jueves, 29 de agosto de 2013

Jubilata en vacaciones, y V.- Fiestas patronales y cochambre.-




El improbable lector que haya seguido estas crónicas veraniegas me habrá oído hablar de la tranquilidad que se respira en este pueblo serrano, de los largos paseos por el monte y por los caminos aledaños, de la placidez y belleza que se respiran a las orillas del Lozoya y de otros pequeños placeres campestres, suficientes para colmar los deseos de sosiego, silencio y naturaleza de este jubilata en vacaciones. Pero desengáñese, no todo, durante este verano en el valle, iba a ser dar bucólicos paseos por robledales y dehesas viendo el apacible rumiar de las vacas u oyendo el murmullo de los arroyos en los pinares umbríos. En los pasados días de mediados de agosto hemos estado en plenas fiestas patronales, que es tanto como decir bullanga hasta las tantas de la madrugada en la plaza de la Villa, borracheras de tamaño natural, estallido de petardos con nocturnidad y alivios de vejiga alcohólica en los rincones más oscuros de nuestra calle.

Que a este jubilata le gusten el silencio y la soledad de los montes no significa que el pueblo soberano no tenga derecho a la fiesta. Faltaría más. Llegan las fiestas patronales, y Rascafría, hasta entonces plácido pueblo de vacaciones, se convierte en una máquina de ruidos fiesteros fuera de control. La plaza de la Villa, cada noche, es el lugar donde una orquesta, con mejor voluntad y empeño que destreza  musical, encabrita su megafonía a tope de decibelios desbocados, haciendo saltar en mil pedazos el sueño nocturno de los que estamos en edad de sopitas y a las once en la cama.

No sería eso tan malo, si al ruido no se unieran la juerga alcohólica – verdadero espíritu de la fiesta – y el incivismo en forma de basuras y orines por doquier. Aunque es algo que no debiera extrañar a este jubilata gruñón y malhumorado por la falta de descanso nocturno; no debiera extrañarle, digo, el indisoluble trinomio de alcohol, ruido y cochambre que vienen a ser la “Marca España” de toda fiesta celtibérica, y que es como la santísima trinidad de todo jolgorio que se precie en el solar patrio.

Hay, junto a una pasarela sobre el Artiñuelo, una estatua en broce, de tamaño natural, que representa a la Manola (“Puta”, le ha escrito en la espalda algún cabestro), una lavandera de este pueblo a la que dedicaron este homenaje, posiblemente porque era una mujer serrana trabajadora y popular entre los suyos. En opinión de este jubilata – opinión de poco peso – en la plaza de la Villa de Rascafría también debería levantarse un monumento a Julito, lo mismo que en la madrileña plaza de Jacinto Benavente hay otro dedicado a un barrendero de los de antaño. Julito es el barrendero municipal al que puede verse cada mañana con su traje de faena impoluto limpiando todas las basuras que el pueblo, en ejercicio de sus soberanas ganas de fiesta,  ha ido tirando al suelo a lo largo del día y la noche. No digo que, en estos días fiesteros, él solo se limpie las calles del pueblo, tarea imposible, pero sí que es representativo de los servicios de limpieza municipales y héroe silencioso y esforzado de la higiene pública, sin la cual este hermoso pueblo estaría más cerca de una gorrinera que de un poblamiento bípedos civilizados.


Y aunque al improbable lector, lo que digo a continuación, pueda parecerle de un naturalismo crudo, no lo dejaré en el tintero: nuestra calle, calle con pavimento de tierra, cada noche de fiesta, al amparo de la oscuridad, es el lugar al que podría llamarse, por puro recochineo, un ninfeo; pero no un ninfeo de aguas cantarinas al estilo de las fuentes romanas, sino de ninfas meonas y flojas de esfínter; porque aquí, en la tapia de nuestra casa, detrás de nuestro coche, vienen las mozas a aliviar su vejiga y dejarnos el presente del clínex húmedo y los humores acuosos de las partes del bajo vientre, cuando no los tampones higiénicos pringosos de...  Los mozos, por el contrario, parecen sentir debilidad por la tapia trasera del frontón, que les sirve de aliviadero de los repentes urinarios. También desde casa tenemos hermosas vistas sobre ese evacuatorio de las urgencias mingitorias del recio mocerío.

Algunas fotos testimoniales de tanta cochambre las tengo, pero ésta no es una bitácora escatológica y le ahorro al lector el desagrado de su visión. Con don Quijote diríamos aquello de Sancho hermano, huele  y no a ámbar. Aquí, en nuestra calle  Ibáñez Marín, para no insistir más, durante las fiestas huele a meo de alta graduación alcohólica.

