jueves, 26 de noviembre de 2009

Una caminata por Siete Picos.-

La previsión meteorológica para el pasado sábado 21, día que hemos subido a Siete Picos (2.038 m. aprox.), era que pasaría un frente lluvioso y que tendríamos agua. Pero qué va, no nos ha caído ni una gota, aunque, eso sí, la temperatura estaba en torno a los 6º C y las nieblas nos han acompañado durante gran parte de la mañana. El viento venía a rachas tan fuertes que nos obligaba a pegarnos contra las paredes rocosas a la espera de que amainara para trepar por los enormes bloques graníticos que forman los picos. Porque es lo que tiene subir hasta aquí, que el acceso desde el puerto es relativamente fácil; así que hay que quemar energías trepando a alguno de los picachos. Una vez puestos al pie de los mismos, la caminata se convierte en un tobogán: trepas por los bloques de granito buscando hendiduras y pasos que den acceso a la cumbre. Una vez allí, echas un vistazo al paisaje, o sea, a la niebla que te rodea, bajas y te vas al pie del nuevo pico donde repites la operación.
Salimos del aparcamiento del puerto de Navacerrada, fuimos hacia el Escaparate y tomamos la loma junto a las pistas de esquí para llegar al pico del Telégrafo. Apenas alcanza éste los 1.975 metros y es de muy fácil acceso. Su nombre le viene de que aquí había una torre del telégrafo óptico que formaba parte de la red de telégrafos que comunicaban los Reales Sitios. Esa torre corresponde a la línea Madrid – San Ildefonso (montada en 1832), con dos estaciones intermedias, una en Hoyo de Manzanares y la otra aquí en Navacerrada, en el cerro del Telégrafo.
Posteriormente, en 1846, esta red sirvió de base para un proyecto más ambicioso con 52 torres: la red que unía la capital del reino con San Sebastián, pasando por Valladolid, Burgos, Miranda y Vitoria. Eran tiempos de las guerras carlistas y cumplía una función militar.
De aquella torre de señales no queda ni vestigio. Se ve que por sustituir una técnica de comunicación tan rudimentaria por otra de acreditada longevidad, en lo alto de las rocas próximas han puesto una imagen religiosa que otea los pasos del desapercibido montañero, a quien nadie le ha preguntado por sus creencias. Si le hubiesen preguntado, quizás éste prefiriera ver representada a la Pachamama por una umbrosa espelunca en la roca.
Recorridos los picos y, después de corretear por los altos riscos, bajamos hacia el collado Ventoso, lo atravesamos y subimos al cerro del mismo nombre para bajar al puerto de la Fuenfría. Desde allí, por la calzada romana, hasta casa Cirilo, donde nos esperaba el autobús. Al pasar por el puente del Descalzo hice una foto al bonito tejo que crece en el arroyo, al pie del propio puente. La dejo aquí, ilustrando este texto.
Más contento que unas pascuas, bien oxigenado, y con ganas de una ducha calentita, regreso a casa y ya estoy pensando en la próxima salida: una marcha de senderismo que nos llevará por tierras de Patones y el embalse del Atazar.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Las ocupaciones del jubilata.-

