domingo, 19 de mayo de 2013

Filosofeando.-


Anda estos días el jubilata haciendo filosofía de mesa camilla, forma de decir que está dándole vueltas al cupo de intelecto que le ha correspondido en suerte. Ya que tiene en su haber una no sobrada, pero sí suficiente, capacidad natural para la reflexión - que la naturaleza le otorgó gratuitamente - y mucho tiempo para dedicarle, lleva unos días leyendo textos que hablan de textos filosóficos. El improbable lector dirá: ¿Y a mí, qué? Pues eso – piensa el jubilata – como al poco probable lector le tiene sin cuidado, razón de más para dedicarse a sus filosofancias, con independencia de ser leído o no.  

Decir que actualmente no se hace gran Filosofía al estilo de los sistemas filosóficos clásicos (como los de Aristóteles, Kant, Hegel…) no es decir gran cosa. La tendencia en esta sociedad posmoderna y pos-cualquier-cosa es la de ocuparse de temas que tienen más que ver con asuntos culturales y éticos, como la sociedad líquida que ha perdido sus referentes éticos, o los problemas éticos que plantea el mercado globalizado, o los que plantea la investigación biológica, o la tecnología. La filosofía, aunque siga interesada en la comprensión total  del mundo y del ser, parece más dedicada a la parcelación por especializaciones. Vivimos en tiempos de especialización y cada campo es un cosmos en el que investigar, sin que nadie se atreva a integrarlos todos en un gran sistema que los abarque.

Aparte los límites que, según parece, se imponen hoy en día al pensamiento filosófico, dada la complejidad de nuestra sociedad, resulta que la filosofía se mueve en un campo ambivalente, a medio camino entre la ciencia y la literatura. Como la ciencia, se mueve por conceptos; pero, mientras que aquélla da explicaciones verificables por experimentación, la filosofía no puede hacer demostraciones empíricas. Solo puede convencer o seducir mediante el recurso a técnicas de lenguaje que se asemejan a la literatura. Ha de manejar sus conceptos de tal forma que capten la atención del lector para hacerlos comprensibles, de la misma forma que un novelista nos presenta un relato verosímil pero no demostrable por referencia a la realidad. Un penoso destino el del filósofo de hoy, obligado a transformar su proceso intelectual en un relato comprensible para el hombre actual, poco dado a reflexionar sobre conceptos conspicuos, quien necesita de una “historia” atractiva a su imaginación para no perderse en abstracciones de difícil desentrañamiento.

Lo dicho aquí arriba tiene que ver con que, según una reseña sobre la obra del filósofo alemán Odo Marquard (a quien el jubilata no tiene el gusto de conocer), la filosofía ha de adoptar un estilo ligero para hacerse representable. Según este autor, es tan breve la vida y tan escasa la capacidad de atención de los humanos en general, que la única vía de la filosofía para hacerse comprensible es la de la ligereza en su exposición. Esto es, expresar sus conceptos de forma que cada hijo de vecino sea capaz de comprender sus presupuestos. Lo que debe ser la hóstrica de difícil, eso de expresar un pensamiento complejo de una forma liviana para que los individuos, acostumbrados a vivir en una sociedad cambiante, gaseosa y con escasos fundamentos sólidos, sean capaces de leer y entender cosas de tanta seriedad.

El jubilata – como se ha dicho más arriba – al menos se pone a la tarea y lo intenta. Decepcionado por esa falta de adecuación entre el discurso de políticos, economistas, tertulianos verbosos, sesudos analistas de realidades fluctuantes, y la dura realidad social que vivimos como una losa, piensa que la filosofía, en su grado más elemental y adecuado a las entendederas de un profano, le proporciona asideros sólidos contra los envites de neolenguas, falacias interesadas, medias-verdades y todas esas tropelías que están cometiendo con el lenguaje para embrutecer nuestra capacidad de discernimiento.

De consolatione Philosophiae, lo llamaban los antiguos. 

domingo, 12 de mayo de 2013

Cuando viajas en Metro.-


Este jubilata viaja mucho en metro. Es un transporte rápido, para los pensionistas sigue siendo barato (de momento) y te comunica con cualquier punto de la ciudad. Pero cada vez resulta más penoso. Y no por el hacinamiento en horas punta, por el olor a sobaquillo, o porque te sientas parte del rebaño. No. Es por los desheredados sociales con los que te tropiezas a cada paso, cada vez en mayor número y cada vez más próximos a las clases medias. Es por lo enormemente cruel que resulta ver la indiferencia con que les negamos su presencia entre nosotros.

