viernes, 21 de julio de 2017

Crónicas veraniegas e intranscendentes, 2.- callejear y oservar


Este jubilata, en su papel de cronista de nimiedades veraniegas, ha tenido la ocurrencia de levantar la vista cuando callejeaba por el pueblo y ha caído en la cuenta de que Rascafría es población donde convive y se amalgama un caserío dispar e incongruente, que engloba desde las típicas construcciones serranas – a veces abandonadas, semirruinosas, a veces rehabilitadas con dudoso criterio, pero siempre en franco retroceso – hasta las urbanizaciones de chalés unifamiliares con su parcela ajardinada de buen tamaño y piscina, que denotan el alto nivel económico y social de sus dueños.


Movido por la curiosidad, más que recorrer las calles al azar, lo que este paseante curioso ha hecho últimamente ha sido observar las distintas soluciones constructivas que se han dado a lo largo del tiempo. y lo primero que le choca es encontrarse con casas sin congruencia arquitectónica, pegadas unas junto a otras; a veces como encabalgadas, cuando no amputadas para que la nueva encaje sobre la vieja, en una mezcolanza de churras y merinas, con soluciones más atentas a la comodidad de sus dueños o a su dudoso gusto, que a mantener una cierta estética urbanística. El resultado, si se me permite el atrevimiento, es un totum revolutum arquitectónico que ha degradado, y mucho, la belleza y la personalidad de este pueblo serrano.

Quedan en pie algunas viejas casas serranas de tejado tendido a dos aguas, con sus paredes de mampostería enfoscadas y sus armazones de madera, con sus buenas tejas árabes, sus pequeñas ventanas a baja altura, que sobreviven al abandono o han sido rehabilitadas con añadidos actuales en un híbrido desmañado. 


Abundan esos chalés adosados,  especie de estilo que podríamos llamar seudo rural seriado, tan del gusto de los urbanitas que buscamos casas de precio asequible a las clases medias, comodidad ciudadana y casticismo de pueblo. Todo lo cual no dejara de ser una adaptación a la necesidad de los tiempos, con criterios de pura utilidad y olvido de los valores estético/urbanísticos tradicionales.

Pero es que, además, hay por ahí alguna mal llamada “urbanización”, cutre, molesta a la vista y de construcción deleznable, que debería constar en el primer capítulo de una antología del disparate urbanístico para general vergüenza y escarmiento. Y puestos a ser estrictos, a sus promotores debería habérseles reclamado judicialmente daños y perjuicios por la escabechina cometida en el paisaje, además de acusarlos de rufianismo al prostituir, por puro interés de sus bolsillos,  el noble arte de la arquitectura. Y eso con el agravante de haberse perpetrado el daño en un parque natural. Y no señalo. Dese el lector, si viene a Rascafría, una vuelta por ahí y ya verá…

Este jubilata, que tiene sus pequeñas manías de esteta, tampoco es que quiera que la capital del valle sea un museo viviente de viejas construcciones serranas, donde sus habitantes vivan como hace un siglo. No. La economía pecuaria y de subsistencia, de tiempos pasados, ha dado paso a un nuevo sistema productivo y de sociedad que requiere otras soluciones habitacionales. Pero, coño, eso no justifica los chafarrinones urbanísticos. Es que este jubilata querría ver bien conservadas las viejas casas serranas que aún quedan en pie, sus cercados y pajares, y un cierto orden urbanístico que diese armonía al conjunto del pueblo.


Pero el chafardeo durante decenios arrejuntando ladrillos por barrios y callejas, según los intereses del momento y de cada época, no hay quien lo arregle, así que mejor habituarse a la superposición de estilos y el desbarajuste callejero. 

De todas formas, no debe hacerse mucho caso de las rabietas de quien esto escribe. El visitante puede disfrutar de la personalidad de sus dos plazas centrales, la de la Villa con su hermoso ayuntamiento neomudéjar, y la de España, con su tilo central allí donde estaba la tradicional olma que mató la grafiosis, en torno a las cuales gira la vida de esta villa serrana.

Para no ponerme pesado y exquisito con arrebatos de esteta en chanclas, contaré al improbable lector que un servidor, cuando montan el mercadillo, acostumbra a ir a charlar con un señor marroquí que arma su tenderete de baratijas y adornos femeninos y tiene sus ribetes de filósofo  epicúreo. “Toma, una calavera”, me ofreció como presente cuando me acerqué a su puesto. Me puso en la mano una figurilla del tamaño de un garbanzo, pero de un imposible color morado. “Toma, unos pistachos”, correspondí yo, ofreciéndole un puñado de los que acababa de comprar. 