Muchas, el jubilado tiene muchas ocupaciones. Obligaciones laborales, ninguna, pero su agenda está llena de actividades que podríamos incluir en el capítulo de las “no productivas”, lo que no quiere decir que sean ocupaciones inútiles, simples pérdidas de tiempo, o excusas para pasar el rato.
¿Qué puede hacer un jubilado con todo el tiempo a su disposición? Todo menos remolonear en la cama hasta las mil y una, deprimirse porque su vida es una inutilidad, pasarse el día delante del televisor o enfurruñarse porque ya no comprende la sociedad que le rodea y le parece que “en mis tiempos” el mundo funcionaba mejor. No hay cosa más lamentable que esos jubilados que estorban en casa, de puro inútiles que son, y les mandan a dar vueltas por el parque hasta la hora de la comida.
Aquí, quien suscribe, decidió al poco de engrosar las filas de la legión de clases pasivas, que iba a dedicar parte de su tiempo a actividades de tipo social y se hizo voluntario de una ONG. Un dilema, oiga, eso de encontrar una ONG que le cuadre en función de sus aptitudes. Ya se sabe que hay tropecientas instituciones, fundaciones u organizaciones sin ánimo de lucro que las regentan, y detrás de ellas una ideología que las sustenta. Y uno, que está por la sociedad laica y civil, al margen de directrices ideologías sean religiosas o políticas, se decantó por una organización no muy grande ni excesivamente conocida, implicada en actividades sociales y de cooperación al desarrollo. Y dentro de ella, por un programa que le venía como anillo al dedo, que se adaptaba muy bien a ese barniz cultureta que le ha impregnado a lo largo de su vida. Total, que el jubilata que esto escribe se hizo voluntario del Programa del Libro Solidario.


¿Qué hacemos los que trabajamos dentro de este programa? Hacemos bibliotecas que Solidarios para el Desarrollo envía a países del Sur, donde el acceso al libro es prohibitivo de puro costoso. Formamos bibliotecas para colegios, para centros de formación de educadores y también para cárceles. Pero no sólo eso. También se hacen campañas para dar a conocer nuestra actividad, aprovechando el Día Internacional del Libro, el día de los Museos, o actividades similares y que, aunque sea de una forma tangencial, tengan relación con los libros.
Esta vez hemos montado un chiringuito de libros en la universidad de Somosaguas (aquí en la foto) y allí he pasado un par de días vendiendo (por un precio simbólico, 1 o 2 €) libros a los estudiantes y dando a conocer nuestra actividad. El improbable lector que esto lea puede imaginarse que uno no estaba allí por negocio, que no pierde su precioso tiempo de jubilata marchoso en recaudar unas decenas de euros al cabo del día. Uno está allí para dar a conocer nuestro trabajo. De paso, el jubitala se lo pasa bien entre tanta gente joven, se relaciona con ella, libro mediante, y sale de su corralito mental. Porque ese es uno de los problemas del que anda camino de lo que llaman, con hipócrita condescendencia, la tercera edad, que ve reducido su mundo a la gente de su edad y del resto no tiene más noticias que las que le llegan a través de los media, con sus tergiversaciones y sus anuncios de por medio.
Por eso y más cosas, el jubilata se apunta al voluntariado y a un bombardeo, en cuanto hay ocasión. Que corra el aire…

domingo, 15 de noviembre de 2009

Sólo son cuentos.- Historias de otoño, 2.

