viernes, 30 de julio de 2010

Tinto de verano: Un culo 10.-


“Este verano consigue un culo de escándalo y despídete de la celulitis”. Como soy jubilata, y a los jubilatas la edad nos hace animales de costumbres a piñón fijo, cada vez que entro en Internet lo hago a través de la página de Terra, que es una fuente inagotable de vacuidades y conformidad con las tendencias dominantes. En el epígrafe Estilo de vida me doy de narices (tómese en sentido literario, no literal) con un culo esplendoroso, redondito, bien moldeado, turgente, que luce sus sabrosuras apenas veladas por un tanga muy playero. El culo de es hembra placentera, claro, pero al verlo me pregunto: por qué yo no puedo tener un culo de glúteos bien moldeados, de esos que lucen los cachas de gimnasio. Y siento una envidia atroz y una depresión pre-vacacional que me va a amargar la semana de playa.
¿Quieres conseguir un culo con buena nota?, insiste. Total, leo el articulillo y lo que me proponen es una tabla de ejercicios para endurecer los glúteos, cosa que me desanima enormemente. Un servidor, con tal de conseguir un culo prieto que lucir en la playa este verano, estaría dispuesto a lo que sea; incluso a sesiones maratonianas de gimnasio, con total dedicación a la retaguardia anatómica, si fuera preciso. Pero la experiencia - que los jubilatas tenemos mucho de eso -, me dice que el resultado no está garantizado. Yo llevo años yendo al gimnasio, por eso de mantenerme en forma para disfrutar de mi pasión por la montaña, y no parece que haya logrado gran cosa en cuanto a modelar un cuerpo cachas que incluya el buen aspecto culiédrico de mis posterioridades anatómicas.
Y para cerciorarme, he ido al espejo de luna que tenemos en el dormitorio y he intentado verme el nalgatorio, por si tuviese alguna solución. De entrada, verse el trastébere en el espejo, para un tipo que padece artrosis, es un problema considerable, porque la torsión a la que he sometido mis cervicales me ha producido un tirón que me ha dejado el cuello como un sacacorchos. Para más INRI, la realidad es terca y allí no se veía nada interesante ni mínimamente mejorable.
Lo que, en primera instancia, me ha llevado a la conclusión de que estamos ante un caso de publicidad engañosa y, por lo tanto, denunciable ante la Oficina del Consumidor. Si no, no se explica que, tras tantos quinquenios de gimnasio, siga teniendo ese nalgatorio tan triste y fláccido que pende de mi popa anatómica. Pero, como a uno le gusta racionalizar sus frustraciones, me he puesto a pensar que, quizás, el problema no radique tanto en la ineficacia de los ejercicios propuestos, como en la falta de una materia prima de suficiente calidad, apta para el modelado que propone el anuncio.
Sea como fuere, más que conseguir un culo de escándalo este verano, tendré que ir pensando en conformarme con conservar este culo escandalosamente vulgar con que me ha provisto la madre naturaleza. Después de todo, hace juego con el resto de las flaccideces que la edad va sumando a este cuerpo serrano en el que voy pasando la vida. Además, por no tener, no tengo ni un bañador que merezca la pe
na lucirse. El que tengo actualmente y es el de siempre, y pienso llevar a la playa de la Pineda, se parece bastante al calzonazo que lucía Fraga en Palomares. Ya recordará el improbable lector: año 1966, cuando lo de las bombas atómicas que se le cayeron a aquel avión del Amigo Yanqui, que nos protegía de la hidra marxista, y éramos el Centinela de Occidente.
Pero yo, ni siquiera tendré el consuelo de que la foto de mis calzones de la vuelta al mundo (como la de Fraga) o, por lo menos, salga un ratito en el portal de Terra.


