sábado, 20 de mayo de 2017

Por tierras del Cáucaso: Armenia.-


Si el viajero recién llegado al país quiere entender la idiosincrasia del pueblo armenio, será bueno que, una vez en su capital Yerevan, haga algunas visitas. Suba primero al Parque de la Victoria. A sus pies está la ciudad; a lo lejos, el inconfundible perfil de la montaña sagrada de Ararat (5.165 m de altitud), pero que está del otro lado de la frontera con Turquía, un vecino inquietante. 


Al pie de la descomunal estatua levantada en tiempos soviéticos a la Madre Patria, varias piezas de artillería, un tanque T 34, un lanzamisiles Katiusha, diverso material blindado y hasta un avión MIG, todo ello apuntando a Turquía. El viajero sabrá que Armenia formó parte del imperio otomano y su población fue sometida a exterminio, y entenderá el porqué de todo aquel material bélico – obsoleto pero simbólico – apuntando a su temible vecino del sur.

Pero no acabará el visitante de entender ese rencor hacia el vecino turco, a menos que vaya a un cerro próximo donde levantaron el Memorial del Exterminio Armenio, y lo visite. El memorial está formado por un largo muro de basalto, un obelisco puntiagudo, hendido en dos y simbolizando la Grande y la Pequeña Armenia, doce enormes paneles de obsidiana inclinados en círculo en torno a la llama eterna y un edificio que apenas sobrepasa el nivel de calle de la explanada, también en piedra negra. 

En su interior pueden verse documentos y fotos de la represión ejercida sobre el pueblo armenio por parte del sultán Abdul Amid II el Sanguinario, en 1894, (unas 300.000 personas, lo más granado de su sociedad) y del gobierno de los Jóvenes Turcos, iniciado en 1915. El número exacto de exterminados se desconoce, pero se estima en torno a los dos millones y medio de personas, asesinados masivamente u obligados a marchas forzadas en las que morían a miles debido a la falta de alimentos y a causa de la extenuación. Turquía nunca ha reconocido la planificación de este genocidio, aunque los interesados lo pueden documentar.

Este pueblo, que en sus momentos de gloria se extendió desde el mar Negro al Caspio, hoy no tiene salida al mar. Enclavado entre el imperio ruso (zarista primero, soviético después), el imperio otomano y el imperio persa (actual Irán), ha tenido distintos dominadores, según los avatares históricos, y ha vivido una diáspora por todo el mundo. Su lengua y su religión han servido de aglutinantes.

A lo mejor, al lector curioso que viaja por el texto que tiene ante sus ojos, le gustaría que el viajero le hablara de cuestiones más turísticas y de mas entretenimiento como había en Yereban, pero si tiene un poco de paciencia, acompañará a este jubilata a una breve visita  al museo de Matenadaran. Este lugar es el archivo vivo de la lengua armenia, pues se recogen en él 18.000 de los 30.000 manuscritos que existen en el mundo en alfabeto armenio. 


Este alfabeto fue inventado por Mesrop Mashtots en 406. Según mis notas, el matenadaran equivalía al scriptorium  de nuestros monasterios medievales, donde se transcribían y recogían los saberes de la época. Actualmente, el museo forma parte del Programa Memoria del Mundo, de la UNESCO, y es la memoria nacional de este país. Como ve el improbable lector, hemos despachado el asunto de un par de plumazos, pero había que visitarlo si uno quiere comprender la idiosincrasia del pueblo armenio.

Y respecto al aglutinante religioso, el viajero no puede ignorar la existencia de la Iglesia Apostólica Armenia,  bajo cuya obediencia espiritual están todas las comunidades de la diáspora. Para eso, nada como acercarse a la catedral de Echmiadzin, residencia del katolicós o papa de la iglesia armenia. Sus primeras construcciones comenzaron a poco de que el cristianismo se convirtiera en religión oficial del reino en 301. 


El curioso viajero, que ve el mundo a través de los anteojos de un prudente escepticismo, no puede dejar de comparar esta residencia del máximo representante de la iglesia armenia con la del pontífice romano y debe reconocer que aquí no hay la magnificencia y riqueza escandalosa  del Vaticano.

Y si el viajero se para a observar las reliquias aquí conservadas, no deja de llamarle la atención la lanza de Longinos que, según la tradición evangélica, atravesó el costado del Cristo. La forma romboidal plana del fierro, con una cruz incisa en medio, le dan a uno que pensar. Más si recuerda que los legionarios del tiempo de Augusto usaban un pilum, pequeña lanza arrojadiza, con un vástago de madera unido a una varilla metálica rematada por una punta piramidal. Pero ellos están tan seguros de su autenticidad que, según nuestro guía Edgar, nunca han querido someter la pieza a la prueba del carbono 14 para datar su antigüedad. Total, si es la auténtica, para qué pararse en comprobaciones…, deben pensar con la convicción que da la fe de carbonero. Y otro relicario de gran veneración, un trozo de tabla del arca de Noé, varada en el cercano monte Ararat. El poema en tablillas sumerias del diluvio de Gilgamehs, S. XIV a. C, o el relato caldeo que lo sitúa en los montes Zagros no parecen inquietar su creencia en el relato bíblico.