Amores que ruedan.-
La conocí por casualidad. Coincidíamos en el bus 95, en la cabecera de línea, a las siete de la mañana, y ocupábamos asientos próximos. Ella leía algún libro y yo ojeaba un periódico deportivo, hasta que un día me fijé en ella con detenimiento. Debía de andar por los cuarenta años y su pelo era castaño y los ojos del mismo color. Vestía siempre faldas que, al sentarse, dejaban asomar el arranque del muslo. Sus manos eran finas y cuidadas, como de secretaria, y no llevaba alianza en los dedos.
Un día me decidí y le hablé: - Coincidimos a diario y usted me gusta mucho. ¿Le importa que me siente a su lado?
Tuvo un momento de desconcierto y me miró con cierta desconfianza, pero mi cara ya le resultaba familiar. Con una sonrisa, entre tímida y maliciosa, aceptó mi atrevimiento y me invitó a ocupar el asiento de al lado. Desde aquel día viajábamos siempre juntos. Charlábamos y nos gastábamos bromas y, casi sin darnos cuenta, empezamos a rozarnos como por descuido.
Enamorarnos fue cuestión de tiempo. A partir de entonces, nos sentábamos en la última fila de asientos del bus, nos cogíamos de las manos y empezamos a besarnos. La gente dejó de existir para nosotros. En nuestro rinconcito, abrazados, mirándonos a los ojos y comiéndonos a besos, el autobús nos acunaba con sus frenazos y acelerones.
Cada día, nuestras vidas empezaban en la parada de cabecera y terminaban media hora después, cuando ella bajaba para tomar el metro. Yo la despedía lanzándole besos como mariposas a través del cristal y ella se volvía un momento, abría los labios en forma de corazón y me lanzaba un beso redondo que llegaba hasta la ventanilla como un anillo de humo. Y mi vida quedaba en suspenso hasta el día siguiente, a las siete de la mañana.
Nunca nos planteamos el futuro; simplemente, vivíamos al día nuestro paraíso rodante, entre caricias y palabras tiernas. Ella llegaba a su parada y bajaba; lanzaba contra la ventanilla sus besos de anillo y la boca del metro se tragaba a mi amor de madrugada envuelta en una masa de gente gris.
Un día se me ocurrió bajar con ella y acompañarla al metro. En el andén, mientras esperábamos su tren, nos besábamos apasionadamente. El tren llegó sin darnos cuenta, se abrieron las puertas y allí, frente a nosotros, apareció mi hija casada. Hacía un par de semanas que tenía trabajo y aquella era su parada.
Ahora, cada mañana, mi mujer me acompaña al autobús. Se pone una bata guateada encima del camisón, se calza las pantuflas y no me deja hasta que el autobús arranca. Mi amor de madrugada se compró un coche y no la he vuelto a ver.

