martes, 7 de noviembre de 2023

Retazos.-

En la extinta biblioteca MANUEL ALVAR

Anda esta bitácora un poco en dique seco, como aquellos viejos barcos de casco de madera a los que había que carenar para que no se apolillaran. Ya sabe el improbable lector, la broma hacía malas jugadas y te podía apolillar las cuadernas hasta convertirlas en un colador. Pues a este jubilata, parecido. 

Ese pliegue del cerebro donde se supone que se aloja el geniecillo de la imaginación debe estar apolillado por una especie de bivalvo vermiforme (uno está ya tardo en escribir, pero se documenta) que los marinos llamaban broma y los científicos conocen como teredo navalis. 

 Tierra adentro, mientras navego en el metro, línea 5, de regreso de la clase de ajedrez en la UNED Senior, leo hasta que entra un predicador, abre su biblia y empieza a leer versículos: Mateo, en el cap. tal, vers. cual, dice… Isaías, en el cap. tal, vers. cual, dice…, y así varias citas… Termina con una jaculatoria y espera que el vagón enfervorecido en pleno conteste: ¡Amén! Su fervor religioso recibe como respuesta un silencio indiferente. "Almas para el infierno", debe pensar el místico aquel. Llegamos a Banco, se baja y va al siguiente vagón a salvar almas menos contumaces. Yo vuelvo a abrir mi libro y sigo leyendo los cuentos de Octave Mirbeau, que era bastante anticlerical, por cierto. 

 También, por cierto, y al hilo del ajedrez. En tres años largo que llevo jugando al ajedrez, con docenas y docenas y docenas (muchas, muchas docenas) de partidas perdidas, nunca me he sentido tan humillado y frustrado como con la partida que he perdido frente a un compañero de curso. En la competición que el profe llama torneo en casita, media hora me ha tenido al teléfono ese compañero que jugaba con blancas, para explicarle cómo debía preparar la partida a partir de Lichess.org, y, por una jugada mal pensada, al quitar yo una torre en la octava, que protegía mi rey, me ha dado un mate como una puñalada trapera. He tenido que echar mano de todas mis reservar de resiliencia para no tirarme a las vías del metro. 

 “Ya, pues vale…”, dirá el improbable lector con hastío baudelairiano, hipócrita lector – mi semejante – ¡mi hermano!, “¿Y a qué viene todo esto?”, preguntará. Francamente, son remiendos de una larga serie de ellos que usaré hasta completar un texto suficiente como para publicar en mi bitácora. Simplemente, buscaba un atajo para arrancar a escribir. Este jubilata, como Lope en su soneto a Violante, ya puede decir: burla, burlando, van los tres delante. 

No sé si el sufrido, aunque improbable lector, observa la vida mientras anda por la calle. Un servidor, que es poco observador, a veces se tropieza con ella, con la vida callejera, digo, y no acaba de entenderla bien. 

Viene al caso porque a veces, las formas de mendicidad que veo por la calle me desconciertan. En la calle Alcalá, la otra mañana, cerca del cruce con Goya, una mujer joven, aún no muy deteriorada, sentada sobre unos cartones, con una maleta vieja al lado, con el brazo derecho sujetaba a un perrillo envuelto en una manta, como quien abraza aun bebé, y en la mano izquierda un móvil al que dedicaba su atención. Me pregunto si las limosnas de la gente son suficientes para comprar comida para el perro y para cargar el móvil, y qué sentido tiene cargar con esos símbolos costosos de la sociedad de consumo cuando uno depende de la caridad ajena para vivir en el mínimo nivel de supervivencia. 

 En fin, en la Gran Vía y  a plena luz, algún sin techo duerme sus hambres sobre un colchón de desecho, arropado con una manta astrosa, bajo un gran escaparate de esos grandes almacenes de ropa de moda low cost (me gustaría escribir bon marché, pero es una antigualla) de usar en temporada y abandonar en un contenedor de ropa de esos que han instalado por las calles. 

Y eso ante la indiferencia general, como si fuese una peculiaridad más del paisaje urbano. Incluso, hasta hace un contraste pintoresco el desfile de posmodernos pintureros y el mendigo zarrapastroso, cada cual en su mundo, aunque compartiendo la misma acera. 

Como estas calles del centro de la Mantua Carpetana son un muestrario de la corte de los milagros, me cruzo con un maromo ya cincuentón que se ha implantado dos balones a modo de tetas que amenazan con romper el top que las cubre. Eso sí, camina con contoneo desafiante ante vulgares mortales de clase media, como un servidor. 

Abundan los mocitos de equívoco aspecto feminoide (están en su medio natural), muchachas luciendo carnes prietas y desinhibidas, y alguna otra menguada, cuyos recursos sexuales son escaso por negligencia de la naturaleza, pero que luce su escasez de mamas y calza unas botas plateadas hasta la rodilla, con sonrisa de ser la princesa Diana de Gales en sus años de esplendor. 

Para qué seguir con el faunario humano. Lo mismo que en el soneto de Lope a Violante, contad si son catorce y está hecho.