que microeconomía e intrahistoria son modos de entender la vida como en zapatillas; cosa de gente que vive su pequeña historia de cada día intentando mantener sus proyectos vitales, mientras deja un poso de consistencia social que de sentido a eso que llamamos “cultura” con minúsculas: la forma en que vive una colectividad, su manera de entender y luchar por la vida, de sobrevivir.

Si la administración del sueldo mensual, el recibo de la luz, la barra de pan de cada día, son objeto de microeconomía; el sacar la familia adelante con sueldo escaso – o sin él, cuando vienen mal dadas – el dar educación a los hijos cuando hay políticas que adelgazan la educación pública, el alimentar una familia con la pensión del abuelo, son pequeñas heroicidades que forman la intrahistoria de las gentes que, aun no apareciendo en los manuales de Historia, forman el cemento y el cimiento sobre el que se construyen las sociedades.

Tales elucubraciones, fruto de la inactividad, han estado rondando estos últimos días por la mente de éste que es doblemente ocioso (por lo jubilata y lo perniquebrado), con lo que se demuestra lo pernicioso que resulta estar libre de quehaceres. Quizás los macroecónomos deberían cuantificar en magnitudes económicas los miles de millones de euros que se pierden al no aprovechar en cosas de más utilidad productiva tantos miles de millones de neuronas de pensionistas que estamos mano sobre mano. Quizás con tanta energía perdida, debidamente transformada en dineros, se podrían haber rescatado los bancos sin necesidad de producir millones de parados y demás desgracias sociales.

No sé si los gurús macroeconomistas habrán caído en la cuenta de lo difícil que se le está poniendo la intrahistoria al común de los ciudadanos con tanto exprimirles la microeconomía de cada día. Aparte que es una putada.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Un museo sobre silla de ruedas.-

Colmenar de Oreja, plaza mayor.
El prurito de buscar títulos para llamar la atención es una fea costumbre que un servidor confiesa, pero a la que no renuncia. El improbable lector ya entenderá que los museos no se desplazan en carrito de inválidos, sino que este jubilata retuerce el sentido del título para despertar su curiosidad. 

Esto suele ser recurso de mal literato, salvando lumbreras de las letras como Valle-Inclán, maestro en hacer filigranas con el  idioma y darnos títulos como Romance de Lobos, Gerifaltes de Antaño, Divinas Palabras… Un servidor, como la andrajosa Penia a las puertas del opulento Poros (según nos cuenta Sócrates en el Banquete), aspira a las sobras que caen de la mesa donde se banquetean los grandes de la Literatura y consigue migajas como el título de marras. Y se conforma…

Pues eso, inválido provisional, si quería hacer una excursión había de ser recurriendo a una silla de ruedas para los desplazamientos un poco largos, una vez llegado al lugar. Y ya se sabe que las visitas a los museos son fatigosas, con lo que una pierna escayolada no es la mejor ayuda para detenerse ante un cuadro, localizar el mejor ángulo de incidencia de la luz sobre él, acercarse a ver un detalle, inclinarse a leer la cartela, y todos esos pequeños gestos de un visitante de museos.

Museo Ulpiano Checa
El asunto es que, este pasado fin de semana, nos acercamos a Colmenar de Oreja con la intención de visitar el lugar y conocer su museo Ulpiano Checa. El pueblo, próximo a Chinchón, merece una visita cultural y gastronómica; en cuanto al pintor don Ulpiano Checa (Colmenar, 1.860 – Dax (Francia), 1.916), hay un estupendo museo que recoge parte de su obra y en las distintas salas se muestran sus diversas facetas pictóricas. Como en Internet hay información sobrada sobre ambos (pueblo y pintor), un servidor solo hablará de sus pequeñas manías de jubilata ocioso.

Una de esas manías, que apenas se confiesa uno a sí mismo por lo rarunas que resultan, es la afición al art pompier por lo que éste tiene de colorín, de anecdotario, de peli de romanos que uno veía en su juventud y que tanto despertaban la imaginación en aquellos tiempos de sociedad gris plomo, mediocre y aburrida, de cuando nuestro Invicto ferrolano nos pastoreaba con mano parkinsoniana, pero dura. 

El caso es que la pintura de don Ulpiano, una de sus facetas, la referida a la historia de Roma, me ha vuelto a instalar en aquella admiración que yo sentía por un mundo fastuoso, de togas senatoriales, esclavas en desnudos velados, juegos de circo y batallas navales. Sus carreras de cuadrigas, inspiradas en la novela Ben Ur, que sirvieron de modelo para la película homónima hollywoodiense, así como las escenas de Quo Vadis? con aquel Ursus hercúleo salvando del toro bravío a la cristiana de curvas perturbadoras en el Circo Máximo, son imágenes que a uno le reverdecen en estos también años plomizos de rescates bancarios.
A falta del cuadro original, aquí queda un fotograma

El art pompier, con sus ropajes vistosos, sus armas brillantes y sus cascos empenachados, nos presenta un mundo heroico donde la anécdota pasa por ser la realidad histórica; donde todo es grandioso, exuberante, y se contrapone un mundo clásico ideal a la mezquindad de estos tiempos nuestros, dominados por un economicismo zafio. Aquellos pintores de colorín, tan denostados en su momento por su academicismo frente a las nuevas tendencias artísticas como el plenaerismo, el impresionismo y la representación de la naturaleza y la luz en su realidad fugaz, nos presentan una realidad histórica tal como nos hubiera gustado vivirla a cualquiera de nosotros.