Adenda.- Ya digo que lo del portal de Terra es una fuente inagotable de modernidades insulsas y despropósitos graciosos. En su disculpa he de decir que no es más que un reflejo de la vacuidad y los dislates que vive esta sociedad nuestra, asumidos con total normalidad. Viene al caso porque estos días atrás he leído: España: Test para ver si eres español ¿Qué pasó en 1868? ¿Cuándo se edificó Castilla?
Ya estaba al tanto de que un juez, para conceder la nacionalidad a inmigrantes, los sometía a un examen de historia de España. La verdad es que exigir a un peruano, o rumano –pongamos por caso – que sepan que en septiembre de 1868 fue la Revolución Gloriosa, seguida de la expulsión de Isabel II del trono español y la posterior entronización de Amadeo I de Saboya, seguidos, a su vez, de su abdicación y consiguiente proclamación de la I República, es un pelín excesivo. Pregúnteselo a un españolito de pura casta y a ver qué sabe al respecto. Todos suspensos en “españolidad”.
Pero no se trataba del suspenso en historia, sino de la siguiente cuestión, expresada tal cual por el redactor de Terra: ¿Cuándo se edificó Castilla? Inmediatamente, uno se pregunta: Ah ¿Pero Castilla se edificó? Y uno comienza a plantearse preguntas del mismo jaez ¿Y el Reino de Navarra, cuándo se edificó; y el de León y la Corona de Aragón, y el de Portugal, y…, cuándo se edificaron? Se ve que la especulación inmobiliaria ha invadido los terrenos de la Historia, dando como resultado que en Terra confunden las churras del ladrillazo actual con las merinas de los reinos medievales.
Aunque me cueste confesarlo, el portal de Terra me sulibeya un montón. Es que me lo paso tan bien con sus genialidades…

domingo, 25 de julio de 2010

Señor, señor, qué harto me tienen.-


Ya ni sé cómo decirlo. La misma tarde en que regresamos de vacaciones suena el teléfono. El número desde el que llaman es de esos raros, de una cantidad inusual de cifras. Acabamos de posar las maletas y estamos, como desesperados, abriendo las ventanas para que el calor exterior contrarreste el acumulado en el piso durante la semana de ausencia. Suena el teléfono y una voz mercenaria pregunta: ¿Es el señor Juan José? Usted tiene una cuenta de teléfono y conexión a Internet con Telefónica y paga tanto de factura (la voz mercenaria parece saberlo todo de mis intimidades telefonarias). Llamo de… y entonces te dice el nombre de una empresa de telefonía, la que sea. Y empieza a ofrecerte: un montón de megas de velocidad, portabilidad gratuita (tardé mucho en aprender qué coños era el “voquible” ese de la portabilidad, que ni en el diccionario de la RALE, ni en el María Moliner, ni en el Casares encontraba el palabro telefónico ese; ni siquiera a Lázaro Carreter le dio tiempo a fustigarlo en su El Dardo en la Palabra); y la voz mercenaria sigue machacándote con sus ofertas: tantos euritos por la línea, llamadas gratis a fijos, un descuento enorme por ser nuevo cliente… Es inútil decirle que acabas de llegar, ahora mismito, de vacaciones; que aún no has desecho las maletas, que estás cabreado por regresar a la megápolis, sudoroso y cansado del viaje. La voz mercenaria insiste y sólo le falta decirte que eres imbécil por pagar 70 euros a Telefónica cuando ellos te lo dejan casi regalado.
Lo que me recuerda que Telefónica ya no es Telefónica, dicen, sino Movistar. Estas semanas pasadas nos han bombardeado con una campaña publicitaria estúpida: “Telefónica ahora es Movistar, aunque Vd. puede seguir llamándola como quiera”. Lo que, traducido a román paladino, viene a decir: no sea usted necio, hombre, y empiece a llamar a nuestra empresa como le estamos diciendo. O sea, el papanatismo angliparla exige que ahora llames así (estrella móvil, o algo parecido, pero angliparlado) a una empresa que fue - junto con CAMPSA - uno de los florones del patrimonio estatal español, con la que los viejos del lugar nos sentíamos identificados desde aquel entonces en que José Luis López Vázquez anunciaba por la radio las “Matildes” (“Matilde, compra telefónicas, te-le-fó-ni-cas”); o sea, acciones de Telefónica cuando aquellos tiempos en que pretendían, y consiguieron, hacernos creer en lo que se llamó “capitalismo popular”: las emergentes clases medias españolas podían enriquecerse comprando acciones bursátiles de empresas con gran futuro. Un capitalismo optimista que prometía enriquecernos a todos. Recuerdo que mi tía Emilia compró, con las perras que tenía debajo del colchón, un puñado de “matildes” que al cabo de los años no valían ni el papel en que estaban impresas.
Volviendo al principio: no sé cómo decirlo para que me escuchen. Cómo decir que estoy harto de que invadan mi privacidad con continuas llamadas ofreciendo gangas que son mentira; que estoy harto de que me acosen sin sosiego, un día sí y otro también y a cualquier hora; que Telefónica me obligue a pagar una cuota mensual que en cualquier otro país europeo se vería reducida a la mitad; que la supuesta libre competencia entre las empresas de telefonía no es más que un acto de depredación, donde el usurario es la víctima a devorar. En fin, que hace ya mucho tiempo se me han hinchado las gónadas de soportar tanto atropello y desvergüenza. Y que, eso que llamamos “poderes públicos” (ejercido por ineptos políticos acogotados por el dios mercado) calla y otorga, y deja a los ciudadanos indefensos y con el culo al aire.
Todo este asunto siempre me recuerda a aquel célebre corto La Cabina, donde el pobre Pepe Luis López Vázquez, con sus pintas de empleadillo, quedaba encerrado, rodeado de gente que observaba curiosa, mientras él se iba aterrorizando dentro de aquella urna de cristal y aluminio. La sensación es parecida: rodeado de gente indiferente, encerrado en la jaula consumista, tu privacidad no es tal, sino una pecera donde los Jazztel, Orange, Ono, Movistar, Vodafón y demás ralea… meten su zarpa con el afán de atraparte en sus redes telefónicas para exprimirte unos euros mensuales.
De momento, he hecho una reclamación ante la oficina del consumidor de la Comunidad de Madrid contra Jazztel por invasión de mi privacidad y acoso reiterado. ¿Servirá de algo? La solución, vaya usted a saber.
País…, que diría el Blasillo, entrañable personaje de Forges.

