05/10/23 “Parte médico: anoche me chuté un
diazepam y un paracetamol y he dormido muy bien. Tercera noche que duermo en el
sillón abatible, y no duermo mal. Claro que cada noche me chuto el puñetero
diacepán y el inevitable paracetamol, lo que me hace recordar a mi padre, que no quería ver a un médico ni en pintura. Él se cuidaba los catarros con leche caliente y un buen
chorro de coñac y a sudar, y el dolor de tripas con una copita de pacharán.
“Solo que, tras el desayuno y las tareas
domésticas, he tenido un bajón y me tumbo en el sillón y he dormido casi dos
horas. Cuando a la vejez – inevitable, si es que quieres seguir vivo – se une
la enfermedad como la gripe Covid – una puta casualidad atrapada en cualquier
lugar – quedas jodido por un par de semanas, sin fuerzas más que para ir
sobreviviendo mientras la vida está del otro lado de la ventana.”
Disculpe el improbable lector por sacar a
la luz de esta bitácora mis entresijos personales. Y no sólo porque sean
personales; o sea, de ningún interés para el común de los lectores, sino porque
son el extracto de una vida tan común que no merece mayor atención salvo para
el interesado, ya que éste no tiene otra vida que valga más la pena ser
aireada.
Ya le gustaría, ya, a este jubilata, tener
una vida glamurosa y exhibicionista, tipo Telecinco, para salir en las portadas
del Hola o asistir como tertuliano de honor al Hormiguero. Pero lo cierto es –
y no me hago mala sangre por ello – que lo que escriba en su diario personal un
viejo con Covid tampoco es un estímulo informativo como para ser primera plana
y alimentar todas las redacciones durante una semana.
Por eso precisamente, porque son días de enclaustramiento,
paracetamol y abundante ingesta de agua del grifo – según habitual
recomendación médica – me he dedicado a mirarme el ombligo. Y no porque dentro
de mi ombligo encuentre nada de especial, aparte algunas pelusillas mentales,
sino porque ese rebujo de tripa mal añudada viene a ser, simbólicamente, el
centro de nuestro ser. Y cuando uno no tiene nada mejor que hacer, le da por la
introspección. Que aún recuerdo las lecciones del profesor Pinillos, en
aquellos lejanos tiempos en la Complu, cuando nos decía que la introspección es
una auto remembranza, una autorreflexión sobre sí mismo -perdón por lo
redundante-, un traer a la mente vivencias o conocimientos arrumbados en el
cajón de la memoria… Pero, bueno, tampoco eso viene al caso.
El caso es que, en mi introspección
umbilical, escarbo en mis notas del año pasado por ver a qué dediqué mi vida
tal día como el descrito más arriba, y encuentro lo siguiente:
05/10/22 “Hacía ya tiempo que no venía al centro de la ciudad en metro. Un
hombre negro con aspecto derrotado, pide una limosna y su negritud macilenta
pasa aparentemente inadvertida entre los viajeros con sus móviles (yo le doy un
euro a la segunda pasada), y luego aparece un hombre mayor con melenas grises
de poeta en decadencia que recita una poesía para aflorar los sentimientos de
la masa viajera y que le dé algo de dinero. Le conozco de otras veces, pero hacía
meses que no lo había visto. Como ya he dado mi limosna para la supervivencia
del pobre anterior, a éste hago como que no lo veo y sigo con mi lectura de la
Señora Dalloway.”
Por
lo menos, hace un año gozaba de buena salud y podía viajar estabulado en un
vagón de metro, cosa que siempre tiene su interés sociológico. Porque, así a
bulto, un observador atento cae en la cuenta de que existen en el metro dos
grupos sociales bien definidos: la masa indiferenciada, abducida por las
pantallas de sus móviles, que tampoco tiene mayor interés, y los sobrevivientes
en un medio hostil, que arrancan alguna moneda de los bolsillos de los
anteriores, bien con el limosneo, bien con su retórica victimista, bien con sus
habilidades de músico callejero. Un servidor, lo confieso, pertenece al primer
grupo, pero observo a los individuos del segundo cuando se ponen a tiro, bien
parapetado tras un libro al que dedico todo mi interés mientras que con un ojo
observo sus maniobras de aproximación.
Aún
escarbo más en mis diarios, a ver cómo me fue la vida tal día hace un par de
años y me encuentro con una situación parecida a la de estos días. Transcribo
parte, para que el improbable lector vea qué puñetera es la vida:
05/10/21.
“Esta pasada ha sido una noche de insomnio y mocos.
Me acosté a las 12, después de la película, estornudando y moqueando, y a las
04:20 me he despertado en pleno moqueo. He tomado una ducha para relajarme y
fui a dormir al sofá, sentado, con los pies sobre la mesa y el collarín al
cuello. No conseguía conciliar el sueño, así que me tumbé a lo largo del sofá.
En torno a las 06:30 me desperté y volvía a la cama. Antes de las ocho ya
estaba en pie, apalizado, mocoso y con dolor de cabeza. ¡Que paciencia hay que tener
a veces para soportar las molestias de la vejez!
“Y mientras, comenzaremos un
largo fin de semana hasta el martes día 12. El barrio se vacía, la ciudad se
vacía y todos disfrutan de enormes atascos en las carreteras para huir de la
confortable vida ciudadana y para apretujarse en playas y lugares de turismo.
“Encima, estoy leyendo las
nivolas de Unamuno (ahora Abel Sánchez) con esos personajes trágicos,
angustiados por sus pasiones malsanas que les devoran el alma. Lo más propio
para un anciano griposo que ha de pasar los días encerrado, físicamente
decaído, y, encima, a punto de cumplir los 76 años. ¡Maldita la gracia cumplir
esa edad hecho unos zorros!”
En fin, querido, paciente e
improbable lector, que he decidido no seguir escarbando en mis diarios, no vaya
a encontrarme más de lo mismo, que a ti te enfadará su lectura y a mí me
molesta su recuerdo. Queda en paz, que otro día encontraré cosa de más enjundia
para contarte si te das una vuelta por esta bitácora.