Pero, como uno debe conjugar aficiones estéticas con racionalidad, es consciente de que el “arte bombero” (en francés suena mejor) está bien como imaginario, siempre y cuando no se confunda con la realidad histórica. Y como ejemplo, sirva un cuadro espléndido por su dinamismo y grandiosidad heroica como es El barranco de Waterloo. En él la caballería francesa termina despeñándose en el fondo de un barranco, donde el impulso imparable de la carga ahoga a coraceros y caballos en un amasijo de animales, hombres, uniformes vistosos, sables relucientes. Es la escena patética de unos héroes arrastrados a la muerte por un destino ciego. Eso es lo que dice el cuadro, la realidad es muy otra.

El barranco de Waterloo
Este suceso representado por Ulpiano Checa, en aquella batalla tras el exilio de Elba, jamás existió. Fue Víctor Hugo, en sus Miserables, quien describe la escena y el pintor quien la traslada al lienzo como una realidad teatralizada. De forma estética y melodramática se ofrece al espectador un aspecto histórico que pudiera haber sido verdad, pero que no existió más que en la imaginación del novelista romántico y en la escenificación del pintor sobre el lienzo. Un golpe de teatro, puro espectáculo que el observador acepta como hecho verídico, cuando no pasa de verosímil, y da por cierto el episodio de los valientes coraceros haciéndose picadillo en el fondo del barranco.

Y como esta entrada se alarga más de lo usual, para terminar, se recomienda muy vivamente al improbable lector que se acerque por Colmenar de Oreja, visite su plaza mayor, su iglesia parroquial, su teatro, y pasee hasta la ermita del Humilladero, sin olvidar el gran pasadizo en piedra bajo la plaza mayor.
Por supuesto, le gustarán las cabalgadas de los árabes disparando sus espingardas, los piel rojas, los bárbaros invadiendo Roma, y todo el dinamismo que parece surgir de los cuadros de don Ulpiano.

Además, por la zona podrá visitar Chinchón (apenas a 5 kilómetros) y Aranjuez, sin olvidar Villaconejos, donde es fama que sus melones son de mucha más calidad que los recriados en la carrera de San Jerónimo. 

martes, 11 de marzo de 2014

Agasajando a la mensaib.-


Aferrado a las muletas y con pasitos cortos, he seguido la semana pasada esa cosa de tanto relumbrón que han llamado Global Forum Spain, celebrado en Bilbao. O sea, algo que tiene que ver con la afamada Marca España, pero en inglés, para que en esos mundos se enteren de que existe esa marca y está en venta. Como suele ser habitual en esta bitácora cuando se trata de eventos políticos y similares, aquí se habla de ello a destiempo y a toro pasado. Y la verdad es que no hubiese dicho media palabra si no llego a ver la foto que ilustra esta entrada.

Eso de que nuestros políticos en el poder, en un estupendo ejercicio de autocomplacencia, se inventen una mini cumbre de Davos de andar por casa, no es asunto que sorprenda; es una de las muchas añagazas que emplean para convencer al personal (autóctono y foráneo) de que la economía española va viento en popa y que de la crisis económico-social no merece la pena ni acordarse. Ya lo dijo el Gran Timonel Mariano, que habíamos doblado el Cabo de las Tormentas y navegábamos a todo trapo hacia las Islas de las Especias.

La mensaib Christine Lagard, baranda del FMI, vino a decir algo parecido, pero en más prosaico: “España ha girado la esquina”, solo que, añadió, convenía apretar un poco más los machos a la marinería que brega con el velamen del hispano bergantín. Debe ser eso porque el barco (si nos atenemos al símil empleado por don Mariano), lleva aún mucho lastre, o porque esa vuelta a la esquina (según la más pedestre expresión de la mensaib del FMI) la estamos haciendo con demasiadas piedras en los bolsillos; estas piedras son la renta de trabajo, o sea, los sueldos que percibe el personal currante de Hispanistán. Ça va de soi, que diría la señora.

Comoquiera que sea, este jubilata se queda más en la anécdota que en la categoría. Es que eso del besamanos del ministro Guindos a doña Lagard le ha despertado a un servidor recuerdos de cuando aquellas películas de aventuras en la India colonial. Aquellas damas victorianas de tanto empaque, servidas por criados indios reverenciosos que doblaban el lomo y decían “Yes, mensaib”, es la imagen que primero le viene a uno a la cabeza. 