lunes, 19 de julio de 2010

Al fresco.-


En estos días que la bitácora ha estado en dique seco, mis improbables lectores han desertado y en el secarral madrileño se torraban, la santa y un servidor, acompañados por nuestro amigo asturiano Josefo, hemos estado en Fuentes Carrionas tan fresquitos. Con la peña del Espingüete (2.450 m) a espaldas de la casa y el embalse de Camporredondo al frente, rodeado de montañas, prados verdes, bosques de hayas y robles, arroyos trucheros y cantarines, vacas perezosas y ciervos pastando por las campas, ni me acordaba del resto del mundo con sus ciudades asfaltadas, sus autopistas, sus financieros voraces y sus políticos vocingleros. Y aunque parezca un topicazo aquello de bosques umbríos, arroyos cantarines y praderías verdecidas, lo cierto es que lugares así existen y se puede vivir en ellos. A condición, claro está, de que a uno no le asusten ni la soledad ni el silencio, sino que éstos sean objeto de disfrute. Si el paraíso existe, seguro que se parece mucho al lugar donde hemos pasado todos estos días.
El lugar donde nos alojábamos se llama Cardaño de Abajo, en la montaña palentina, al que se llega siguiendo la P210 o carretera de los pantanos, desde Velilla del Río Carrión. No hay ni una tienda, ni un bar, aparte La Panera, que vendría a ser el centro social de la aldea, único lugar donde uno puede tomarse una cerveza y hacer un poco de vida social.
Cada mañana, de madrugada, me calzaba las botas y daba buenas paseatas por los caminos que trepan por la montaña y atraviesan zonas umbrías, bajo el ramaje tupido de las hayas y los robles, que me producían esa sensación de soledad y sosiego que tanto echo de menos en la gran ciudad. Reconozco que, a tales horas y en tales andurriales solitarios, a veces me daba un poco de yuyu por aquello de que los folletos turísticos dicen que por allí campa el oso (me acordaba yo mucho de don Fabila, mientras atravesaba el bosque rumoroso) y los lobos. Las vacas en el camino también daban un poco de respeto; me refiero a las que están criando, que se soliviantan mucho si pasas por su lado cuando tienen el ternero amorrado a las ubres. Aunque, la verdad, éstas, rumiando sobre la pradera verde, producen la imagen más bucólica que puede imaginarse ningún asfaltícola. Dejo aquí la foto de una que, cuando yo pasaba por el camino del río Chico, me miraba con ojos soñadores y creo que, entre rumia y rumia, murmuraba palabras amorosas al caminante. A lo mejor son ilusiones mías.
Lo que sí es cierto es esa obsesión que uno tiene por disfrutar de la naturaleza. Iba a decir naturaleza en estado puro, pero no es el caso, que la mano del hombre ha modificado ésta de forma irremediable, aunque sería injusto lamentarse en este caso. El río Carrión, que por aquí discurre en su cauce alto, queda atrapado en dos pantanos escalonados – el de Camporrendondo y el de Compuertos – que vistos desde lo alto del monte producen la sensación de hermosos lagos de montaña. Si el día sale brumoso, las nieblas parecen hervir sobre la superficie azulada, ocultando y desvelando, alternativamente, fragmentos del paisaje y produciendo una sensación de irrealidad que se aferra a la imaginación, como si el mundo circundante no estuviese hecho de roca viva, masas boscosas y aguas profundas, sino de materia maleable.
