domingo, 18 de agosto de 2019

Estival, 4.- Otra forma de ver.-

El texto que sigue no es el que podría esperarse de unas apacibles vacaciones serranas, con paseos bucólicos, como los tres anteriores de la serie Estival. Hemos puesto tierra de por medio, y, obligados a huir de la sartén donde se guisa la contaminación acústica de las fiestas de Rascafría, hemos ido a caer en el fuego de los calores madrileños.

Como no valen lamentos, he aprovechado el destierro temporal que me ha traído de los decibelios asesinos a los sudores asfalteños. Tenía pendiente en mi diario de actividades - por sugerencia de Macelarius (Chus para los amigos, o viceversa) - una visita al Reina Sofía para ver una instalación de Olga Ramo que lleva el nombre de  lindalocaviejabruja, y dejarme sorprender por sus propuestas. Además, en el Reina se estaba muy fresquito, y su patio ajardinado es una isla geométrica de sosiego y silencio en medio de la capital del reino. Así que nadie se llame a engaño. El improbable lector queda advertido:

Nadie vaya desapercibido a visitar lindalocaviejabruja al museo Reina Sofía. Cuando entre a la Sala de Protocolo, pasará ante una fregona que parece abandonada momentáneamente, apoyada contra la pared, mientras la señora de la limpieza, se supone, está en cualquier otra tarea. Si uno vuelve sobre sus pasos y se pregunta qué hace ahí esa fregona, tan desubicada, observará que del mocho sale una lengua burlona, o, quizá, amenazante. Que nadie se avergüence por haber pasado antes de largo. No todos somos un Marcel Duchamps capaz de transustanciar un urinario en una fontana. Un mocho de fregona es un mocho, por mucho que nos saque la lengua. Su sitio es el cuarto de las escobas, de acuerdo con nuestro sentido utilitario. Y si la artista – habrá que llamarla así, provisionalmente, por aquello de las convenciones estéticas, que tanta seguridad nos dan – ha decidido que la fregona deje de ser herramienta para ser objeto de reflexión estética, o de denuncia de una sociedad patriarcal que reduce a la lindalocaviejabruja a mera fregatriz, es cosa que el visitante, a lo mejor logrará entender.

Quizás, ese cubo de fregar que el espectador ignoró al pasar, le ponga a la expectativa y descubra que, en la Sala de Protocolo, el vacío aparente del espacio y de sus viejos armarios en madera, no es tal. Es un vacío donde objetos corrientes, tan corrientes en su realidad vulgar que son como no-existencias colonizando un rincón de la pared, o bien ocupando el interior de un armario lleno de nada que merezca nuestra atención en la vida diaria, cobran un sentido. Ese pegote de chupa-chups y caramelos pringosos aferrándose a la pared como una colonia de hongos; o esas docenas de pintalabios, bajo una poco apacible luz rojiza, entrevistos por la rendija de las puertas entreabiertas de un armario; o las puertas cristaleras de un armario, abarrotado de trapos… Objetos sin valor estético, y menos aún, práctico, una vez descontextualizados de su función utilitaria, que toman presencia en una especie de juego del escondite por los rincones más insospechados.  

Todo ello produce una cierta inquietud. No olvidemos que estamos en un espacio tan ordenado, aséptico y sometido a la razón geométrica como son las salas del antiguo hospital del San Carlos. 
Aquí, estos objetos carecen de sentido por lo que tienen de ruptura del orden que les damos en nuestro mundo utilitario. De repente, descubrimos el desorden provocado por el absurdo de tales objetos sin razón aparente en un espacio ordenado y geométrico; y ese desorden produce una cierta desazón, como si se nos escapara el control sobre ellos, porque parecen haber adquirido alguna forma de vida. Y este jubilata, que ya hizo su noviciado en la observación de instalaciones de Sara Ramo, allá por el verano de 2014 en el Matadero, ha de reconocer que esos objetos cotidianos, tan sin aprecio de puro vulgares que son, que vemos y usamos a diario – en su contexto, en su funcionalidad, eso sí – han adquirido como vida propia, una vez perdido su valor de uso, y producen un desasosiego porque los querríamos inanimados, pura herramienta. Al reclamar vida para sí, descabalan nuestro mundo de racionalidad y nos obligan a repensar nuestra forma de ver la realidad. Nos producen desasosiego.

