miércoles, 22 de marzo de 2017

Libros al peso.-

Siempre nos han dicho que el saber no ocupa lugar. Pero cuando el saber está en los libros impresos, entonces ocupa lugar, tiene forma y volumen, textura, color… y pesa. Es lo que tiene la letra impresa, esa especie de arte de birlibirloque por el cual una construcción del intelecto, sin consistencia física, termina por ser un ladrillo – aquí se dice por su forma de paralelepípedo, no piense mal el improbable lector – de papel prensado. Y es por su condición de ladrillo exfoliable por lo que el saber puede transmitirse del creador al lector sin necesidad de recurrir a la ciencia infusa; y por los azares del mercado, o los gustos del lector, puede comprarse, venderse, reciclarse o terminar como material de saldo.

La condición de pesantez de la letra impresa, una vez cosificada en forma de libro, hace que éste pase por varios avatares – desde el best-seller de moda al libro de lance – en un proceso de espiral degradante que lleva de las estanterías de novedades al cajón de a euro la pieza. Es casi un destino irremediable, la pura supervivencia del libro maltrecho, de hojas amarillentas y sobadas, de cuadernillos desmanguillados, de ediciones de quiosco y novela barata: nace oliendo a tinta fresca y acaba sus días a tanto el kilo.

En esas cosas andaba pensando este jubilata cuya pensión menguante se ha de comer la macroeconomía, cuando el otro día se fue a visitar la Casquería del Libro. Así, tal cual suena. Si el improbable lector tiene afición por los libros y le gustan las librerías de saldo y rebusca, las que sobreviven al margen del negocio editorial y gracias a sus desechos de tienta, no debería dejar de visitar esa casquería donde el libro se presta al sobeteo del curioso; donde los sesos de los Pensamientos, de Blas Pascal, están próximos a las criadillas de algún Alatriste, o cualquier otra combinación de entrañas legibles que el curioso buscón de libros pueda imaginarse.

Todavía no se ha dicho dónde, pero ahora ya, sí: Uno tiene que ir a Lavapiés y acercarse a la zona de las antiguas Escuelas Pías, hoy centro asociado y biblioteca de la UNED. Entre la calle del Tribulete y la de Embajadores; o si prefiere, por la plaza Arturo Barea, encontrará el viejo mercado municipal de San Fernando. Este mercado de abastos tiene una fachada monumental, si se entra por la calle de Embajadores, que desdice su modesta condición de asiento del gremio de tenderos de barrio. Se construyó en 1944 y, como era época en que el franquismo aspiraba a emular las grandezas de cuando en el imperio no se ponía el sol, a su fachada se le dio un aire como de nobleza escurialense, enmarcada entre dos torres rematadas por chapiteles, y perforada por tres vanos coronados por tres sólidos arcos de medio punto sobre pilastras, y con una escalinata en piedra para salvar el desnivel con la calle en cuesta.

A poco que se deambule por el lugar, se dará con la casquería. Estanterías elementales, banastas de plástico, alguna mesa de fortuna, sirven para acumular unos centenares de libros a 10 € el kilo. A excepción de los novelotes súper-gordos, tipo best-sellers, que están en oferta debido a su peso: 8 € por kilo. En algún espacio libre de las paredes, carteles con poesía a pie de calle. El aspecto general, una especie de chamarilería donde conviven libros agrupados según una clasificación elemental: algo de historia, de filosofía, de viajes… y kilos y kilos de literatura. Donde despacha la dependienta, una balanza para pesar el material que al cliente le apetezca llevarse.