Las fotos que he hecho no me dejarán mentir respecto a lo que digo. Las he descargado en el ordenador y veo que los temas son recurrentes: las calizas imponentes del Espingüete y montañas circundantes, los bosques, prados y arroyos, y las vacas. En mi vida he fotografiado tantas vacas, lo juro. Al fin y al cabo, éstas son al paisaje como los coches a la ciudad; no se conciben unos sin los otros. Hasta una cría de vencejo retratamos. El animalito cayó del tejado de casa y el guarda del parque, que era vecino nuestro, dijo que tenía mala solución: con un ala rota y a merced de los gatos, le pronosticaba una viva breve. Peor sería que yo me hubiese tropezado con el oso, pensaba para mi capote. Sentimientos idílicos, los justos, que la supervivencia tiene sus exigencias y a nosotros nos exige hacer las maletas y regresar a este Madrid estepario donde el jodido termómetro dice que hay 38 grados. Ya querría yo ver a los rebecos triscando por el parqué de casa con estos calores…

jueves, 8 de julio de 2010

Avifauna desde la ventana.-


La vida de barrio, en este Madrid tumultuoso, tiene sus ventajas similares, mutatis mutandis (que decimos los culturetas, por aquello de ser originales) a la vida en un pueblo. Si uno se pasa una semana sin salir del barrio, llega a crearse la ilusión de estar viviendo en un lugar apacible, hecho de dimensiones humanas. Si uno, además, es jubilata y ya no depende del transporte público para ir a trabajar al quinto coño, cosa que le ocurre a gran parte de la ciudadanía, descubre el placer de caminar sin prisas y cruzarse con gente cuya cara reconoce. La cara del quiosquero, la del vendedor de cupones de la ONCE, la de la estanquera o del coreano que regenta el restaurante de debajo de casa. Y, aunque parezca extraño, al cruzarte con ellos les dices “Buenos días”, “Adiós” y otras fórmulas de cortesía casi olvidadas.
Vas al mercado, a la panadería, a la farmacia (los jubilatas vamos mucho a la farmacia, cosas de la edad) y pegas la hebra con la frutera, el pescatero del súper, el zapatero remendón que te echa medias suelas, la farmacéutica que te adelanta las medicinas antes que te las recete el médico del seguro. Casi, casi, como si estuvieras viviendo en un pueblo donde todo el mundo fuese de allí de toda la vida.
Pero no es sólo el hecho de sentirte miembro de una colectividad, es que, además, hasta puedes dedicarte a la observación de la naturaleza. Esa naturaleza que logra sobrevivir entre bloques de casas y en espacios parcelados, como los patios comunales del barrio de la Concepción; barrio donde un servidor habita desde hace décadas, cuando un día se vino a la capital del reino buscando horizontes mentales más amplios y mejores posi
bilidades de trabajo.
¿Y qué mejor observatorio que la ventana de la cocina? Nunca se ha hecho el elogio de la ventana de la cocina, quizás por lo modesto, y aún vulgar, de su existencia, pero es un observatorio excelente para observar a las avecicas del cielo que sobreviven en un medio tan hostil. Quienquiera que guste de la naturaleza, como es mi caso, debería tener una ventana de la cocina desde la que ver el vuelo de los vencejos, el afán diario de los gorriones, la mala leche de las urracas, las plastíferas palomas que todo lo enmierdan.
Debe saber el improbable lector que la vida del jubilata da para mucho, incluyendo la observación como naturalista aficionado. Y desde la ventana de la cocina, mientras uno friega los cacharros o se afana entre los peroles, ve a los vencejos que aparecen por la mañana temprano y empiezas a dar vueltas enloquecidas, con sus chillidos estridentes. Ve cómo se lanzan, semejantes a aviones de caza, contra el cristal. Cuando parece que se van a estrellar contra él, a semejanza de los pájaros de Hitchcok, hacen un quiebro imposible, se posan un segundo en el tubo de la salida de humos, lo golpean y emprenden su vuelo. Nunca he entendido por qué lo hacen, pero tienen ese comportamiento absurdo, como de ruleta rusa, de a ver quién se arriesga más sin chafarse el pico.