Perdone el improbable lector la insistencia con lo de la fregona, pero de la misma forma que el visitante no la vio al entrar en la Sala de Protocolo, de puro objeto cotidiano que es, cuando visita el Espacio 1, tampoco ve los motivos de la sala empapelada. Un suave color amarillento con motivos, aparentemente, florales. Es lo que uno podría en su casa, en caso de empapelar una habitación. Pero no, el observador, si lo es y se fija en estos motivos de cerca, verá vísceras y trozos de cuerpo humano. Un trampantojo que transforma una casquería humana en un habitáculo doméstico. A modo de advertencia: las cosas no son lo que parecen. Además, una cola como de monstruo, sale de una pared, especie de guiño a Dorothea Tanning y sus esculturas blandas, adscrita al surrealismo, cuya exposición se vio también en el Reina hasta enero de este año, y en esta bitácora se dejó constancia. 

Una cortina oscura da paso a una sala negra como boca de lobo, salvo el escenario que tiene en uno de sus laterales. Tanteando en la oscuridad, dudoso entre quedarse a ver de qué va la cosa o salir corriendo, uno se sienta en un banco y espera. Ex tenebris, lux. Lo mismo que en aquella instalación de Desvelo y traza vista en el Matadero hace cinco años, las tinieblas van dando forma a los objetos y las personas de alrededor. Hay más gente, luego me quedo.

Un telón de trapos variopintos tapa la mitad superior del escenario. Un polichinela de cachiporra golpea el aire con ruido seco; una marioneta, a modo de bruja, se mueve sobre unas llamas; media mujer (de medio cuerpo abajo) taconea sobre unos zapatos rojos disformes mientras un lobo parece acecharla… Y más escenas oníricas que, de puro demediadas por ese telón a media asta, tienen algo incompleto y de absurdo. De repente, aquella cachiporra del polichinela, a gran tamaño, aparece al pie del telón. Es el símbolo de una sociedad machista y patriarcal – el visitante cae en la cuenta enseguida – que es desventrado por manos de una mujer. A modo de vísceras, saca de su interior trapos, papeles, cintas y otros objetos. Este jubilata, por una caprichosa mezcolanza de ideas, no puede dejar de asociarlo a la Venus (yacente, esta vez) de los Trapos de Pistoletto. En ambas imágenes hay provocación. En la Venus, la contraposición de la belleza formal clásica con la miseria de la supervivencia; en Ramos, la rebelión de la fémina contra la dominación del macho patriarcal.

El espectador sale con la sensación de haber estado en un espacio doméstico donde los objetos cotidianos no se comportan como tales. Lo que es un fastidio. Un palo de fregona sacándote la lengua, o un puñado de pelos  a ras de suelo, asomando por bajo un armario bajero, o en una ventana un grupo de recipientes de barro a modo de campo de urnas funerarias…, son un desorden en nuestra vida corriente. Los objetos no tienen por qué comportarse caprichosamente en un mundo material y utilitario tan bien organizado como el nuestro.

A pesar de todo, a lo mejor volvemos otro día, a ver si ponemos un poco de racionalidad en ese caos doméstico.

lunes, 12 de agosto de 2019

Estival, 3.- Para leer el paisaje.-

En la contemplación de un árbol
podríamos pasar
enteramente nuestra
vida.
Giner de los Ríos, 1907 (En una placa del arboreto Giner de los Ríos, frente al monasterio del Paular).



Estos últimos días pasados, en el valle de Lozoya hemos vivido el temor a los incendios que nos acosaban desde el puerto de la Morcuera y desde la vertiente segoviana que da a La Granja. Estos días, un servidor ha sentido rabia y vergüenza de pertenecer a la especie humana que, por pura maldad, convierte en cenizas el medio que le permite la supervivencia. 
A pesar de ello, la vida sigue, aunque las cenizas de lo que fueron bosques ayer nos recuerden que el ser humano arrastra en su naturaleza la miseria de su estupidez congénita. 
Pues bien, a pesar de todo ello, este jubilata escribe sus crónicas estivales, aunque solo sea para demostrarse a sí mismo – y a quien lo lea, si le parece bien – que siempre hay un poco de esperanza; siempre,  porque la contemplación de la naturaleza nos incita a formar parte de ella y nos enseña a no ser su verdugo.