Si alguien piensa que es un negocio de venta de libros viejos para ir sobreviviendo mientras llega la añorada prosperidad de antaño, seguro que se equivoca. Hay – le parece a este jubilata – toda una intención de marcar distancias con el usar y tirar, con el consumo de la novedad. El libro viejo, el que termina habitualmente en un contenedor de papel, tiene tanto valor intrínseco como el título más de moda, aunque haya perdido su valor de mercado. Un libro viejo, vendido al peso, inicia una nueva vida al entrar de nuevo en circulación; reutilizarlo es darle nueva oportunidad a la parcela de cultura que contiene en su interior; es una forma de hacer que el valor cultural no quede sometido al consumo o la moda. Eso sin contar con que  no hay lector a quien manosear un libro, escudriñar sus entresijos no le produzca placer. Y aquí uno puede entregarse a ese placer pecaminoso de sofaldearlo por entre las hojas, introducir los dedos ansiosos por entre sus repliegues y notar cómo se te entrega amorosamente, sin esperar de ti más que una lectura placentera. 

Este mercado de abastos de San Fernando, como los de San Pascual o las Ventas de mi barrio, quedó maltrecho debido a la competencia de los súper que abundan por la ciudad, y ha tenido que reinventarse para no morir de inanición. Junto a puestos tradicionales de pescado o carnicerías, hay algunos de artesanía, otros con productos en plan delicatesen y unos baretos muy guapos que dan a la plaza Arturo Barea, donde uno puede tomarse un vino madriles mientras saborea  180 gramos de libro. En el caso de este jubilata, una ración de entresijos de Por tierras de Portugal y España, del visceral don Miguel de Unamuno.

Y si el comprador sale por la calle del Tribulete, otra librería más convencional junto a la dársena del mercado, la Librería del Mercado, con una pinta estupenda. Y calle adelante, camino de la plaza de Lavapiés, otra más: El Coleccionista, dedicado a los tebeos y comics. Eso sin olvidar la librería de la UNED en el centro asociado, apta para universitarios. Y si uno sube por Jesús y María, camino de Tirso de Molina, la librería anarquista Malatesta. 


Y ya camino de la plaza Jacinto Benavente, en la calle Doctor Cortezo, un puesto de fortuna ante la puerta de la asociación Rastro Remar (muebles…, colchones y somieres, enseres, ropas) con libros sin pedigrí, a 1 € la pieza. Y bajando por Carretas hacia Sol una librería de respetable edad: la de Nicolás Moya Librería Médica, fundada en 1862, con un cartel en la puerta: No, no hacemos fotocopias.

Un día habría que hacer el recorrido de esas viejas librerías que sobreviven gracias a la fe y afición que le echan sus propietarios. Sin olvidar los mercadillos de fortuna que nacen espontánea y esporádicamente en la acera, sobre un trozo de sábana vieja, montados por pobres que sustituyen la mendicidad por ese mercadeo al detal con los ejemplares que encuentran en los contenedores de papel. Marginales de la sociedad de consumo que ponen su esperanza en los pocos euros que puedan sacar de algunas viejas novelas que su dueño abandonó en la calle porque necesitaba hacer sitio a un televisor más grande.

domingo, 12 de marzo de 2017

La corrupción, ¿una salida laboral?.-

Alguna vez ya se ha dicho en esta bitácora que cerca de casa hay un parque al que llaman del Calero y viene a ser como un pequeño pulmón vegetal de barrio: Una regular masa de árboles, paseos, bancos, incluso una fuente ornamental de escaso valor estético. En su recinto, un corralito con toboganes y columpios para niños; próximo, un pequeño circuito para patines y bicicletas infantiles; en un extremo, un teatro al aire libre, con graderío y tornavoz, donde en verano echan cine y, a veces, se dan recitales y bailongos populares para disfrute de la jubilatería.

El faunario humano que lo frecuenta suele ser el habitual de un barrio modesto: mamases con sus niños sobreprotegidos; jubilatas, cuáles marchosos en plan ruta del colesterol, cuáles de caminar pausado mientras se va haciendo la sopa en casa, cuáles de movilidad reducida y con sus cuidadores de inmigración y economía sumergida; perros, también sobreprotegidos, de distintas razas y pelajes con sus dueños agrupados según afinidades caninas…

A veces, cuando atravieso el parque, me encuentro con un vecino que viene a filosofar sus rumias vitales a la sombra de la enramada, siempre necesitado de un compañero peripatético a quien confiar sus cuitas mientras deambula entre setos, árboles, perros, niños y viejos.