Pero son los gorriones una fuente de entretenimiento que puede llenar horas del jubilata, talmente como si se tratase de dirigir las obras públicas desde la valla. Estropajo en mano, mientras enjabona cacharros, observa las peleas de estos pajaritos por ver quién come más deprisa las migas de pan. En esta época de cría, a veces acuden por parejas y comen en santo amor y compañía. A veces, hay varios ejemplares – cuatro o cinco – que comparten, a regañadientes, el contenido del cuenco donde les pongo la pitanza. A veces, hay algún gorrión que parece el amo del cotarro y espanta a los demás a picotazo limpio. Es de vez las broncas que organizan, como si la comida fuese de su propiedad particular y no de la colectividad. Observándolos, uno llega a creerse que imitan a las sociedades humanas, donde el pájaro más fuerte se apropia de recursos que están a disposición d
e toda la fauna gorroionesca. Uno, que tiene sus puntos de filósofo, reflexiona sobre su comportamiento y llega a convencerse de que la etología de estas aves es muy similar a la humana: egoísmo, insolidaridad, acaparamiento de recursos en provecho propio… El otro día apareció por la ventana de la cocina un gurriato alicorto que, a cada adulto que venía, se aproximaba batiendo las alas con gesto y pío-pío de desamparo, como pidiendo ser adoptado. Como única muestra de afecto recibía algún picotazo que le hacía ir corriendo al rincón donde están los cactus, con sus píos lastimeros…
Las urracas son mala gente; una especie de gansters con frac de buen corte y pechera impoluta. Vienen a escondidas y avasallando, agreden a los gorriones y, de dos picotazos, se zampan todo el contenido del comedero. Si te acercas, te miran con desconfianza, lanzan un despectivo ¡Crraacc! y se marchan con un aleteo que parece un corte de mangas.

De las palomas, ni hablo. La otra noche estacioné el coche debajo de una farola y me lo dejaron perdido de cagadas enormes y apestosas. Eso que dice el Génesis de aquella paloma que volvió llevando un ramito de olivo en el pico nunca me lo he creído. Seguro que Noé la echó fuera del arca porque se la había puesto perdida en los cuarenta días que duró el diluvio. Y encima, no había túneles de lavado como ahora…

viernes, 2 de julio de 2010

La Cuerda Larga por la noche (26/27 de junio)



