sábado, 29 de mayo de 2021

Cuando el mar llega al Retiro.-


 Frente al palacio de cristal, al otro lado del pequeño lago, tres grandes cubos de hormigón, coronados por una cercha que servía para transportarlos, recuerdan a una escollera del mar Cantábrico. Su procedencia es el puerto de Bilbao y el autor, Agustín de Ibarrola. Es como una añoranza del Cantábrico bravío, anclado en tierra. Una utopía para mesetarios.


Si uno gira la vista, verá al fondo el palacio de Velázquez, con su tejo milenario haciendo guardia en uno de sus extremos. El jubilata, que esta mañana de domingo ha decidido darse una vuelta por el parque del Retiro, viene con la intención de ver una exposición allí: De Norte a Sur, Ritmos, de Anna-Eva Bergman.

No es que un servidor sepa gran cosa de esta pintora noruega – más bien nada en absoluto –, ni siquiera sospecho qué ritmos pueden ser esos que van de norte a sur. Sólo la curiosidad del paseante me empuja a entrar en el palacio de Velázquez y echar un vistazo. Ya se sabe, el ocio lleva a la curiosidad, la curiosidad a la observación, y la observación, en este caso, a esa vieja afición de años por husmear en las exposiciones que presenta el Reina Sofía, a ver de qué va la cosa y escribir, si se tercia, sobre ello. Uno va así alimentado su bitácora, se crea fama cultureta, afianza su autoestima de erudito peripatético, pasea sin prisas, y, de paso, entretiene un rato al improbable lector de esta bitácora.


Siempre llama la atención la blancura impoluta del recinto de este palacio de Velázquez, con su aire impersonal y neutro, apto para recibir cualquier muestra de arte actual que destaca sobre sus paredes. Sus columnas de hierro le dan una simetría geométrica que ayuda a esa sensación de lugar de paso. Sus cristaleras del techo permiten el paso de una luz natural sin matices. Todo ayuda a concentrarse en las obras colgadas en las paredes.

Éstas, visitadas hoy, están formadas con colores planos, con formas geométricas irregulares, limitadas por bordes lineales que son, en opinión de la autora, la transición de un espacio a otro: de la luz a la oscuridad, de un color a otro. Estamos ante una abstracción pictórica y el visitante no sabe encontrar una sensación estética, dentro de aquellos esquemas clásicos que aprendió en la facultad de letras, que le permita disfrutar o identificarse con esas formas de colores planos, irregulares a veces.


Para eso están las cartelas, para cuando uno no tiene idea de qué está viendo. Ya se sabe, uno echa un vistazo al cuadro, lo mira con mirada que pretende ser de entendido, y, discretamente, va a leer la cartela que le sacará de dudas. Y lee, por ejemplo: Planeta de plata sobre fondo azul. ¡Ah, Bueno!, respira aliviado el observador, estaba claro, esa circunferencia plateada es un planeta. No hay más que ver que está sobre un fondo azul cielo. El observador no tiene que averiguar más, ni hacer cábalas estéticas para dar forma mental a una circunferencia plateada sobre fondo azul. 

Y otro más allá: Falaise (lee en otra cartela) Acantilado: en mitad de la Meseta, un acantilado es un no lugar, pero uno acepta la explicación. Si Agustín de Ibarrola nos ha acercado el Cantábrico al Retiro, no hay razón para que la señora Bergman no nos acerque también los acantilados del mar de Barens. Aunque este acantilado esquemático no produce vértigos ni atracción del vacío al observador, sino conformidad con su planitud: pero, si la artista dice que es un acantilado, lo es. Ella tiene la experiencia de los fiordos noruegos.


Y el ocioso sigue su visita pausada, observa otro cuadro cuyas formas esquemáticas le asemejan a otros ya vistos. La abstracción pictórica – de la que se ha hablado – no le permite desentrañar el sentido profundo de lo allí representado y por eso se acerca y lee la cartela: Non titré, sin título. Sacrebleu!! (piensa en francés para no desentonar). El desconcierto del observador, que ya empezaba a comprender que hay un planeta plateado, un acantilado, unas piedras castellanas (de las que aún no se ha hablado), es manifiesto. Se siente frustrado al no poder hacerse una representación mental de aquellos trazos que lo mismo pudiera ser la soledad en una playa boreal que un desierto.  


Y peor aún, cuando la identidad de lo representado consiste en un número. Sirva de ejemplo este que dice: Nº 36 – 1969. La frialdad de los números mata la imaginación y desmoraliza al visitante, quien ya empezaba a creer comprender lo allí expuesto. Si no hay título, si solo hay un número de serie, el pobre visitante queda desvalido. 