Cruzaba yo el parque, camino de la parada del 21, cuando me di de bruces con él. La cabeza hundida entre los hombros, el cuerpo arqueado bajo el peso de sus reflexiones, la mirada a la altura de los zapatos, se veía que al hombre le corroía una preocupación de muchos bemoles.

“Que dice el chico que quiere hacerse corrupto”, me espetó nada más verme. Puede imaginarse el improbable lector mi extrañeza. “Que sí, que sí: que quiere ser corrupto” - insistió. Por lo visto, el chaval, cerca de la treintena, dos veces masterizado, becario reincidente, asiduo de las colas del paro y disponible para cualquier explotación laboral, había decidido meterse a corrupto para labrarse un porvenir sin agobios.

“Pero, vamos a ver”, le dije, tratando de entender cuáles eran las aspiraciones del hijo del vecino caviloso, “¿Corrupto tipo yerno de emérito, o bien tipo tarjetas black, o modelo puerta giratoria? ¿O, a lo mejor, en plan político de sobre-cogido genovés, o quizás modelo mordida al 3% y respetabilidad sin fisuras?” La verdad, mi vecino no tenía ni idea. 

“Es que verás – le decía yo –, para ser corrupto respetable o te labras un porvenir en la política o las finanzas, o recurres al clásico braguetazo con infanta casadera de toda la vida. Lo que no puedes es aspirar a corrupto si no tienes un pedigrí porque, si te pillan en un renuncio, cualquier juez te cruje. La verdad es que fuera de esas posibilidades, no eres un corrupto de casta y paraíso fiscal, sino un delincuente común, justiciable con todo el peso de la ley.”

Mis argumentos no eran más que la expresión popular de lo que la gente piensa, pero a él le resultaron suficientes. Entendió que ser corrupto de campanillas era una profesión que no estaba al alcance de su hijo, ni de ningún otro hijo de vecino, precisamente por su extracción popular, por muy titulados que fuesen. Que para ser un corrupto de raza necesitas unos requisitos sociales que no se adquieren en el Media Markt, ni se dan en un barrio de medios pelos como el nuestro. Es algo que viene de casta. A tu paso, los jueces se apartan, los fiscales ponen la toga a tus pies, los bienpensantes te justifican por aquello de “que no te pongan donde haya”, y, tras una temporadita, o no, en un módulo de reinserción, disfrutas de tus ganancias lejos de la voracidad del fisco.

En nuestra charla, nos paramos un rato ante el parquecito infantil. En la acera de enfrente, la tienda de los chinos, la farmacia, una librería, una imprenta y la preceptiva media docena de bares. Dentro del recinto, los críos jugaban, ajenos a su porvenir de mano de obra excedente. “Pobres, – se compadecía mi vecino al ver a aquellos inocentes – jamás llegarán a corruptos”.


“Puede que alguno llegue a fiscal”, le animé. 

El 21 bajaba por Virgen del Sagrario y enfilaba la esquina de José del Hierro. Yo me apresuré hacia la parada. Miré el reloj, ¡coño!, otra vez llego tarde por culpa de este pesao…

miércoles, 1 de marzo de 2017

Deslocalización: Solo para emprendedores.-

Era un negocio evidente, pero había que caer en ello. La penúltima crisis económica que estábamos viviendo hizo que dos tercios de los jóvenes con titulación académica pasásemos, sin solución de continuidad, de la universidad al paro; de allí a los contratos de aprendizaje sin remuneración y de éstos a la emigración, para terminar regresando – los jóvenes titulados éramos una plaga en este mundo globalizado – a casa de nuestros padres para que nos mantuvieran. Como no íbamos a estar mano sobre mano, nos apuntábamos a un módulo de FP a ver si como fontaneros teníamos salida…, pero la burbuja inmobiliaria, que gozaba de inmejorable salud desde hacía más de dos décadas, no dejaba resquicios más que para alguna chapuza.