Un servidor, como cualquier otro usuario (que no cliente), lleva ya mucho tiempo acostumbrado a soportar la bullanga de los músicos ambulantes que se sacan unas perras mientras lees en un rincón. Uno, claro está, sabe que en el vagón de metro no se va a tropezar con un Alfredo Kraus cantando romanzas, ni con un Rostropovich interpretando una suite de Bach al violonchelo. Sabe que el músico ambulante toca su instrumento con más o menos habilidad y que está allí por necesidad, aunque él preferiría actuar en una sala de concierto o en un grupo rok de moda. Así que el jubilata no se queja de ello. Cada cual sobrevive como puede, aparte que eso de echarle una moneda no es preceptivo. 

El viajero sabe también que hay mucha picaresca, individuos que hacen del pedigüeñismo ambulante una forma de vida y te cuentan milongas con una oratoria que para sí la quisieran esos Castelares de torpe verbo de las Cortes. A estos pedigüeños, aunque solo sea por su habilidad retórica, habría que socorrerlos como a especie autóctona, folclórica y de interés cultural.

Pero hay otros marginados, recién incorporados al elenco de los supervivientes en medio hostil. Son esas personas que un día no muy lejano tuvieron casa, trabajo, familia..., y la crisis social y económica ha convertido –de repente y sin darles una preparación adecuada –  en pobres de pedir, faltos de la mínima habilidad para este menester. Gente que, a lo mejor, hasta gozaba de una flamante hipoteca, de unas letras del coche, veraneaba en Benidorm, y ahora se ve desahuciada por la sociedad.

El problema, a ojos de este jubilata, no es tanto la pobreza económica que se ven obligados a soportar, sino el desprecio al que los sometemos. Desprecio que no se manifiesta en gestos de desdén o incomodidad cuando pasan por nuestro lado; es el desprecio de ignorarlos, de negarles su derecho a que los veamos como nuestros semejantes. El viajero está a lo suyo, enfrascado en su lectura, en su iPodid, MP3 (o como se llame); el pobre de reciente factura se pone a su lado, desgrana con torpeza mil disculpas por verse obligado a pedir, termina sus excusas balbucientes, espera una mano que le suelte una moneda mientras recorre el vagón, y nadie le ha visto pasar. Es la indiferencia en estado puro. Es algo tan cruel como vender la sanidad pública a un empresario amiguete, pero en la esfera de lo privado. Y, además, no nos sentimos culpables, como el político neoliberal cuando nos acogota para sacarnos de la crisis en la que sus amos nos metieron.

Excusará el improbable lector si este jubilata le asegura que se conmueve – con la edad se nos afloja la lágrima – cuando ve a aquel hombrecito de chaqueta raída y barba entrecana recitar un poema de Rosalía de Castro, primero en gallego, luego en castellano, con vocecilla casi inaudible. Como el hombre es menudito y de poco bulto, se le ve aprisionado entre las espaldas de los viajeros, contra las que choca su hilillo de voz: “Figueiriñas que prantei / prados, ríos, arboredas /pinares que move o vento…”.  Cuando termina, nadie se ha dado cuenta. Mira a su alrededor, ve la indiferencia en el gesto aburrido de los viajeros y, despacito, comienza a abrirse camino hacia el final del coche, echa una mirada apenada, y, cuando se abren las puertas, se va.

Este jubilata, para no castigar con su indiferencia a estos desheredados, ha decidido que les va a dar unas monedas. No porque el gesto resuelva la injusticia social, ni porque aspire a conseguir un sitial en el paraíso cuya llave tiene Rouco Varela. Piensa hacerlo para que el otro, el expulsado social, ejerza su derecho a ser reconocido como persona en el gesto de quien le pasa una mínima ayuda.

Por cierto, este poema de las Figueiriñas…, de Rosalía de Castro, es la canción del emigrante. Muy a propósito para quien, como el hombrecillo que la recita en el metro, se ve expulsado de su casa, de su trabajo, de su puesto en la sociedad, que eran su patria. 

domingo, 5 de mayo de 2013

Una de percebes.-


Para un profano, un percebe es un molusco con aspecto de pedúnculo rematado por una uña, aferrado a una roca. Hervido con agua y sal, sin más aditamentos y puesto en el plato, resulta sabroso al paladar, sobre todo si se acompaña con un ribeiro blanco y bien frío. Eso en lo que respecta a la gastronomía.