Pero no creas, lector paciente, que aquí se te va a hablar de San Gregorio el Iluminador, fundador el cristianismo en estas tierras, pero sí un poco de santa Hripsimé – cuya iglesia visitamos –, que formaba parte de un grupo de 37 vírgenes cristianas que huyeron del acoso sexual de Dicleciano; y algo hay que apuntar del rey Tirides III, quien también se encaprichó de la santa moza, cosa usual entre los antiguos reyes y los modernos eméritos. El asunto fue que a los poderosos o les satisfaces los caprichos o te las hacen pagar, de dónde el martirio de todas ellas, menos una, santa Ninó que huyó a Georgia, país que evangelizó. Y habla la leyenda piadosa de la grave enfermedad que sufrió el rey como castigo a su maldad y de cómo San Gregorio el Iluminador, que llevaba trece años encerrado en una mazmorra por orden del rey (una cuestión de guerras entre familias poderosas y venganzas) fue y lo sanó. Éste, agradecido, se convirtió al cristianismo y destruyó los templos paganos.  

Lo cual es una pena, porque solo queda un templo pagano en toda Armenia, el de Garni. Es del S. I de nuestra Era, de estilo grecorromano, con un peristilo de 24 columnas jónicas, dedicado a Mitra. En su interior, un flautista nos regaló algunas melodías armenias. El instrumento, al que llaman duduk, está hecho de madera de albaricoquero y es uno de los signos nacionales. Próximas, unas termas romanas, pertenecientes a un complejo palacial del que se conservan el templo helenístico y la base de un palacio sobre el que se construyó un tempo copto de planta de cruz griega. Todo ello sobre un gran cañón que ha labrado el río, y en los escarpes, frutales en plena floración poniendo una mancha de color rosado sobre unas tierras agrestes.

La visita a Armenia dio mucho más de sí, pero a lo mejor, en una nueva entrada del blog hablaremos de ello…

domingo, 7 de mayo de 2017

Por tierras del Caucaso.- Georgia, II



En días previos al viaje por esas tierras a medio camino entre Europa y Asia, andaba este jubilata leyendo un librito de puro entretenimiento: Viajeras intrépidas y aventureras, cuando me tropecé con esta cita de Carmen de Burgos Colombine: “No comprendo la existencia de personas que se levantan todos los días a la misma hora y comen cocido en el mismo sitio. Si yo fuera rica no tendría casa. Tendría una maleta y a viajar siempre”.

De Carmen de Burgos ya tenía este jubilata alguna noticia a través del curso Uned Senior de Literatura y tertulias literarias, y sabía que era mujer de mérito. Nacida en el S. XIX, fue la primera periodista y redactora que ejerció como tal en España, lo que dice mucho de su afán por superar las limitaciones que la sociedad imponía a la mujer en su tiempo. Su espíritu rompedor y adelantado a la época siempre me ha llamado la atención. De haber podido viajar, seguro se hubiese venido con nosotros hasta el Cáucaso y hubiera contado sus experiencias en el Diario Universal, que dirigía Augusto Figueroa. De ella me acordé mientras nuestro autobús daba saltos por aquellas carreteras tan bien provistas de baches.

Describir la sociedad y las formas de vida del pueblo visitado no suele ser tarea fácil para el viajero. Primero, porque recorre tantos lugares y con tantas prisas, que echa en falta el necesario reposo para la observación; en segundo lugar, porque el conocimiento del medio le llega a través de un guía – en este caso, nuestra inestimable Maia – quien mediatiza la información, dando una visión apta para turistas que sientes curiosidad pero tampoco quieren complicarse mucho la vida. Sea como fuere, algunas impresiones anotadas a vuelapluma:

La mayoría de la gente vive en Tblisis (casi la mitad de la población total), dedicada al sector terciario y la administración. De la industria, lo que llama la atención al observador son las grandes fábricas del periodo soviético abandonadas ante el cambio de paradigma económico, pues una economía de uso, con manufacturas hechas para durar (los Lada rusos aún andan por las carreteras, y aquí no soportarían un paso por la ITV), no puede competir con una producción masificada para el consumo, con obsolescencia programada. Pero eso el improbable lector ya lo sabe.

La población que no se concentra en ciudades vive en el campo dedicada a agricultura y ganadería. Mientras viajamos hacia la región vinícola de Kakheti, atravesamos las tierras montañosas de Gombori, y los pueblos que vimos al paso, agrícolas, presentaban un cierto abandono, con casas cerradas, semiderruidas, algunas fincas abandonadas. El viajero supone – no lo sabe con certeza – que el clima, en esta zona montañosa, no ayuda y la gente ha emigrado a la ciudad en busca de oportunidades.