martes, 10 de noviembre de 2009

Releyendo.-

Hace unas semanas cayó en mis manos un viejo ejemplar de la célebre novela de Daudet, Tartarín de Tarascón (Alphonse Daudet, (1840-1897) Aventures Prodigieuses de Tartarin de Tarascon. Flammarion, 1950). Y decidí leerlo.
Recuerdo haber leído las aventuras de Tartarín siendo yo niño de escuela pública, cuando lo de la ayuda americana, que mi madre me hizo un taleguito donde llevaba una jarrita de aluminio para beber en la escuela aquella leche en polvo que el amigo yanqui nos regalaba por ser el bastión de los sagrados valores de la Civilización Occidental frente a la horda marxista de allende los Pirineos.
En aquel entonces leí el libro como cosa de niños. Eran divertidas sus aventuras y un tanto grotescas, razón suficiente para considerarse que era una historia propia para chavales y no lectura de mayores. Al fin y al cabo, se trataba de las aventuras de un francés meridional sanchopancesco que se creía un aventurero quijotil y hacía cosas ridículas.
Esta vez lo he releído pero con ojos curiosos, como de persona mayor; de lector con muchos quinquenios de lectura con estos ojitos que se ha de comer la tierra. Y la nueva lectura tiene más enjundia. Es cierto que las aventuras de Tartarín son ridículamente divertidas, el personaje es un bajito tripudo, fatuo, fabulador y pretencioso, cuyo mayor mérito entre sus convecinos es ser el mejor cazador de gorras de todo el pueblo. Porque Tarascón es un pueblo de cazadores. Solo que en los campos de Tarascón no hay nada que cazar. Para compensar esa carencia, los tarasconenses salen los domingos con sus escopetas, comen bien de sus tarteras, sestean un rato y cazan sus propias gorras. Las tiran al aire, se echan la escopeta a la cara y ¡Pam, pam! a ver quién agujerea más veces su gorra de cazador. Tartarín es el rey de los cazadores de gorras tarasconenses y de ahí su fama y su prestigio social. Tanto, que se corre por aquella ciudad provinciana la falsa noticia de que Tartarín piensa ir a Argelia a cazar leones, y él, fatuo y fantasmón, es incapaz de desmentirlo y no tiene más remedio que ir para quedar bien. En Argelia le engañan un falso príncipe de Montenegro y una morita, le roban el dinero y la impedimenta, mata un borriquillo inocente, y por fin, logra matar un león. Solo que éste es ciego, está amaestrado y lo exhiben de pueblo en pueblo para sacarse unas perras. Regresa a su ciudad seguido por un camello zarrapastroso pero fiel, y es recibido en olor de multitud por los tarasconenses.
Bien. La historia está escrita con gran humor y sus episodios son hiperbólicos, pura exageración para resaltar el ridículo comportamiento del heroico Tartarín frente a una realidad muy otra. Porque Daudet hace burla del carácter mediterráneo de las gentes del Midi: fanfarrones, exagerados y fabuladores, triperos… Representa muy bien este carácter en el propio protagonista, que es bajito, grueso, de barba cerrada y voz potente, pero aburguesado; vive apaciblemente su vida alimentando su imaginación con la literatura romántica de la época: viajes de exploración por África y aventuras con tribus salvajes y cacerías de enormes fieras.
No obstante, la Argelia colonial donde se mueve Tartarín no tiene nada de heroica. El autor dice (entresaco unas de frases): “…esta formidable y chusca Argelia francesa, donde los perfumes del viejo Oriente se mezclan con un fuerte olor a absenta y a cuartel” “…Un pueblo salvaje y podrido al que civilizamos dándole nuestros vicios…” Entre aventuras disparatadas y absurdas, Daudet critica directamente la labor colonial de Francia en tierras argelinas, a las que aquélla trasfiere sus propios vicios, su burocracia farragosa y su desprecio por las gentes que pretende civilizar. Y así, cuando el protagonista se topa con la justicia por matar al león ciego, dice de él: “Vió los apaños judiciales que se trapicheaban en los cafés, el desinterés de los hombres de ley, los dosieres que olían a absenta…” “Conoció ujieres, abogados… todas las langostas del papel timbrado, hambrientas y demacradas, que comían al colono hasta las cañas de las botas y les desmenuzaban hoja a hoja, como a una planta de maíz”.
Creo que el hecho de estar tan bien escrita la novela y ser tan divertidos sus episodios hacen olvidar el trasfondo: la crítica a la labor colonial de Francia en el Norte de África. Es un caso en el que la buena literatura enmascara la intención crítica subyacente y los lectores toman la parte por el todo: las aventuras risibles del cazador provinciano hacen olvidar al lector la realidad de unas tierras colonizadas bajo el paraguas de la civilización occidental, donde predomina la burocracia sobre la iniciativa, la arbitrariedad sobre la justicia, la explotación y el abandono, con pueblos hambrientos golpeados por la miseria, mientras los colonizadores pasan el día en los cafés bebiendo absenta y discutiendo proyectos de reforma.
Las aventuras de este don quijote sanchopancesco, vistas bajo el prisma de la parodia y la ironía - como ya se ha dicho – son el vehículo desenfadado por el que se critica la colonización. Lo cual, viniendo de un hombre del siglo XIX, que llegó a conocer el Tratado de Berlín de 1885 con el reparto de África entre sus depredadores europeos, muestra la lucidez del autor. Podía haber adoptado una visión chovinista –tan francesa, según el tópico– sobre los beneficios de la colonización, pero optó por poner ante los ojos del lector de su época una realidad que deja malparado a su propio país en cuanto administrador y explotador de aquellas tierras argelinas.
Y es que un escritor de novelas puede fabular, divertir y denunciar desmanes. Todo en una obrita tan desopilante como es el Tartarín de Tarascón, que leí siendo niño y releo siendo jubilado.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Un poco de sociología parda.-