Y eso por no hablar del pobre Artiñuelo, nuestro arroyo serrano cuyo cauce, tras los días de fiestas, se ha convertido en un basurero espontáneo. Ya se sabe de otras veces, el arroyo es la primera víctima del incivismo carpetónico. A él han ido a parar envases de chuches, de refrescos y cerveza, vasos de plástico, un palet de una obra, un banco desvencijado, un somier, restos de globos de los niños, un cepellón con las plantas arrancada al jardincillo, cartones, papeles…Y eso que, como ha escrito la alcaldesa en el programa de fiestas: Nuestras fiestas patronales 2013 se estrenan con el reconocimiento de Rascafría como el corazón del Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama, núcleo de la mayor riqueza medioambiental… Pues, por lo que se ve, al pobre Artiñuelo de poco le ha servido. Si se llega a colar una errata que dijera  merdoambiental, lo clava.

Sería injusto si únicamente hablase de incivismo. También estas fiestas son motivo para manifestaciones folclóricas y actos culturales. Existe aquí un grupo folclórico llamado La Trocha, compuesto por una rondalla y bailarines, que montan exhibiciones de bailes regionales y se acompañan con canciones populares. El día de fiesta grande bailaron ante la imagen de la virgen agosteña, que procesionan por las calles el pueblo, y danzaron un complicado paso de baile entrelazando las cintas de colores en torno a una vara tenida en alto. Este año, además,  han confeccionado trajes regionales en papel y nos han hecho una muestra de danzas charras salmantinas, jotas y seguidillas. Es curioso, porque prácticamente todas sus componentes son mujeres, quienes mantienen viva la tradición de las manifestaciones festivas de antaño.

En el salón de actos del Ayuntamiento ha podido verse una exposición de pintura organizada por la asociación cultural Luis Feito, de Oteruelo, donde se exhiben cuadros de tipo paisajístico, retratos y alguna abstracción figurativa. El valle del Lozoya siempre ha sido un acicate para la pintura paisajística de caballete, pero los plenaeristas no parecen abundar mucho por estos parajes. Debe ser que la fotografía digital ha convertido esta actividad artística en una antigualla.

El otro día, en la iglesia parroquial, el cuarteto vocal Ercolani  nos alegró el oído con un recital de madrigales amorosos del S.XVI. Un servidor, oídas las finezas de amor que los madrigalistas dedicaban a sus amadas, no conseguía hacerse a la idea de imaginar a Claudio Monteverdi cantándole Ch´ami la vita mia a una de esas mozas perfumadas en kalimocho que vienen a desaguarse, en cuclillas y con nocturnidad, junto a la tapia de casa. Ni, a esos efluvios de vejiga, yo me atrevería a llamarlos, según canta Giovanni Pierluigi da Palestrina, Chiare fresche e dolci acque.


En fin, en palabras de Pierre Certon, madrigalista francés: Je ne l´ose dire. No, yo tampoco me atrevería a jurarlo.

viernes, 9 de agosto de 2013

Jubilata en vacaciones, IV.- El Artiñuelo, un arroyo guay.-

Olmo cerca del collado de la Flecha.
Un servidor tiene debilidad por el Artiñuelo, eso que ni siquiera llega a río discretito y que en plena agostada se convierte en un hilo de agua cuando su cauce atraviesa el pueblo. En estos momentos, cuando escribo esta croniquilla vacacional, su murmullo entra por el balcón abierto y produce un sonido refrescante y apaciguador. Sé que en la capital mesetaria andan cerca de los 40 grados; aquí, al pie de casa, el Artiñuelo no solo nos regala su música acuática, también produce una corriente de aire fresco y húmedo y, si levanto la vista de la pantalla y miro hacia él, veo el trazo verde de la arboleda que crece en sus orillas, las ramas altas que se mecen con sosiego y hasta puedo imaginar las pequeñas truchas que nadan en sus pozas. 

Si a eso se añaden las campanadas que el reloj del ayuntamiento va desgranando con parsimonia, es como si hubiese regresado a aquellos años de infancia que pasé por estos lugares. Solo que ahora sí soy consciente de estos pequeños regalos que hace la naturaleza a quien  quiere apreciarlos. Entonces, niño, el paisaje era donde uno vivía, el medio donde se estaba sin cuestionar su valor estético, tan natural como el aire que se respira; ahora, adulto y jubilata, el paisaje lleva una gran carga de apreciación estética y subjetiva; uno ya no vive espontáneamente inmerso en él, sino que lo aprecia como un equilibrio que la naturaleza hace para mantenerse en su puridad frente a las agresiones de la especie humana que allí donde ve un lugar bello, ve una urbanización parcelable con la que especular económicamente.