En una entrada anterior se habló de la importancia que la Iglesia ortodoxa y apostólica georgiana tiene en estas gentes. Pasamos ante la residencia del patriarca ortodoxo, actualmente Hilia II, y aquí es donde las explicaciones de nuestra guía pusieron en evidencia la estrecha relación entre religión y nacionalismo. Frente a la dominación  rusa – primero zarista, después soviética – la religión se convierte en una trinchera desde la que se ha defendido la identidad nacional. De hecho, el viajero ya se ha dado cuenta desde los primeros días de estancia en el país, que los monumentos históricos a visitar serán monasterios e iglesias, y que no encontrará ni un museo abierto porque estamos en semana santa y son fiesta de guardar.

Quizás, para recordar que estas tierras están vinculadas a la expansión de las colonias griegas hasta el mar Negro, conviene recordar la expedición de Jasón en busca del vellocino de oro y que le llevó hasta la Cólquide. Según cuentan, con su barco Argos remontó el río Ni (nombre actual), hasta llegar a la corte del rey Eetes (hoy la ciudad de Kutasi, segunda en importancia de Georgia y sede del parlamento). Según dicen por estas tierras, lo del vellocino de oro tiene una base de realidad, ya que en los ríos auríferos, los naturales acostumbraban a introducir pieles de cordero en su lecho para que entre los vellones se fueran depositando las arenas auríferas. Este jubilata no puede confirmar la certeza del viaje, pero cuenta lo que, entre otros autores antiguos, dice Apolonio de Rodas en Las Argonauticas y lo que dice la tradición local.

Nosotros, argonaturas a la moderna, en un bus alemán confortable, atravesamos la sierra de Gombori para entrar en la región vinícola de Kakheti. Esta sierra es una cadena montañosa cuyo pico más alto alcanza los 3.500 m. actúa como divisoria entre los ríos Alazani y Iori y es como una presierra previa al Gran Cáucaso que hace frontera con Rusia por el norte.

Dice la guía (quizás un poco exageradamente) que en Georgia se producen 500 variedades de uva y pondera la calidad de sus vinos. Está en su casa y hace bien. En esta región de Kakheti se sigue elaborando el vino al modo tradicional como hace ocho mil años, emparentado la tradición vitivinícola con el mismísimo patriarca Noé. La uva se pisa o prensa, se maceran juntos el mosto y el hollejo y se fermenta en tinajas de barro. Es vino para consumir en el año y no se puede embotellar. A este proceso tradicional la UNESCO ha reconocido como patrimonio  cultural inmaterial de la humanidad. Solo que ese procedimiento artesanal se lleva haciendo por tierras manchegas desde hace siglos y los lugareños lo llaman “vino de pitarra”.

No debe el viajero contar todo lo que hizo y vio en este viaje, no sea que el lector le tome por presuntuoso y le mire con ojeriza. Como experiencia curiosa, sepa que comimos en Gremi, en la casa de una familia campesina. 
Tanta variedad de platos: ensaladas, verduras, carnes, con distintas sazones, todo rico y abundante, regado con vino de pitarra de la cosecha familiar. A los postres, buena repostería, acompañada de coñac georgiano y chacha, aguardiente destilado por ellos. Antes de los postres, una de las niñas de la familia nos interpreta una pieza al violín. Después, una nena de unos 8 años, también toca su violín entre las interrupciones a puro aplauso de los componentes del grupo, entre los que ha ido haciendo efecto la chacha local y les ha puesto eufóricos. Resulta que una de las hijas de la familia estudia cocina en la Basque Culinary Center – dicho así por aquello del prestigio internacional – de San Sebastián, para que se vea qué pequeño es el mundo. Es motivo suficiente para brindar con aguardiente por la confraternización universal a través de la gastronomía. El grupo, en agradecimiento, le canta a la familia la cruz del Gorbea, las mañanitas y adiós con el corazón. Una foto colectiva, muchas risas de graduación alcohólica y al coche, que queda mucho por correr y visitar.

Por seguir con el espíritu del padre Noé, tan patriarca de estas tierras, en Velistsije paramos a visitar unas bodegas de unos 300 años de antigüedad, que llevan el nombre de la dueña, Numiri. En el sótano se conservan abundantes tinajas en barro cuyas bocas se ven en el suelo de la planta de calle. Nos explican cómo se hacía la limpieza de su interior antes de llenarlas con el vino nuevo. Tiene la bodega una planta superior donde su dueña ha ido acumulando todos los objetos que ha debido encontrar por la zona. 


Una especie de museo etnográfico un poco sin orden ni concierto, pero vistoso: muebles, alfombras, viejos televisores de tubo, una colección de trompas y tubas de cobre, fotos, planchas de carbón… y todo lo que el curioso puede y no puede imaginar. De despedida una degustación de los vinos del lugar que se acompañan de queso blando muy salado para estimular las ganas de beber, y ese pan tan sabroso que hacen en este país.

Más, más lugares visitamos en este viaje georgiano, no se vaya a creer el improbable lector, pero no conviene abusar de su paciencia, y por eso lo dejamos aquí.