Volvía yo con mis arreos de andar por el monte y le pareció un placer sutil el hecho de que hubiera descabezado un sueñecito bajo un roble, en mitad del bosque. Según él dice, debemos ser bastante semejantes en nuestra apreciación de la vida y la valoración que hacemos de los bienes materiales. No es tanto – según él – la abundancia de posesiones, como el disfrutar de lo que tengamos, sea mucho o poco.

Y, para colmo, debe tenerme en muy alta estima estética, pues da por supuesto – y no le desengaño – que vivo en una casita baja, con jardín, donde yo monto mi caballete de pintura. Me hace tanta ilusión verme imaginado como un Monet que no quisiera sacarle de su error. Ya es bastante dura de por sí la puñetera realidad, aguantando los despropósitos y los atropellos urbanísticos cuando callejeo por el pueblo. Un poquito de autoengaño también ayuda a sobrellevarlo…

lunes, 10 de julio de 2017

Crónicas veraniegas e intrascendentes, 1.- Entre el aislamiento y la noticia.


Estas vacaciones serranas, en la  primera quincena de julio, recuerdan a este jubilata tiempos pasados, cuando en los pueblos de veraneo no había más que lugareños dedicados a sus quehaceres del agro, y algunos veraneantes que ponían la nota exótica de gente de ciudad con pocas habilidades para adaptarse al medio rural. Unos y otros formaban dos comunidades bien diferenciadas que compartían, por pocas semanas, el mismo medio y se desenvolvían en él de acuerdo con sus respectivas capacidades sociales, de forma que el espécimen de asfalto se comportaba con un cierto aire de superioridad por ser elemento de ciudad, mientras que el de pueblo hacía su agosto a costa de los veraneantes, subiendo los precios de las tiendas y bares. Eso sin contar las patatas, sandías y tomates que la señá Andrea (o la Antonia, o…) les vendía en la puerta de su casa, pesadas en romana y menguadas de peso.

Lo cual se dice aquí no porque Rascafría (donde veraneamos desde hace varios años) sea pueblo estancado en tiempos de ganaderos y agricultores, que ni mucho menos; es pueblo de maneras capitalinas que vive más del turismo y la hostelería que de pasadas explotaciones ganaderas o madereras, de cuando la serrería de los Belgas. Se dice, más bien,  porque estamos en días de tormentas veraniegas que nos diluvian calles, carreteras y caminos, de forma que el turista-masa se toma un respiro antes de atreverse a abrir el chalé adosado, desparramarse por las Presillas o invadir con sus coches y residuos los aledaños de la  carretera que atraviesa este parque natural de Guadarrama.

Decía, pues, que este jubilata, valiéndose de la climatología adversa, se había forjado unas ficticias vacaciones rurales, desconectadas de los agobios asfalteños, dedicadas a las paseatas por caminos del valle y a las lecturas atrasadas: esas que uno se había hecho promesa de hincarles el diente nada más tener el libro a mano, pero que las múltiples ocupaciones que padecemos los instalados en las clases pasivas nos han impedido acometer. Pero a pesar del aislamiento tan deseado, resulta imposible sustraernos a las influencias del mundanal ruïdo, y eso precisamente por culpa de las lecturas, que son la ventana por donde el vocerío del mundo entra en nuestro confortable aislamiento.

Y, a modo de ejemplo, este botón puede servir de muestra, aunque el improbable lector lo vea como una banalidad indigna de persona seria y añosa, como se le supone ser al autor de esta crónica. Pero sepa que el asunto está sacado de las páginas de economía de L´Express, semanario francés que se tiene por muy respetable. Pues el caso es que en Le cahier économie, bajo el epígrafe Innovations, se pone en conocimiento de los lectores que la firma Spartan, start-up financiada de forma participativa, acaba de lanzar unos calzoncillos que bloquean las ondas electromagnéticas a fin de preservar la fertilidad masculina. Una lástima que llegue con tanto retraso – pensé al leer lo del invento este –, porque a algunos ya en edad provecta no nos va a resultar de mucha utilidad, ya con nuestros espermatozoides macilentos, así que seguiremos usando el slip abanderado de toda la vida.

Y no debe ser cosa de marketing lo de la protección del gonadario masculino ante los ataques electromagnéticos ya que  su eficacia ha sido certificada por el laboratorio MET de los USA, quien garantiza que el hilo de plata con que están tejidos protege de las ondas en un 99%, aparte que es antibacteriano y confortable por estar entretejido con el tradicional algodón. Unos gayumbos high-tech que hacen juego con el Smartphone, a la vez que te preservan de las perniciosas ondas que éste emite cuando lo llevas en el bolsillo del pantalón.