Definitivamente, le he cogido cariño a este arroyo de montaña que se domestica en el trazo que cruza el pueblo. Domesticado y todo, este tramo tiene una belleza singular. Además de la vegetación de rivera que le es propia, como las salicáceas, fresnos y matorral, tiene unos chopos añosos, de piel arrugada por los años, servales de cazador, tilos, negrillos y algún madroño… Su cauce, a su paso por Rascafría, es un pequeño vergel.
A su paso por Rascafría

Visto su trazo en el mapa, desde su nacimiento al pie del Collado de la Flecha hasta su desembocadura en el río Lozoya, cerca del lugar que llaman Las Suertes, tiene una longitud de unos seis o siete kilómetros con un desnivel que va desde los 1.900 a los 1.100 metros (en términos aproximados). Tiene como tributario, en torno a los 1.600 m de altitud, al arroyo de la Cancha Redonda, el cual, en su cruce con la pista, luce los tejos más hermosos de estos contornos.
Una de las fuentes del arroyo

El otro día decidí que iba a subir hasta su nacedero, tarea ardua por lo abrupto del lugar y el matorral que es casi intransitable. Mi proyecto era modesto para un montañero, ya que pretendía atacar solamente el trazado superior, el que va desde la pista (a unos 1.600 m de altitud) hasta el pie del collado donde tuviese la fuente más alta.  Para ello tomé el camino que sube hacia el Reventón, que nace a la altura del polideportivo, hasta llegar al Carro del Diablo, donde tomé la pista hacia la derecha. Por cierto que este Carro del Diablo (una piedra caballera característica) a mí siempre me ha parecido una tortuga que soporta sobre su lomo un bolo achatado, como una esfera terrestre irregular. Por alguna razón que ignoro, me recuerda a la cosmogonía de alguna vieja cultura, en la que se representa al universo soportado por una tortuga primigenia.
El Carro del Diablo

Seguí la pista unos dos kilómetros hasta que ésta se cruza con el Artiñuelo. De allí, a huevo, tó p´arriba, por donde pude, entre cambrones, enebros rastreros y zarzas. En estos casos, seguir las huellas que abre el ganado es muy útil. Tienen la costumbre estos animales de abrir entre el matorral pequeños senderos discontinuos para sus desplazamientos en busca de pastos y para llegar a los arroyos a hacer la aguada. No son una autopista, pero ayudan a sortear la maleza y avanzar unos pasos.

Según las enseñanzas montañeras, uno debe alejarse del cauce de los arroyos, siempre enmarañados y muchas veces encajados entre rocas, y subir la loma, por lo general mucho más despejada. Así lo hice, con el arroyo a la vista, hasta llegar a los prados de altura, alomados y cubiertos de hierba jugosa. Lo demás era cuestión de zapatilla y resoplido cuesta arriba.
El Artiñuelo,visto desde la pista hacia abajo

Según se gana altura, el cauce principal se va estrechando y ya solo corre un hilillo de agua. Este arroyo, como cualquier río adulto, dispone de una cuenca acuífera surcada por una retícula de pequeños manaderos encharcados y arroyitos que van aportando caudal, de forma que la fuente más alta hay que considerarla la original. A lo mejor no es la que aporta más caudal, pero como convención resulta útil. Pero a la cumbre no llegué. El pepito grillo de la prudencia me hizo recordar que ando en edad provecta y artrítico de remos, y por aquellos andurriales no había más animal humano que un servidor, así que me eché monte abajo, hasta la pista.

Pista adelante, llegué hasta el cruce con la que sube a las Calderuelas y me entretuve un rato charlando con el bombero forestal que tiene allí una caseta de vigilancia (Collado Vihuelas es la denominación que dan a este punto de observación). Me dijo que era geógrafo de profesión y estaba con contratos de cuatro meses; o sea, este país dilapidando capital humano, del que andamos sobrados.
Puente  a la entrada del pueblo.

Bajé al pueblo a todo correr, aunque me paré un momento a saludar al roble centenario que hay al borde del camino. Como un servidor conoce estos andurriales, acorté pista –siempre un poco aburrida – atrochando, para entrar por el barrio de las Matillas, por el camino junto al Artiñuelo que pasa cerca de las ruinas del molino del Cubo. Por cierto que hay en un prado cercano un mostajo esplendoroso, que está catalogado como árbol singular.


No sé qué opinará el improbable lector, pero a este jubilata el Artiñuelo le parece un arroyo serrano de lo más guay. Es bravío en el monte, umbrío y agreste desde la vieja presa colmatada por los materiales de arrastre, doméstico y risueño mientras cruza el pueblo, y manso hasta su desembocadura en el Lozoya. Y eso es así, de su natural, sin asesor de imagen.