miércoles, 27 de abril de 2016

Irán de nuevo.-


Lo primero que aprende el viajero curioso cuando camina por aquellas tierras, y que los autóctonos se encargarán de recordarle, es que el pueblo iraní no es árabe. Es pueblo de religión musulmana y confesión chiita, pero de raíces indoeuropeas, como nosotros, no semíticas. Lo que les diferencia radicalmente de la cultura árabe, ya que tras de sí tienen una larga tradición cultural que les viene desde las antiguas ciudades-estado mesopotámicas. 

En el 500 a.n.e. el imperio aqueménide se extendía desde las orillas del río Indo hasta – según nos cuenta Heródoto – el Danubio en tierra de Tracios, nuestros actuales vecinos rumanos. Si se tiene en cuenta que Alejandro Magno les devolvió la visita y conquistó su imperio, produciéndose una simbiosis entre el helenismo y la cultura persa, verse como viajero en aquel país es un poco como visitar a parientes lejanos de los que perdimos el contacto hace tiempo. Eso aparte la propaganda política adversa, interesada, por razones estratégicas del imperio y sus satélites, en presentárnoslos como satanes instigadores del Eje del Mal. Conviene no olvidar el tronco cultural común y las diferencias impuestas por razones geopolíticas; un aviso para caminantes por si se viaja con los prejuicios bien asumidos.

Y conocerlos no defrauda si uno, además de visitar sus mezquitas, zocos y viejas ciudades en adobe, presta atención a su cultura. 
Algo que sorprende es la pervivencia de la vieja religión mazdeísta persa. Ahouda Mazda era dios al que ya invocaban los emperadores persas. Sus invocaciones pueden verse en placas esculpidas en letra cuneiforme en los palacios de Persépolis: El gran dios es Ahoura Mazda, que creó el cielo, que creó el mundo, que creó al hombre, que creó la felicidad de los hombres, que hizo rey a Jerjes… Por supuesto, este jubilata es incapaz de leer textos cuneiformes en persa antiguo, en babilonio o en elamita, pero se fía de lo que le cuentan los arqueólogos.

Y si el viajero apercibido sigue las huellas de este vieja religión monoteísta (hay algunos dioses menores, pero son comparsa, quizás emanaciones) no podrá por menos que admirar en Yazd las Torres del Silencio. Cuatro cerros pelados cuya cima está cercada por un muro circular, hecho de sillarejos y tapial y en cuyo centro hay un gran pozo. Son los viejos cementerios zoroástricos. Para esta religión, ecologista avant la lettre, que adoraba a los cuatro elementos de la naturaleza: tierra, aire, fuego, agua, contaminar la pureza de los elementos naturales con la carroña de los cadáveres humanos era impío. Por eso los exponían en estos lugares elevados donde las aves carroñeras se encargaban de mondarlos y, luego, los huesos eran arrojados a los pozos abiertos al efecto.

Y si el viajero piensa que aquello solo es pura arqueología, se sorprenderá al saber que en esta misma ciudad existe un Templo del Fuego zoroástrico donde se conserva viva una llama encendida. Adoradores del fuego, los mazdeístas, según la tradición, cuando la invasión árabe, ocultaron el fuego eterno en un templo  rupestre y lo han mantenido vivo durante siglos. Actualmente, en este templo levantado hace unos 70 años, se mantiene viva la llama. 

Solo que el encanto poético queda un poco mal parado cuando el visitante se entera de que una instalación de gas se encarga de que la llama eterna siga viva. Los adelantos técnicos hacen milagros, pero matan la imaginación. Pero si quiere ver un antiguo templo del Fuego, no deje de observarlo cuando visite en el farallón de Naqsh-e Rustam los bajorrelieves de las tumbas de los reyes aqueménidas.



Y si el improbable lector piensa que el Paraíso es asunto de invención bíblica, va desencaminado, es invención persa. Ellos convirtieron lugares desérticos en paraísos haciendo aflorar el agua, construyendo albercas y surtidores y llenándolos de verdor. Desde las lejanas montañas hicieron construcciones subterráneas, a veces de centenas de kilómetros, con pozos de acceso cada tanta distancia, para levantar vergeles. Y en ellos, el sempiterno ciprés, árbol sagrado. 

Todavía en Abarkuh se conserva un gran ciprés cuatro veces milenario, y de unos dieciseis metros de contorno en su tronco, aunque en la memoria colectiva persa se conserva el recuerdo del de Kachmar, plantado por el propio Zoroastro, según se menciona en el Shahanameh, libro de los Reyes Persas.