Claro que otros asuntos de más calado cultural entran en nuestro discreto vivir de veraneantes, y nos elevan varios peldaños sobre nuestra mediocre existencia. Y es que, como cada verano, la Comunidad de Madrid organiza Clásicos en Verano (va por la XXX edición), y acerca a los pueblos serranos la música clásica y pone ante nuestra vista y oídos a jóvenes intérpretes.

Aquí, los de casa hemos asistido a alguno de los conciertos que han tenido lugar en el monasterio de El Paular. En su antiguo refectorio, bajo el gran lienzo de La Última Cena, copia de otra de Tiziano para el Escorial, por Eugenio Orozco en el S. XVII, un jovencísimo chelista, Alfredo Ferre. Este maestro en ciernes tuvo a bien maravillarnos con la interpretación de la Suite para violonchelo solo nº 6, de Nuestro Padre el divino Bach, así como sorprender nuestra ignorancia con los Preludes para violonchelo solo op. 100, de un desconocido – de ahí nuestra sorprendida ignorancia – Mieczyslaw Weinberg, músico polaco de origen judío, quien sufrió todas las miserias que los nazis infringieron a los de su generación.  Y en la iglesia parroquial de Rascafría,  el dúo Ashan Pillai – Juan Carlos Garvayo, nos ofrecieron una interpretación de viola y piano con sonatas de Glinka, Mendelssohn y Brahms con las que nos relamimos de gusto estético.

Así, debidamente culturizados en esta segunda semana de julio, regresamos a nuestros quehaceres y aficiones veraniegas. Que no son pocas, aunque eso sí, más bien intranscendentes. Como es, por ejemplo, pasear por la finca de los Batanes, bajo el bosque de Finlandia, viendo cómo novias de publicidad, con sus arreos de vestido blanco y velos de tul ilusión, van hasta el estanque a hacerse las fotos para las revistas de moda, acompañadas de su corte de fotógrafos que les sugieren tal o cual pose. Faltos de imaginación, los publicistas siempre eligen el mismo rincón verano tras verano, olvidando que por estos parajes hay lugares tanto o más bellos que aquél.

Sin ir mucho más lejos, allí al lado, este jubilata se suele acercar a una acequia donde descubrió el otro día el cazadero – o a lo mejor, el pescadero – de una culebra de agua, donde nadan bastantes alevines que deben servirle de alimento. Un par de veces la he importunado con la punta del bastón para ver cómo se revuelve allá en el fondo del agua, y ahora, en cuanto me siente llegar, se esconde bajo las piedras. La cosa no tiene nada que ver con las novias de publicidad que se retratan allí cerca, con músicas celestiales o con lecturas insólitas, pero se cuenta aquí para que el improbable lector vea que jubilata y todo, un servidor sigue teniendo reminiscencias de crío de pueblo.


La culebra, eso sí, debe estar bastante mosqueada…

sábado, 1 de julio de 2017

Por los tejados.-



Comenzamos el veraneo, así que mejor os dejo aquí un cuento de infancia para tomarse los calores venideros con un poco de calma. El cuento dice tal que así:

La última vez que me subí al tejado de casa rompí tres tejas. En casa mi madre dijo que habían sido cinco, pero no era verdad. Las otras dos ya estaban rotas. Pero ya se sabe cómo son los mayores, que siempre quieren tener la razón. De todas formas, los zapatillazos de mi madre me los llevé igual,
tanto si habían sido tres como cinco.

– Hartita me tienes, todo el día en el tejado - dijo tras el zapatilleado.

Mi amigo Roque me dijo que, ya puestos a recibir estopa, mejor por cinco que por tres. Pero las cosas son como son: yo sólo rompí tres tejas, las otras dos estaban rotas y bien rotas. Si el michino que teníamos en casa pudiera hablar, seguro que me daba la razón. El michino, para que se sepa, era el gato de casa, que se pasaba el día por los tejados cazando gorriones.

Yo también solía andar mucho por los tejados, pero mi cacería era de otro tipo. Por aquel entonces, yo andaba por los 13 años y más enamorado que un gato en febrero. Y a quien sí rompí muchas tejas fue al padre de Elvirita. Elvirita se llamaba la pajarita que a mí me gustaba. Tenía un año más que yo, una carita tersa como piel de manzana y unas teticas que ya apuntaban maneras. Vivía en el callejón que hay detrás de mi casa. Me la cruzaba cuando yo iba camino de la escuela y ella al taller de corte y confección. Al verme mirarla como un bobalicón, se reía igualito que una alondra, apretaba el paso y se contoneaba con promesas de mujer. 