Esta semana se nos ha ido en cosas de hospitales, con continuas idas y venidas de casa al Doce de Octubre y viceversa. Ya puede uno imaginarse lo que es pasarse el día en un hospital-colmena como es el Doce: un gentío de enfermos y familiares pululando por ascensores y pasillos; un desbarajuste, eso de la localización de servicios sanitarios, con indicadores que desconciertan más que orientan; un tedio las interminables esperas; un afán angustiado por oír el oráculo de la doctora que atiende a nuestro familiar… Y, además, esos largos viajes en metro, porque desplazarse en coche es una abominación y porque, para encontrar plaza en el aparcamiento, necesitas tener a todos los santos de cara y éstos no hacen buenas migas con los que nos confesamos laicos.
Viajar en metro –Línea 5 hasta Callao, trasbordo a Línea 3 hasta la estación del Doce, y regreso– son muchas estaciones y mucho tiempo dentro de los vagones. Aunque uno termine hastiado de tantas horas de espera en la habitación y viaje aburrido y vea indiferente el pasar de estaciones y el trajín de entradas y salidas, no deja de prestar atención a lo que ocurre en su entorno. Ya se sabe cómo es el metro madrileño: un agregado aleatorio de gente ensimismada, individuos sin más vinculación entre ellos que la casual coincidencia física en el mismo trayecto, a la misma hora y en el mismo coche: Mónadas refractarias a toda cohesión.
Si, de regreso a casa y a pesar del tedio acumulado durante las horas de hospital, uno se para a observar la fauna urbanita que viaja, puede hacer sociología de bolsillo. En el metro de Madrid se lee, no sé si más o menos que en los suburbanos de otras ciudades, pero se lee y bastante. Desde que se lanzaron los periódicos gratuitos, siempre hay gente que los ojea y, al salir, los deja sobre el asiento para el siguiente viajero. También se lee novela y abunda últimamente el ejemplar de best-seller tamaño ladrillo de chica incendiaria. También abunda el viajero acusmático, el que se pasa estaciones y más estaciones enchufado a los auriculares de su MP3 (o equivalente). Éste suele presentar una cara de colgao en su nirvana musical y no muestra síntomas de contacto con el mundo terrenal y, a mi parecer, es lo más parecido a un saco de patatas abandonado sobre el asiento. Los del móvil son el único grupo de seres parlantes, presos en la maraña de las redes telefónicas, articulando sonidos que embudan por el minúsculo aparatito; éstos son seres subducidos por la tecnología de la comunicación, incapaces de comunicarse con nadie que no esté a kilómetros de distancia. Y hay los que no hacen más que dejarse llevar; éstos no leen, no escuchan música, no hablan por teléfono, simplemente miran al vacío mientras el convoy va desgranando estaciones. Uno creería que han perdido toda noción del tiempo y el espacio, pero no, en cuanto llegan a su destino recuperan la conciencia al abrirse las puertas y desaparecen andén adelante.
Y están los supervivientes, los que encuentran su sustento en las galerías del metro. Son individuos que logran alcanzar su nivel de subsistencia escarbando en el bolsillo de los viajeros. Todos tienen en común el afán por lograr unas monedillas con las que ir tirando, pero sus tácticas de supervivencia varían en función de su capacidad para atraer la atención. No es lo mismo tocar un instrumento que vender bolsitas de pañuelos o desgranar, con voz plañidera, las desgracias que le han llevado a la necesidad de pedir. De todos ellos he encontrado ejemplos variopintos a lo largo de mis viajes entre el Doce y mi casa. Son los marginados que tienen una existencia apenas perceptible, están pero no se ven, y sólo en el ejercicio de su necesidad adquieren corporeidad ante el viajero de metro por breves minutos. Pero creo que hablaré de ellos en otra ocasión.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Una utopía en el Reina Sofía.-