Paraíso y poesía, en esta cultura van de la mano. No puede entenderse la poesía persa si no se oye el rumor cercano de un surtidor y se respira el olor de azahar que desprenden los naranjos, o se disfruta de la abundancia de los granados y pistachos. Desde el iwan de un palacio campestre, con una alberca de agua clara corriendo a los pies y dos ringleras de cipreses enmarcándola, dejarse llevar por el espíritu sufí de compenetración con la naturaleza hace que el canto a la amada y al vino transcienda en una visión espiritual. 

Eso, al menos, pudimos entender ante la tumba del poeta Haffe (“Quien sabe el Corán de Memoria”, significa). Aquí está el corazón palpitante de amor de los persas, nos dijo nuestro guía ante su túmulo, guardado bajo un templete de cúpula octogonal sustentada por columnas, y nos recitó uno de sus gacel o poesía de amor místico. A propósito alguien del grupo recordó la influencia del sufismo en  san Juan de la Cruz:
Entréme donde no supe
y quedéme no sabiendo,
toda ciencia transcendiendo.
Yo no supe dónde estaba,
pero cuando allí me vi,
sin saber dónde me estaba,
grandes cosas entendí;
no diré lo que sentí,
que me quedé no sabiendo
toda ciencia transcendiendo.

Por eso, transcienda el improbable lector de esta bitácora toda consigna interesada y mediocrizadora (con perdón por la palabreja), levante el vuelo de su curiosidad y, cada vez que se ponga de viaje trate de entender a las gentes del país visitado. Recuerde lo que dijo Alexandra David-Néel: Celui qui voyage sans rencontrer l´autre il ne voyage pas, il se déplace. Y si los modos de vida de otras culturas no le interesan, pues ahí tiene el bufé libre del hotel, y buen provecho le haga.


domingo, 17 de abril de 2016

Irán y regreso.-


O Persia, que algunos no queríamos tanto visitar tierras de Ayatolás como conocer aquellos lugares por los que paseó su curiosidad intelectual el viajero y geógrafo Heródoto, o por donde Jenofonte y sus Diez Mil hicieron su Anábasis desde el mar Egeo hasta casi llegar a Babilonia y su Catábasis de regreso desde Cunaxa (allí Artajerjes II derrotó al pretendiente Ciro el Joven) hasta el mar Negro: (“Thalassa, thalassa”, gritaban entusiasmados los hoplitas griegos cuando por fin vieron el mar). Fue un viaje de ida y vuelta por el imperio persa como mercenarios a sueldo del pretendiente al trono persa Ciro el Joven.

Nosotros, menos aventureros, íbamos armados de nuestras maletas, cámaras fotográficas y las habituales raciones de prejuicios culturales de todo viajero. Hicimos nuestra particular anábasis desde Bilbao, pasando por Estambul para tocar tierras iraníes en Teherán, viajando cómodamente en aviones de la Turkish Airlines. Nuestra obligada catábasis, arrastrando la derrota del cansancio, se inició desde la ciudad sureña de Shiraz, a unos doscientos kilómetros del Golfo Pérsico, con un salto en Estambul y regreso a la patria en Bilbao. De allí, cada cual a su casa.

Para ser más exactos con las cuestiones geográfico-históricas, habría que decir que Jenofonte se movió más por tierras actualmente turcas e iraquíes, mientras que nosotros alcanzamos el corazón del imperio persa, ya que, como Alejandro Magno - pero sin incendiar palacios - visitamos Persépolis y Pasargada. Solo que nosotros no queríamos destronar ningún Artajerjes histórico ni Ayatolá actual. Nos conformamos con visitar sus ciudades (Teherán, el santuario de Qom, Kashan, Yazd, Esfaham, Shiraz), museos, mezquitas, jardines, palacios… y, en la medida de lo posible, observar a sus gentes y costumbres.

Lo de hablar del exotismo de la plaza Naqs-e Jahan, en Esfaham, sus zocos y mezquitas, o de esas Torres del Silencio de la antigua religión zoroástrica en Yazd, la que llaman novia del desierto,  la más antigua población de barro habitada desde hace 3000 años, daría para otras entradas en esta bitácora. Al viajero curioso le gustaría, en esta ocasión, hablar de la gente que vio en sus andanzas, de su talante y costumbres y de la impresión que sacó – subjetiva y sin valor demostrativo – del porvenir del régimen ayatoliano, a la luz de lo observado.