Y, puestos a imaginar paralelismos, uno imagina la caterva de saibs y mensaibs del FMI, BM, BCE y otras instituciones transnacionales que colonizan los recursos de nuestro país; uno piensa en los cipayos indígenas que les sirven de tropas de choque contra la población autóctona; en los grandes hacendados (banqueros, multinacionales, especuladores de lo ajeno) que controlan la producción de riquezas del país colonizado…, y descubre que la película tiene el guion trucado.

Pero, eso, ya casi a un servidor no le sorprende, a fuerza de sabido. El guionista escribe la trama a gusto del productor, que es quien pone los dineros, los saibs controlan el sistema de producción colonial, los gobiernos hacen de cipayos y la plebe se limita a interpretar a la fuerza el papel de extras cuando el guion así lo exige. Lo que aún no sabemos es si aparecerá un Mahatma Gandhi, individual o colectivo, que no esté de acuerdo con la parte contratante de la primera parte y rompa los papeles del reparto.

Mientras, este jubilata, convencido que el gato tiene tres pies, sabe que las fotos de los eventos políticos no son inocentes;  reflejan la realidad que nos quieren transmitir a su conveniencia, pero, fuera de las manipulaciones interesadas, tienen el valor de símbolo. Y ese ministro que rinde pleitesía a la presidenta del FMI simboliza el sometimiento de nuestros gobernantes a una institución no elegida democráticamente por los ciudadanos.

Claro que habrá quien opine que el besamanos del ministro no es el del sirviente reverenciando a la mensaib, sino un gesto caballeresco muy hispano. Pero, si algo tiene de carácter hispano la escena, convénzase el improbable lector de que ésta es totalmente quevedesca: Madre, yo al oro me humillo…

martes, 4 de marzo de 2014

Convalecencia, eternidad.-

Cuando un pie escayolado se convierte en el centro de tu universo, la convalecencia es una eternidad con fecha de caducidad, o por lo menos un remedo de ésta. Porque eterno parece el tiempo a transcurrir entre la mala pata de aquella rotura y el día en que las dos piernas habrán de recuperar su funcionalidad. Este lapso de tiempo en suspensión, que bien puede llevar tres meses o más, para un convaleciente atado a sus muletas es la experiencia que más se puede aproximar a eso que llamamos eternidad.

Es una exageración, claro está, una hipérbole traída por los pelos para tratar de explicar lo enormemente tedioso que resulta ese lapso de tiempo en que uno aparca sus actividades habituales y se somete -a la fuerza ahorcan- al lento transcurrir de las horas, los días, las semanas, los meses… Una eternidad en la que el tiempo parece haberse parado; tan igual a sí mismo, tan plano que parece no existir. Y, si uno no recuerda mal viejas enseñanzas, la suspensión del tiempo es lo que caracteriza ese concepto abstracto que llamamos "lo eterno" .

“Metafísico estás”, dirá el improbable lector, como le decía Babieca a Rocinante en aquel mal soneto de Cervantes. Pero este jubilata averiado no se pone metafísico a fuerza de pasar hambre, como se quejaba el rocín de don Quijote, sino a fuerza de pasar una infinidad de tiempo (plano, monótono) a la pata quebrada.

Ya puestos a hablar de infinitos, de eternidades, aunque sea una ligereza de jubilata ocioso, sin saber bien como, llega a mis manos un ejemplar del Fedón que dormía el sueño del olvido en mi biblioteca casera y empiezo a ojearlo. Ciertamente, una cojera a plazo fijo –por muy tediosa que sea– no tiene por qué producir los mismos efectos anímicos que una pena de muerte, como a la que los atenienses condenaron a Sócrates. Solo que el bueno de Sócrates se tomó la condena con una entereza que para sí quisiera el pernituerto quejoso de su invalidez provisional.


El filósofo esperaba con alegría la muerte porque liberaría su alma de las ataduras del cuerpo. Para que sus amigos lo entiendan, dedica todo su esfuerzo en los diálogos del Fedón a demostrarles la inmortalidad de ésta, haciéndoles ver que lo que llamamos conocimientos no son más que reminiscencias, recuerdos que el alma conserva de una existencia anterior y a esa existencia regresará una vez libre de las limitaciones que impone el cuerpo. Su atadura al cuerpo es un episodio más bien molesto. Soma sema, creo que eran los pitagóricos quienes lo decían: el cuerpo es una tumba.

Si uno lee despacio los diálogos, casi llega al convencimiento de que la muerte de Sócrates a la puesta del sol no es una tragedia; parece más bien que estemos ante un rato de conversación entre amigos para ir pasando unas horas de espera. Tanto es así que incluso el condenado se permite alguna ironía: “…y si después de la muerte no existe nada, habré tenido la pequeña ventaja de no haberos molestado con mis lamentaciones durante el tiempo que me queda de estar entre vosotros”.

Con un par… ¡Y un servidor dando la vara por un hueso roto! Quizás éste sea el momento de sacrificar un gallo a Esculapio.