El problema llegó a ser acuciante. Si las nuevas generaciones no trabajaban, los jubilados no cobraban la pensión; si éstos no tenían dinero, no podían alimentar a los jóvenes en paro. Un problema social en bucle para el que las autoridades políticas no veían solución.  De ahí el programa de jóvenes emprendedores. Era una ocurrencia ingeniosa para evitar un estallido social. Además, no costaba al erario un euro. La idea subyacente era: Joven, ya ves cómo está el patio, así que aguza el ingenio y búscate la vida. Monta una empresa y a quien Dios se la de, san Pedro se la bendiga.  Si lo logras y sobrevives,  nosotros, instalados en el poder, te aplaudiremos.

Además, como la pirámide poblacional se estaba invirtiendo y estábamos llegando al 41% de población mayores de sesenta y cinco años, las previsiones eran de llegar a un colapso demográfico, económico y social en un par de décadas. Los viejos, en esos años, eran como una plaga de langostas. Improductivos y cobrando la pensión, estaban devorando los escasos recursos de que aún disponía el sistema productivo: las camas de los hospitales, los centros de salud, las residencias para ancianos, los centros de ocio para mayores, los viajes del Imserso… No había parque público cuyos bancos no estuviesen ocupados por viejos de baba caediza y taca-taca tomando el sol, o por jubilatas jugando a las cartas, o, simplemente, con los paseos saturados de humanos caducos dejándose llevar por donde quería el perrito que tiraba de la correa. Por las calles de la ciudad deambulaban enjambres de ruinas humanas con el cerebro carcomido por el altzheimer y la policía empleaba todos sus efectivos en restituirlos a sus respectivos domicilios. Las aceras eran un embotellamiento de sillas de ruedas, cada una con su viejo inválido encima. La sociedad era un geriátrico al borde del colapso.

A los jóvenes de mi generación no nos quedaba más horizonte que el botellón de kalimocho, y eso a altas horas de la noche, cuando la plaga de vetustos estaba roncando en sus camas, enchufados a la botella de oxígeno o atiborrados de pastillas. Durante el día, como he dicho, las hordas de carcamales llenaban el parque y no había espacio vital suficiente para nosotros los jóvenes. Hasta que surgió la idea. Estábamos un par de amigos y yo enroscados a una litrona, a la que habíamos añadido un franco de alcohol etílico para alegrar la noche, cuando pasó por nuestro lado una ochentona desorientada y con senilidad aguda.

– Sinvergüenzas – gruñó con su boca llena de arrugas, al vernos darle al octanaje de la birra – Más os valdría estar trabajando. ¡Inútiles!

– ¿Por qué no emigras, vieja? – dijo uno de mis amigos.

– A ésta como no la deslocalices…– comentó el otro, con ingenio etílico.

Precisamente, esa era la idea: deslocalizar viejos. Nunca se nos hubiera ocurrido si no llega a ser por los chupitos de alcohol de etileno. Y es que las grandes ideas nacen en los momentos más insospechados y debido a la confluencia de elementos azarosos, como el alcohol de quemar que le birlé a mi madre y el deambular desorientado de la vieja que nos increpó. De repente, habíamos descubierto la llave con la que entrar en el mundo de los negocios. Acabábamos de dar el gran paso de jóvenes en paro a prometedores empresarios.

Una prospectiva de mercado nos demostró la viabilidad del proyecto. Todos los estudios sobre cargas familiares eran unánimes: los viejos son un estorbo. Tener en casa un anciano enfermo crónico y dependiente es un lastre de difícil solución para los hijos o familiares con ocupaciones laborales. Hay que cambiarles el pañal higiénico todos los días, ponerles el babero para darles la comida, llevarlos al médico o a urgencias cada dos por tres, contratar una persona por horas para que le cuide… Encima, como pertenecen a antiguas generaciones de baja cualificación laboral, siempre estuvieron mal pagados y tenían una pensión de mierda; eso cuando no se trababa de viejas amas de casa semianalfabetas – centenares de miles de ejemplares, ya sin utilidad práctica – a las que el Estado pasaba una ayuda de subsistencia porque nunca cotizaron. En fin, una mina sin explotar. La deslocalización de este material humano de desecho auguraba pingües beneficios.