Pero en lo que respecta a la política, el asunto percebe pierde toda su gracia y se convierte en una especie indigesta. El percebe político, lo mismo que el de mar, se agrupa en grandes colonias, solo que en el primer caso las llamamos partidos mayoritarios. Sus individuos se aferran a la roca del poder y aguantan todos los embates con el único objeto de sacar provecho de su situación y perdurar indefinidamente, aunque las tormentas sociales arrecien y la resaca del cabreo social sea un murmullo sordo que se va encrespando cada vez más.

También está el percebe conformista, el que no se atreve a moverse de su sitio por miedo a perder pequeñas ventajas que, de todas formas, le van arrebatando a pocos y con la amenaza de que, si se mueve y protesta, le sobrevendrán mayores males. Es esa masa social temerosa a la que los tiburones (financieros, banqueros, empresarios depredadores, políticos serviles) están diezmando a grandes bocados.

La idea del percebe, entendido como especie gregaria aferrada a su parcela de poder (caso del político), o a sus temores ante peores tiempos (caso de la masa social), no es mía. Yo sólo la aprovecho porque me viene al pelo. La idea, digo, es de mi amiga Rosa María Artal, quien ha publicado Salmones contra percebes. Cómo ganar la partida a quienes rechazan cambios políticos y sociales. 

En un juego irónico nos propone esta alegoría de salmones remontando la corriente en busca de aguas limpias, frente a percebes amarrados al pedrusco del poder o del temor al cambio. Dos formas en las que los individuos estamos viviendo la sociedad actual. O somos atrevidos y luchamos por el cambio a mejor de la sociedad, o somos temerosos y nos escudamos en la masa compacta como única defensa a nuestra fragilidad individual, y a ver cómo capeamos el temporal.

Este jubilata, cuya pensión no alcanza para muchas degustaciones, también había pensado algo sobre el paralelismo entre casta política y moluscos. Solo que él se había inclinado más por los lamelibranquios, esos bivalvos acéfalos, encerrados en su doble concha que les impide todo contacto con la realidad exterior. ¿Se imagina el improbable lector un percebe sensible ante las cuestiones sociales? Si es un acéfalo, ¿con qué va a pensar? Pues imagínese un político acéfalo lamelibranquio, perpetuado en las agarraderas del poder, mostrando alguna sensibilidad ante los desahucios o el paro.

No negaba don Miguel de Unamuno – puesto que no tenía experiencia en contrario – que quizás los cangrejos, en el interior de su caparazón, resolviesen raíces cuadradas. Nosotros, que no hilamos tan fino como él, tenemos el convencimiento de que estos bivalvos (“acéfalos”, no lo olvidemos) que llamamos políticos, bajo su doble caparazón, son incapaces de entender la desmoralización en que estamos sumidos los ciudadanos. 

Ellos se limitan a asomarse un poco entre sus conchas y asegurar, desde su acefalia congénita,  que la virgen del Rocío creará puestos de trabajo - como dijo esa devota de  las soluciones celestiales, la nunca fogueada en el mercado laboral ministra de Trabajo Báñez -, o que los números macroeconómicos abren una esperanza de recuperación económica, como anda diciendo el aprendiz de brujo Montoro. Eso cuando no nos ilumina con su presencia - a través de  la plasmatoria del televisor - don Rajoy pidiendo paciencia a seis millones de parados porque esto, tal como él lo está montando, en cuatro días queda resuelto el asuntillo y volvemos a ser un país de siesta y birra para todos.

Como el jubilata que esto escribe está convencido de que los galápagos no hacen trigonometría, los cangrejos no resuelven raíces cuadradas y los lamelibranquios (bivalvos encapsulados y sin cabeza)  de la política están embarullando las cuentas para que siempre nos salga a pagar, prefiere enfrascarse en la lectura de Salmones contra percebes. Así, al menos, la fábula de salmónidos y moluscos le aclarará un poco las ideas. Y, ya puestos, opte por nadar contra corriente como un salmón, aunque un poco reumático, que la edad no perdona, oiga.