Por eso lo que sigue:


Hágame caso el improbable pero siempre estimado lector si le digo que el paisaje es un libro cuya lectura debe hacerse como las vacas rumian: sin prisas, triturando entre los molares de la imaginación el pasto que hemos ido arrancando brizna a brizna durante esas horas de lento pacer, que es tanto como la rumia sobrevenida de la tranquila contemplación durante un caminar atento por los caminos del monte.

Ya sé, ya… Ya supongo, ya imagino, la sonrisilla irónica que al improbable lector le vendrá a la cara con lo del símil vacuno. Pero recuerde lo que el profesor Tierno Galván, siendo alcalde de Madrid, les dijo a aquellas féminas del común que fueron a darle palique, que había que leer como las gallinas beben agua, despacio, buchito a buchito, levantando la cabeza a cada trago, como reflexionando sobre lo bebido/leído.


Entiendo que resulte difícil digerir esa asimilación del placer estético del paisaje a la lenta rumia vacuna. Más si tenemos en cuenta la fama que, entre los humanos, este animal tiene de ser un tanto estólido y bobalicón. Pues imagínate, lector amigo, improbable o no – y disculpa el tuteo, fruto de la estima en que te tengo –, el símil gallináceo del profesor Tierno para explicar a las chonis cómo debían leer un libro… Y dime si no tenía razón el viejo profesor con lo del beber de las gallinas, o si no la tiene este jubilata con el rumiar vacuno, cuando a la atardecida, por los pinares, crees oír el rumor de una fuente, te aproximas despacito, como al acecho, y Enrique de Mesa, poeta guadarramista, te dice quedo:
Dudosa en la gris penumbra
De una luz crepuscular,
A lo lejos se columbra
La fontana, que se alumbra
Por los claros del pinar.



De ahí la insistencia del caminante en el mirar reposado y el masticar lento del entorno, como de goloso que saborea un paraje que sólo se ofrece a sus ojos y a su paladar. Si te lo tomases con calma, lo de observar y paladear el entorno, entonces no tendrías tan pobre opinión de la humilde rumiosa, amigo lector; y si, además, como este jubilata, hubieses descubierto el paisaje a través de los ojos tranquilos de una vaca ramoneando los brotes tiernos de un fresno.

El cuadro de la naturaleza, visto a través de aquellos ojos vacunos, en lo que tenían de inocentes y asombrados, y también un poco de somnolientos, tiene la ventaja de integrarnos en el paisaje como uno más de sus elementos. El caminante ha de sentirse parte del paisaje para entenderlo, de parecida forma a como Bruce Lee aconsejaba adaptarse a las circunstancias cual el agua lo hace al recipiente que la contiene: ha de ser árbol junto al árbol, piedra cubierta de musgo junto al arroyo y huella de sendero  en el pinar. Y, sobre ese proceso de mimetismo, ha de reflexionar: esa rumia del paisaje de la que se ha hablado al principio. Mirar un paisaje no es solo ver, porque para ver hay que mirar y saber qué se mira.


Es la diferencia entre el observador que contempla, por un lado, y cada uno de los elementos (animales, vegetales, minerales) que conforman el entorno, por el otro: que él, el observador, se sabe ajeno, pero parte integrante mediante un proceso de percepción estética y, si se me permite, intelectual de lo percibido. Según aquel personaje de Molière, la gente no sabe que habla en prosa; los elementos de un paisaje no saben que lo son, pero el caminante sí es consciente de su entorno, lo disfruta a pequeños bocados, lo paladea y querría integrarse en él mediante un proceso – apenas un instante – de aniquilación de su consciencia para ser roca en la sierra, arroyo en el pinar, hierba en el prado.

Aunque, olvidados esos sentimientos alambicados, nos conformaríamos simplemente con estar ahí, si los humanos no fueran tan aficionados a la tea asesina…