Ya sabía, porque lo había leído previamente, que doña Anna-Eva Bergman, a través de sus abstracciones, refleja el paisaje helado de su Noruega natal y, en los años 60, conoció España y el paisaje castellano. De ahí establece un parangón entre el mar del norte y los fiordos con las llanuras mesetarias, un mar de tierras y piedras. De ahí el nombre de la exposición: De Norte a Sur, Ritmos. En la visión de doña Anna-Eva, cree entender el observador, hay un ritmo que une a las negras e irregulares piedras de un campo de Castilla con la negra quilla de una barca varada en una playa de su Noruega natal.

Termina la visita y todo son conjeturas y perplejidad.

Este jubilata ha tomado algunas notas y fotos para recordar qué ha visto, y, satisfecho de lo visto aunque no bien comprendido, flanea por las sendas del parque buscando aquellas menos transitadas. Y va pensando en los artistas que saben traer la soledad de los oscuros mares norteños hasta esta ciudad populosa y mesetaria. Y también piensa en esos jubilados impertinentes que visitan exposiciones de la misma forma que un analfabeto mira las estampas de un libro: sin comprender el texto.

 

jueves, 13 de mayo de 2021

Quinientas palabras.-



He leído que Graham Green escribía cada día, de lunes a viernes, quinientas palabras. Ni una más. A ese ritmo pausado, durante veinte años, le dio tiempo a escribir treinta novelas, cinco antologías de cuentos, cuatro volúmenes de biografías y otras menudencias literarias.

Si un servidor echa la cuenta de las palabras escritas mensualmente en esta bitácora, se queda bastante por debajo de las quinientas diarias: en la entrada anterior, 246 palabras; en torno a las 500/600 palabras en dos entradas mensuales, contadas a ojo de buen cubero. Lo cual, aplicando el principio del menos es más, según dicen que dijo Mies Van der Rohe, con apenas una o dos entradas que cuelgo en el blog cada mes, tengo ya escrito un centón de articulillos. 

Suficiente para crearme un nombre literario, si eso fuera suficiente. En el supuesto, claro está, de que la calidad de lo escrito fuese pareja a la cantidad: 528 entradas, incluida la presente, desde agosto del 2010. Aun así, creo haberme ganado el derecho a un sitial en el parnasillo de los escritores anónimos. Tan anónimos como persistentes en su empeño escribidores, aunque con escasa fortuna. Pero ya se sabe que la fama es veleidosa y el gran público está ávido de escándalos sonados, fake news o trolas. Y en esta bitácora no tenemos de eso.

Pero, en apoyo de mis merecimientos como escribidor constante, debo añadir los diarios personales, iniciados con el siglo presente, donde se recogen las minucias vividas con notas, comentarios e impresiones de la vida corriente. No es que sea lectura – no nacieron para eso – destinada a un público curioso de intimidades ajenas, pero sí que son labor diaria de hormiguita que acarrea briznas de yerba a su despensa literaria.

Leí en tiempos de juventud que Thomas Mann escribió sus diarios durante toda su vida, en los que recogía minuciosamente hasta quehaceres tan íntimos como las veces que se cambiaba de ropa interior. Nada más lejos de las intenciones de este jubilata sacar a la luz las veces que se lava los dientes al día (por ejemplo), y menos todavía querer compararse con tan afamado escritor. Siquiera porque los personajes de sus novelas no tienen parangón con los personajillos de mis cuentos. ¿Cómo podría compararse el bello Tadzio, de Muerte en Venecia, o el atormentado Adrian Levenkühn de Doktor Faustus, con un infeliz como Piojito el Butronero o un ciclotímico como mi vecino el depre?

La belleza estética que hay en los personajes de Mann mira con desdén a mis anodinos personajes que sobreviven a su propia incapacidad para ser personas normales. Pero son hechura de mi imaginación y criaturas por las que siento un cierto cariño y preocupación. Como un padre por hijos de bajo coeficiente, pesaroso de tener que abandonarlos a una suerte incierta cuando él falte.

Sí fueron escritas para lectura restringida a los componentes del grupo, las crónicas de los viajes que los antiguos alumnos y amigos del Grupo de Estella organizaban cada primavera hasta que la maldita pandemia del coronavirus lo ha desbaratado. Viajes a lugares exóticos como Irán, Georgia, Armenia, Egipto, y otros menos exóticos, pero igual de interesantes a Turquía, Rodas y el Peloponeso, el País Cátaro, Sicilia, la Apulia… y algún otro que se queda en el tintero. Relatos de viajes donde este jubilata se ha ganado una cierta fama de cronista ameno entre allegados y amigos. No es poco para un plumífero aficionado. 

En fin, sinceramente, el interés de esta entrada estaba en escribir, al menos, 500 palabras, como hacía Graham Green. Y creo que las he sobrepasado. Al igual que Lope: Contad si son catorce y está hecho.