domingo, 29 de octubre de 2017

Aunque no sea normal, que lo parezca.-

Tras las banderas, los negocios.

Mientras asistimos al gran guiñol de la proclamación de la República Catalana Lliure, Grande e Indivisible (a la espera de lo de la Vall d´Arán), por ahí, y bien a su pesar, van las preocupaciones que embargan a este jubilata.

No está un servidor en edad de dejarse arrastrar por los grandes gestos de gente pequeña que busca un hueco en los libros de historia, y por eso decidió husmear en su propia intrahistoria a ver si encontraba sentido a la cosa. Para eso, nada mejor que pasear por el parque del Calero esquivando perros, ahuyentando cotorras y palomas, cediendo el paso a viejos en proceso de caducidad manifiesta, y otras faunas habituales de este barrio. La reflexión peripatética, aunque no sirva para poner en orden las ideas, sirve para controlar el nivel de colesterol con tanto ir y venir por el parque.

Una idea me rondaba por la cabeza, o más bien una frase leída esto días atrás: Tú estás sano porque aún no hemos puesto nombre a lo tuyo. ¿Era una amenaza de las grandes corporaciones farmacéuticas? ¿Un aviso para los atrapados en la rutina de la normalidad? Más bien una muestra de humor negro que esconde una verdad: vivimos una apariencia de normalidad.

Porque, vamos a ver: ¿Es normal mercadear con una independencia a cambio de retirar un 155 king size? ¿Es normal que el partido más corrupto sea el paladín de los valores constitucionales? ¿Es normal eso de tú me amenazas con el 155 y yo me declaro independiente hasta que la muerte nos separe? Pues si en el cambalache político estas cosas pasan por normales, ¿por qué las personas corrientes dejamos de serlo en cuanto alguien nos cuelga una patología recién acuñada para la ocasión?

Como esta normalidad, de la que aquí se habla, viene referida a comportamientos sociales, asumimos como normal – bien que forzados por las circunstancias – la realidad que nos toca vivir, aunque nos supere. Y la normalidad que nos toca vivir en esta sociedad es una inquietud colectiva a la que el humorismo político le ha puesto el nombre de República Catalana; para más inri, ahora en el exilio bruselense. 

Estábamos sanos hasta que alguien puso nombre a lo nuestro y la salud se nos está yendo en manifas, ondeo de banderas, odios sarracenos, patriotismos decimonónicos, adhesiones inquebrantables a la madre Catalunya o a la madre España, boicots patrióticos y un montón de sarpullidos en las tripas donde residen las emociones. Ya tenemos la enfermedad, solo falta la medicina, y no parece que el jarabe del 155 arregle más que los síntomas, dejando el mal soterrado hasta un nuevo brote de sarampión separatista.

Hasta ahí, el jubilata había conseguido poner cierto orden en sus pensamientos. Pero en sus idas y venidas por el parque se fue a tropezar con su vecino el depresivo, al que el médico le ha recomendado que camine mucho y piense poco. Y el vecino depresivo, que rumia sus pensamientos a pesar de la prescripción facultativa, me aseguraba que estamos sometidos al fatum por más tecnología que gobierne nuestro mundo. Vino a decirme que cada generación vive, muy a su pesar, algún fracaso colectivo que la marca a hierro. La generación de nuestros padres vivió con entusiasmo fratricida la guerra civil; la nuestra está viviendo a flor de piel una fractura política que ha roto la convivencia.

Le preguntaba yo si no podríamos oponernos a esa fatalidad y buscar un destino en el que pudiéramos llegar a un acuerdo de convivencia, intercambiar banderas (como los futbolistas intercambian camisetas después del partido). Pero él no es partidario. Piensa que contra el destino generacional nada se puede; se acepta y se aguanta. Como es hombre leído, me trajo en apoyo de su opinión la frase del poeta Horacio: Ducunt uolentem fata, nolentem trahunt. Si te opones a los hados, éstos te arrastran, si te sometes a ellos, te guían.

No estaba yo tan seguro de que lo mejor es dejarnos arrastrar y que se cumpla nuestro destino fatalmente. Pero resultaba bastante difícil explicárselo a un depresivo que lee a los clásicos y sabe que la depre, como las torpezas políticas, son señales de su disgusto que mandan los dioses a los hombres, y no queda otra más que aguantar hasta que escampe. Paciencia y barajar, dijo Durandarte al conde de Montesinos.