Elvirita tenía dos hermanos mayores que eran dos bigardos y me daban patadas en el culo si me veían rondar por su calle. De ahí lo de gatear por los tejados: necesidad obliga. Me subía al tejado por la tapia del gallinero y recorría a cuatro patas la distancia de mi casa a la suya, hasta situarme encima de su corral. Allí me quedaba observando, en el alero de encima de las cuadras. Yo la veía trajinar en las pequeñas tareas domésticas, propias de las chicas de pueblo en aquellos años. Lo que más me gustaba era verla tender la ropa. Como no llegaba bien a las cuerdas, Elvirita se empinaba todo lo que podía y se le subían las faldas hasta medio muslo. Yo, en el séptimo cielo, maullaba de gusto. Pero tanta dicha tenía efectos contraproducentes.

Lo digo porque aquellos muslos sonrosaditos de hembra en ciernes –que yo acariciaba con la mirada– me producían vértigo. Perdía el sentido y tenía que agarrarme con fuerza a las tejas para no caer. Me aferraba con tantas ansias que, a veces, arrancaba alguna teja de su sitio. La teja se deslizaba alero abajo y yo me quedaba con el alma el vilo viéndola resbalar. Si había suerte, la teja quedaba a medio colgar en el canalón; si caía al corral de mi vecino, hacía mucho ruido y Elvirita se asustaba, soltaba el cesto de la ropa y se metía en casa corriendo. Su padre salía dando voces a ver qué pasaba, echaba mano a la purridera y amenazaba con ella, mirando hacia el tejado. Yo, ni respiraba del susto. “Jodidos gatos”, refunfuñaba él antes de meterse en casa. Si en vez del padre salía alguno de los hermanos, era peor, porque cogían piedras y las tiraban al tejado. Yo, entonces, me pegaba contra las tejas todo lo largo que era y me estaba quieto, quieto. El corazón se me salía por la boca a puro desbocado que estaba.

De regreso hacia la tapia del gallinero de casa, solía cruzarme con el michino. Yo iba medio arrastras, moviendo tejas, mientras que él parecía caminar sobre algodones.  Recuerdo que cruzábamos nuestras miradas y yo veía en la suya reproches. Por mi culpa, los pájaros habían volado a los tejados de la otra calle. Ese día no cobraba pieza y  el pobre gato tenía que comer las sobras que le echaba mi madre, si es que sobraba algo.

El día que rompí las tejas de casa no se  me olvidará. Según costumbre, después de la escuela trepé al tejado del gallinero y fui gateando hasta el de las cuadras de casa de Elvirita. Era finales de mayo, el verano venía adelantado y hacía calor. Como tantas otras veces, Elvirita estaba tendiendo ropa. Solo que esta vez, por el calor, andaba con una camiseta de tirantes. A cada vez que se agachaba para coger una prenda, se le ahuecaba la camiseta y yo veía sus tetillas, como dos burujos sonrosados que parecían dos melocotones en sazón.

Absorto en mi contemplación, no me di cuenta que el michino estaba a mi lado. Se ve que ese día se le había dado mal la cacería y la tomó conmigo. Lo cierto es que me dio un zarpazo en una oreja y yo, tumbado en el borde del alero, perdí el equilibrio y caí al corral. La  costalada contra el suelo fue de aúpa. En mi caída arrastré una buena docena de tejas. Caí a los pies de Elvirita. Ésta empezó a gritar como una histérica. Al ruido del golpe, de las tejas rotas y de los gritos, aparecieron el padre y los hermanos.

– Cogedme a ese gato, que lo capo – les gritó el padre al verme.

Aún no sé cómo lo hice. Me puse en pie como un resorte, trepé por las bardas del corral, me encaramé al tejado y no dejé teja sana de allí a casa. Según me descolgaba por el gallinero, arranqué tres tejas, más dos que se vinieron de propina. Mi madre, que lo vio, se quitó la zapatilla… En el alero, el michino se atusaba los bigotes.

Ahora soy un hombre de ciudad. Cada verano que vuelvo al pueblo, pido las llaves al cura y subo a la torre de la iglesia. Desde allí veo los tejados y las callejuelas intrincadas. A veces, alguna muchacha se asoma a la ventana y me parece reconocer en ella a Elvirita, mi amor de infancia. Pero no la busco a ella. Busco mi infancia lejana.