Se trata de una marcha clásica que suele montar el club de montaña del CSIC: la Cuerda Larga nocturna, un sector de la sierra de Guadarrama situado entre el valle de Lozoya y el parque natural del Peñalara, al norte, y la Cuenca alta del Manzanares al sur. Son ocho dosmiles puestos en fila para desafiar al montañero.
El sábado más próximo al solsticio de verano es, tradicionalmente, un día/noche ideal para las marchar nocturnas, especialmente la de la Cuerda Larga, que es un clásico del montañismo madrileño. Lo que ocurre es que no siempre se cumple el propósito de hacer una marcha montañera disfrutando de la luna llena. Estos días han sido de tormentas y chubascos en la zona Centro y ha resultado imposible que el tiempo nos regalara una noche clara y templada para caminar. Entraron las nieblas, soplaba un viento helado y una lluvia fría nos ha acompañado hasta la madrugada. Por lo demás, una excelente paseata por las crestas de este sector de la Sierra madrileña, sólo apta para montañeros avezados y un poco ilusos.
Iniciamos el camino en el puerto de la Morcuera (era la una menos cuarto de la noche) y, el lugar de subir directamente a la Najarra, la bordeamos hasta ganar altura en Bailanderos (2135 m de altitud). A partir de aquí nos moveremos por encima de los dos mil metros, hasta superar la cota máxima en Cabeza de Hierro mayor ((2327 m). En Asómate de Hoyos caminamos por ese terreno abrupto, de grandes rocas sueltas que dificultan la marcha debido a la escasez de luz (la que proporcionaban nuestras linternas frontales). La loma del Pandasco nos acerca hasta la más alta de las dos Cabezas de Hierro, donde llegamos a las tres de la madrugada. Hace un frío del carajo y tomamos un tentempié protegidos del viento helador tras el vértice geológico que marca la máxima altitud de este sector serrano. Si subir la Cabeza mayor es trabajoso por lo empinado y largo del ascenso, atravesar la Cabeza menor es un ejercicio de equilibrio entre rocas de gran envergadura, resbaladizas a causa de la lluvia.
En nuestro caminar, enturbiamos la placidez de una vacada, sorprendida por la presencia de tanto bípedo mochilero, y casi la atropellamos. El toro que cuida de la familia vacuna nos mira desconcertado, temeroso de esa pandilla de bípedos alborotadores que casi se da de bruces con él. El pobre, a pesar de sus atributos bien visibles (que, como los Papas medievales, duos habet, et bene pendentes) más que temor da pena al ver su desconcierto.
No eran bastantes los picos que hemos hecho en nuestro recorrido, ya que todavía tenemos ante nosotros la subida al cerro de Valdemartín (2284 m). Por estas trochas nos amanece, cerca de las seis de la madrugada, y empiezan a aparecer los perfiles serranos: el macizo del Peñalara con los Carpetanos, las crestas de Siete Picos y el Montón de Trigo asomando por detrás; al fondo, la segoviana Mujer Muerta. Frente a nosotros, la Bola del Mundo – nuestro objetivo antes de emprender la bajada al puerto de Navacerrada – y, a su izquierda, el peñote impresionante de la Maliciosa. Unas vistas que alegran al cansado montañero y que son un privilegio sólo al alcance de los ojos de los esforzados que castigamos las botas por estos andurriales y a tales horas. La bajada al puerto, desde la Bola (alto de las Guarramillas), es esa interminable pista de cemento que baja en zigzag y que resulta siempre tan aburrida. Pero, bueno, estamos casi al final de nuestra caminata y es cuesta abajo. La amanecida es luminosa, el piorno en flor aromatiza el ambiente, y se camina con la despreocupación de estar a punto de alcanzar el objetivo propuesto: el puerto de Navacerrada, donde nos espera el bus con la ropa seca para cambiarnos y las cafeterías donde tomar ese cafelito reparador que entona el cuerpo y alivia de las penalidades pasadas.
De aquí, regresamos a Madrid dando cabezadas en el autobús. Luego, la ducha calentita, el pijama y unas pocas horas de sueño. Un placer bien merecido tras casi ocho horas de caminata por esos andurriales abruptos.
Las fotos que dejo aquí no son buenas (hechas con una cámara de turista), pero sirvan como testimonio de nuestra paseata nocturna. También queda esa mía, para que se vea de qué guisa terminé la aventura.