Evidentemente, nuestro modelo empresarial fueron las grandes firmas de distribución y prêt-à-porter (tipo H&M, Indesit, El Corte Inglés, Carrefour…), quienes hacía ya años habían deslocalizado la industria textil buscando el ahorro de costes de producción y el aumento de beneficios. Si se deslocalizaba la producción para abaratar el coste de los salarios, ¿por qué no deslocalizar el material humano deteriorado por la edad? El ahorro en los costes de atenciones sociales y sanitarias podía suponer un respiro económico para las familias con miembros a su cargo, cuya fecha de caducidad aunque próxima, era de imprevisible cumplimiento. Los viejos viven demasiado, y si padecen una dependencia severa, son eternos

 En fin de cuentas, la materia prima era abundante, la idea era original y los costes de producción, mínimos. Bastaba un puñado de becarios, algunos profesionales sanitarios y unos cuantos expertos en agencias de viajes. Un contrato basura y una expectativa de ganancias extra por objetivos cumplidos, y la empresa disponía de personal dispuesto a todo por conservar su puesto de trabajo.

El país elegido para deslocalizar jubilados sin autosuficiencia era un paraíso: Bangladés. Era un auténtico paraíso para los negocios. Con un salario inferior al dólar por día y trabajador, un régimen laboral desregularizado, mano de obra dócil y abundante, mantener residencias de ancianos tenía un coste sin competencia. Más teniendo en cuenta la permisividad de las autoridades respecto a las normas de seguridad de los edificios. Si alguno se caía por defectos de construcción, carecía de salidas de emergencia en caso de incendio, o cualquier imprevisto, bastaba un soborno para olvidar el incidente.

Los familiares, con tal de deshacerse del abuelo con incontinencia de orina, o de la tía solterona a su cargo y más pobre que las ratas, se apuntaban a la deslocalización de sus miembros más caducos. Podían deslocalizar aquel material familiar en proceso de desguace vital por un modesto coste. Nuestra empresa se quedaba con la pensión del individuo deslocalizado mientras éste viviera. Por pequeña que fuera, y dados los mínimos costes de manutención, instalaciones, exacciones fiscales, y servicio de personal, el balance anual en la cuenta de resultados decía que las ganancias centuplicaban la inversión original. La ecuación era sencilla, a más viejos, más ganancias. Además, esta materia prima, con un 41% de población de mayores en el país de producción geriátrica, y en continuo incremento, su suministro estaba garantizado a unos precios sin competencia y por un espacio de tiempo indefinido.

Una vez montado el negocio de exportación geriátrica, todo han sido años de bonanza económica para nuestro grupo empresarial, que se ha expandido por Tailandia y Vietnam ante el incremento de la demanda de plazas. Actualmente ofrecemos precios sin competencia, ya que hemos negociado salarios inferiores a 87 centavos de dólar por operario y día.

Por eso, nunca entenderé a esos jóvenes faltos de iniciativas, siempre quejándose y perdiendo su juventud en botellones y discotecas. Yo pasé de la litrona a ser miembro de la gran patronal por una idea brillante que puse en práctica. Y es que las autoridades, cuando era joven, tenían toda la razón: quien está en el paro y no es capaz de buscarse la vida, es un parásito social que no merece el apoyo de las instituciones.

Eso sí, conviene que, cuando el  hoy joven improductivo llegue a viejo, el Estado le pase una prestación social sustitutoria para que el negocio funcione. No se puede dejar todo el peso de la economía en manos de los emprendedores como yo. Alguna compensación habíamos de tener por tanto esfuerzo ¿No?