Que en los restaurantes no haya alcohol (a nadie puede extrañarle en un país islámico) pero sí coca-cola o similares, al viajero le dejaba caviloso. Que haya visto por las calles de Teherán algún Burger con su emblema cocacolero en tierras donde el Kebab es plato nacional, habla de que el bloqueo mantenido por el imperio USA al régimen iraní se guarda mucho de impedir la sutil filtración de los usos y modos de vida consumistas, a la espera de una mayor implantación.

Las gentes, amables, observan con curiosidad al extranjero. A veces un adulto es el que pregunta, a veces envían a alguna niña o niño, tímidos y sonrientes, de esos que estudian inglés en el cole, a preguntar: You are from…? En general el intercambio de saludos es inmediato y, sobre todo, el retratarse con los forasteros toda la familia es una especie de deporte popular. 

Y algo que llama la atención, es la cantidad de palitos extensibles de selfi que pueden verse en manos de esta gente, muchos más por kilómetro cuadrado de lo que los usamos aquí. Armados de sus móviles en el extremo del selfi, se fotografían ellos, fotografían cualquier objeto que llame su curiosidad, fotografían a los extranjeros mezclados al alimón con la familia iraní. A este jubilata le invitaron dos jovencitas a fotografiarse junto a ellas y luego andaba caviloso a ver qué interés podían tener unas chicas tan guapas para retratarse con él. Una compañera de viaje tuvo la respuesta: Es que es la experiencia frente a la juventud…, Ah, bueno, siendo así se entiende, pensé yo.

Lo que me hizo recordar que en el palacio de Chehel Sotum de Esfaham, hubo ocasión de ver una curiosa pintura de carácter filosófico (el sufismo y el mazdeísmo están muy presente en esta cultura) que representaba  el diálogo entre un anciano y una jovencita de ojos rasgados. Aquél muestra dos dedos, simbolizando el carácter dualista y contradictorio de la razón, mientras que ésta solo uno para indicar la simplicidad del sentimiento que nace del corazón.

En cuanto al omnipresente velo que cubre la cabeza de las mujeres, es obligatorio por ley, incluso para las extranjeras. Pero hay sutiles formas de protesta, como el llevarlo de colores vistosísimos y sujeto casi en el occipucio, en una especie de equilibrio inestable, y con el pelo suelto. Si la coquetería femenina se mide por el maquillaje, las jóvenes iraníes son coquetas al máximo, más teniendo en cuenta que son mujeres de rasgos regulares, boca de grana y grandes y hermosos ojos, con cejas depiladas; y, cosa que sorprende, es frecuente ver jóvenes con la nariz operada para conseguir un trazo recto. Hasta el punto, comentaron, que algunas se ponían un apósito para simular que se habían operado…

En algunas conversaciones discretas surgió el asunto del velo y, sobre todo las jóvenes de extracción burguesa y las universitarias, manifestaban su radical rechazo. Pero, para que se sepa cuál es la ideología dominante, no hay ciudad donde no se exhiban grandes retratos del Ayatolá Jomeini con su rostro severo. Como si su omnipresencia significara estabilidad del régimen hasta la consumación de los siglos. Solo que el pueblo persa tiene una larguísima tradición de miles de años en los que ha visto caer imperios que el tiempo ha reducido a arqueología. 

También este jubilata, observando aquellos retratos omnipresentes, recordaba que vio, a lo largo de sus viajes, los de Leonidas Brezhnév en la Rusia soviética de los años ochenta; los que mostraban la perenne juventud y ondita en el pelo de Nicolae Ceausescu, cuando visitamos Rumanía en 1982, y los del momificado en vida Fidel Castro por las calles de la Habana. Sin olvidar los omnipresentes símbolos del franquismo de su niñez y juventud que ahora suenan a decimonónico y polvoriento. 

De la misma forma, Jomeini y su régimen teocrático se convertirá en tópico para añorantes. Y lo que puede llegar a ser el colmo de la mediocridad, a este viajero no le cabe duda de que su efigie se verá sustituida, como mucho en una generación, por la del sonriente Coronel Sanders, fundador del Kentuchy Fried Chicken. De momento los Burgers yanquis ya se va abriendo paso en las ciudades inaríes entre chadores y palitos de selfi.