Aunque lo parezca, no se trata de hacer un pareado. Es que he ido a visitar la exposición sobre el Constructivismo ruso y eso es lo que me ha parecido: los artistas rusos coetáneos de la revolución soviética vivieron ésta con la fe que se pone en las utopías: el arte al servicio de una sociedad nueva.
Antes que nada, no sé si ha sido casualidad el hecho de que en estas semanas haya en Madrid dos exposiciones distintas dedicadas al más representativo de los constructivistas rusos: Aleksandr Rodchenko. Una de ellas en la Fundación Canal, la otra en el Reina.
La primera, la de Fundación Canal, “Rodchenko fotógrafo”, dedicada a su faceta de fotógrafo. Como tal, tuvo la originalidad de cambiar el punto de vista del objetivo fotográfico, de forma que abandonar el encuadre y la posición frontal, heredadas del retrato clásico, para adoptar unas veces la visión angular cenital, y otras en ángulo nadir (de abajo arriba), produciendo imágenes impensables hasta entonces. Trata, así, de mostrar la vida cotidiana vista desde nuevas perspectivas.
La segunda, que lleva por título “Definiendo el Constructivismo”, presenta a la par las obras de Rodchenko y la pintora Liubov Popova. Ambos se suman a la causa de la revolución rusa y ponen su arte al servicio de la sociedad. Ambos cuestionan los principios del arte tradicional y se preguntan qué papel ha de desempeñar el artista en la nueva sociedad socialista. Alejándose de la tradición burguesa, creen que a la expresión artística se ha de llegar disponiendo de los materiales objetivamente, como lo haría un ingeniero, de forma que la producción de obras de arte se atenga a los mismos principios que cualquier objeto manufacturado. Creen en el trabajo colectivo de los artistas y en que éstos han de contribuir a la mejora de la vida cotidiana a través de su arte.
Esta necesidad de ser útiles a la sociedad hace que se muevan en distintos campos de la expresión artística y apliquen el constructivismo a la publicidad, al diseño de libros, a los carteles, la decoración de obras teatrales, diseño para la industria textil… en fin, la fotografía y el cine.
En el otoño de 1921 organizan una exposición que denominan 5 x 5 = 25, donde dan por finalizada su relación con la pintura. Cinco artistas que presentan 5 obras cada uno, y que diseñan cinco portadas para los 25 ejemplares, hechos a mano, del catálogo de la exposición. Aquí plantean el rechazo de la expresión personal en favor de la objetividad. La Popova realiza obras de contenido geométrico sobre cartones o contrachapados sobre los que esparce aserrín para resaltar la materialidad de sus composiciones. Rodchenko esquematiza las suyas hasta reducirlas a líneas porque considera éstas el único elemento esencial en la obra de arte; el color, la textura, la tonalidad son sólo elementos decorativos que imitan la apariencia de las cosas. Incluso en los nombres que dan a sus obras se manifiesta esta tendencia: “composición”, “pintura no objetiva”, “construcción lineal”, “cuadrado y círculo”… Imagino que no están lejos de la influencia del suprematismo, de Malévich.
Una de las salas de la exposición está dedicada a las esculturas, que son la expresión de un acercamiento al mundo de la realidad en sus tres dimensiones, frente a la planitud de la pintura, que representa una realidad fingida. Lo interesante es que Rodchenko llega a la expresión escultórica a partir de figuras lineales, como listones de contrachapado o chapas metálicas. Un salto de la línea a la tridimensionalidad, de la representación a la realidad mediante el uso de materiales de uso cotidiano.
En fin, para no cansar al improbable lector, en la Exposición Internacional de Artes Decorativas e Industriales de París, 1925, Rodchenko es responsable de construir el “Club Obrero”, lugar de ocio colectivo de los trabajadores, donde el confort propio de los clubes burgueses se sustituye por mobiliario funcional geométrico. Allí hay mesas y sillas para lectura de libros y periódicos y un espacio para el juego de ajedrez, cuyos diseños son muy lineales y están desornamentados de todo ringorrango superfluo.
Pues eso, que he disfrutado siguiendo paso a paso la exposición y que la recomiendo a quienquiera que esté interesado en el mundo de las vanguardias artísticas. Tampoco es necesario ser un experto, basta con tener unas nociones básicas previas y observar con detenimiento. Eso sí, lo allí expuesto choca con nuestra educación estética tan pequeño burguesa y adoncenada, acostumbrada a la expresión figurativa y al reflejo de la realidad con sus colorines convencionales. Pero merece la pena el esfuerzo.
¡Ah! Un par de fotos las he sacado de los catálogos, para ilustrar el texto. Nadie se lo tome a mal.