Como no había llegado a nada en claro sobre independencias, me despedí del vecino depre, pasé por DIA a comprar unas cajas de leche y subí a casa. Me prometí no encender la tele. Quizás porque, por pura higiene mental, un servidor había iniciado el procés de desconexión sin consulta previa en las urnas, sin debates parlamentarios y sin movilizaciones populares patrióticas y abanderadas. Y sin declaraciones solemnes, solo para mi capote.


miércoles, 11 de octubre de 2017

Catalonya, ni contigo ni sin tí.-


Cuando este jubilata se sienta ante el ordenador, dispuesto a escribir una entrada en su bitácora, siempre tiene un recuerdo para sus lectores improbables, ocasionales o habituales. Es una cuestión de empatía y de estrategia. Un servidor quiere sintonizar con sus lectores y está dispuesto a vender su alma al diablo por conseguirlo, siguiendo la doctrina marxista (facción Groucho) de que se deben cambiar los más sólidos principios en función de los gustos de la clientela. Y, según soplan los aires patrios de encontrado signo, los gustos del personal van por la profusión de banderas que tremolan al viento por las calles de nuestras ciudades y por las tripas de sus ciudadanos.

Mal que nos pese, vivimos tiempos revueltos en los que las aguas políticas y los sentimientos nacionalistas bajan turbios en el reino de Celtiberia Profunda y en la república del Catalanistán Exterior. No así, afortunadamente, en el shangri-la de Equidistán, donde sus felices moradores pasamos el día tocando el arpa y entonando cánticos de alabanza a nuestros dioses tutelares. Aburrido – dirá el improbable lector – lo de tanta loa y arpegio pacifista. Sí, pero al menos evitamos que nos arreen un banderazo si no opinamos a gusto de todos.

Algunos suponíamos que, tras la declaración de independencia (que al final ha sido sí, pero ya veremos; sin prisa pero sin pausa…), las banderas, banderías, banderizos y abanderados volverían a sus cuarteles de invierno y esto sería un mar en calma. Pero, a lo que se ve, al montañas nevadas, banderas al viento, que cantábamos en la escuela pública, todavía le queda un largo recorrido. Algunos creíamos que, por fin, podríamos sacar el pasaporte y el preceptivo visado para conocer Palafrugell, pongamos por caso, y nos sentimos decepcionados. Sobre todo, porque el Sr. Puigdemont ha roto el encanto de convertir su república del lejano Catalanistán en un destino exótico, tipo Turquía, Irán, Georgia o Armenia, países que he visitado estos últimos años.

Viñeta en L´Express de esta semana. Así nos ven.
De verdad, algunos con espíritu viajero y admiradores del folclore local tipo bou de foc, nos quedaremos con las ganas de visitar esa jovencísima república con la muchachada de la CUP controlando el tráfico aéreo catalán desde la torre de control del Prat, o montando corralitos con las cartillas de ahorros de los pensionistas. O, según genial anticipación de nuestro Tomás Serrano, imprimiendo el dinero en la impresora que Rufián llevó al Congreso de los Diputados en cierta ocasión. Pero no, según ve la cosa un servidor, todavía tendremos para rato con el marcial Mambrú se fue a la guerra de días pasados o el Santiago y cierra España que sonaban a ambos lados de la trinchera, mientras que algunos seguiremos viviendo en la aburrida Equidistán donde nunca pasa nada. Y sin poder usar el pasaporte en la divisoria del Ebro.

Menos mal que el folclore patrio sigue dándonos momentos de gran espectáculo, como cuando el Sr. Vergas Llosa, en plan agitprop, blanca melena al viento, lanzaba soflamas centrípetas y apocalípticas advertencias contra el centrifuguismo que nos corroe. Aunque siempre habrá desconfiados ciudadanos con el morro torcido por culpa de estos excesos de fervor patriótico que se les pone a los privilegiados cuando se dan baños de multitudes. Y eso - hay que reconocérselo - sin hacerle ascos a ese olor a sobaquina de manada que tiene el gentío.

Porque, cuando los ricos se ponen patrióticos y abandonan su palacete en la Moraleja, o vienen desde París en su deportivo, como Álvaro de Marichalar; cuando, en fin, los privilegiados del sistema sacan su patriotismo a pasear, es que el reparto de beneficios ha dejado de ser asimétrico a su favor, el chiringuito corre cierto peligro de redistribución con nuevos comensales pidiendo parte del pastel, y hay que apuntalarlo con el esfuerzo de todos. Incluidas, especialmente, las masas fervorosas a las que, previamente, se les han ordeñado las rentas sociales y derechos ciudadanos para sanear bancos putrefactos, se les ha metido doblada con lo del rescate de autopistas ruinosas, aparte algunas gürteles de propina y otras menudencias que resultan ya imposibles de recordar.

Ven a Equidistán, hermano. No necesitarás pasaporte, ni bandera, ni unidad de destino en lo universal, ni nadie te esquilmará las rentas del trabajo o te arengará desde su localismo patriótico, ni tendrás que defender las sedes (aquí o allá) de los bancos o del IBEX 35. Podrás ser feliz y desocupado, y no tendrás que tragarte anuncios en la tele entre interminables debate y logomaquias.

Parafraseando a aquel personaje de Marquina: Equidistán y yo somos así, señora.