viernes, 24 de diciembre de 2021

El antígeno de navidad.-


-Quién da la vez… - pregunté en la cola. – Servidora, me respondió una señora que estaba con el carrito de la compra. Acababa yo de llegar a aquella farmacia que hacía el número n + tropecientos de todas las ya recorridas. Dominado por la última histeria colectiva, yendo de cacería del test de antígenos que regala graciosamente la Comunidad de Madrid a sus súbditos, me había recorrido todas las farmacias del barrio y aledaños. Incluso intenté sobornar a nuestra farmacéutica habitual, quien, aparte de ponerse muy digna, se le había acabado la remesa.

Andaba yo con prisas porque tenía que ir a Ahorra Más a comprar los langostinos de navidad y otros mandados para el avituallamiento doméstico, según la nota que me había pasado la mi santa. Estábamos invitados a cenar fuera de casa y, sin el certificado de vacunación y la prueba negativa de antígenos, la familia te repudia incluso en las más entrañables fechas navideñas. Así que aquella farmacia era mi última oportunidad.

-Señora – le dije – le compro la vez. – Verdes las han segado, respondió. Y me dio ostensiblemente la espalda. – Le regalo tres mascarillas quirúrgicas – insistí. Nueva negativa. – Le canto un villancico tradicional – volví a insistir. Yo estaba dispuesto a cualquier humillación por conseguir un palito de esos. – Esto empieza a ser un acoso – replicó ella, ya francamente incómoda. 

Me resigné a esperar.

Después de todo, no era la primera vez que hacía una cola. En Doña Manolita pasé cinco horas haciendo cola para comprar un décimo del número capicúa que me salió en el tique de la frutería el día 22 de noviembre. Una premonición que no podía fallar. Solo que los premios gordos salieron en la estación de Atocha y la red ferroviaria se encargó de desperdigarlos.

También he hecho una larguísima cola en Ipanema, la panadería de por cerca de Arturo Soria, donde es fama que hacen los mejores roscones de reyes. Aunque cuando me tocó la vez, ya se habían agotado y tuve que llevarme una chapata por no perder el viaje. Y en el Lidl, donde el antiguo cine Canciller, cuando pusieron a la venta una partida limitada de turrones variados en oferta que, si comprabas el lote entero, te ahorrabas 5 €. Y hasta he hecho cola delante del quiosco de la ciega en la plaza Virgen del Romero, donde es fama en el barrio de que tiene mano de santa para dar rascas.

O sea que por hacer cola no era, que, sin ir más lejos, en la charcutería del Ahorra Más la hago cada vez que alguien delante de mí pide 200 gramos de jamón de recebo cortado a cuchillo, 150 gramos de chorizo de Cantimpalo en lonchas finas, otros 150 gramos de queso en barra Aldi para sandgüiches, otros 150 gramos más de jamón de york en oferta…

Pero eso no es lo mismo que ir a por un test de antígenos de regalo de la Comunidad de Madrid, cuyos próceres miran tanto por la salud pública como por el bienestar y la felicidad social, cuando llenan de terrazas las aceras para que el pueblo madrileño tome sus birras sin mascarilla, pero en libertad, y no como esos comunistas que etc., etc.

O sea, que no es solo porque la familia te repudie en la entrañable cena de Noche Buena. Es también por no hacerles el feo a los políticos que se desviven por el bien público, quienes, al comenzar la pandemia el año pasado – cuando salíamos a la ventana a cantar el “Resistiré” –, nos regalaron una mascarilla FFP2 y ahora nos regalan el test de antígenos salvador.

Me temo que esta, a pesar de todo, entrañable noche de navidad, tendremos que pasarla la santa y yo solos en casa. Ya hemos sacado los langostinos a descongelar, pondremos uno volovanes con ensaladilla rusa del súper y adornaremos la mesa con velitas de la tienda del chino de la esquina. No faltará detalle porque hasta pondremos en el tocadiscos el villancico de la Negrina, ese que dice San Sabeya Gugurumbé, esa ensalada de canciones populares de Mateo Flecha el Viejo.

https://www.youtube.com/watch?v=g_zrLRJs5Pg

Y, si no es esta navidad, será la próxima cuando consigamos el ansiado test de antígenos y celebremos en familia extensa las ya dichas fechas entrañables, cava extremeño incluido. Porque, como decían cuando yo era niño: hay más días que longaniza.

 

lunes, 13 de diciembre de 2021

La belleza de lo sencillo. -

 


El caso es que este domingo pasado he ido, por causalidad, a ver una exposición de Giorgio Morandi a la fundación Mapfre. También es cierto que la visita estaba prevista en mi apretada agenda de jubilata ocioso, pero no para tan pronto. La culpa fue del transporte público, que me hizo perder mucho tiempo y me obligó a cambiar de planes sobre la marcha. 

Porque eso de cambiar de planes en  un visto y no visto es lo que tenemos de bueno los mayorones ociosos; o sea, que somos muy versátiles a la hora de tomar decisiones y capaces de navegar incluso con el viento de proa. Dicho queda a modo de justificación del por qué de esta visita improvisada.


Pues eso. Morandi es, con sus estantes de botellas alineadas, sus tarritos, sus vasos, sus floreros y demás poterie, reproducidos con mínimas variantes hasta la saciedad durante años, un remanso de paz tras la barahúnda atropellada de las vanguardias del siglo XX. Es una pintura de temática repetitiva, con ligeras variantes, que tiene como objeto “alcanzar la realidad de las cosas”, según nos dice el propio pintor. Y nosotros, observadores atentos, estamos convencidos de alcanzar esa realidad en la pura sencillez de sus composiciones.


Pero no es que esas escenas repetitivas de menaje doméstico nazcan de la nada. Es que tienen un aire como de composiciones cubistas, pero apaciguadas por la tranquilidad que proporciona la representación de objetos inanes alineados sobre un anaquel. Porque, según se ha dicho, la pintura de Morandi pretende ponernos en contacto con la realidad a través de los objetos cotidianos. Y uno agradece tan modesta pretensión, pues le da al observador atento aquel sosiego doméstico de cuando era niño y veía la vajilla doméstica alineada en el vasar de la cocina.

Pero hay algo más en la intención, esa mañana de domingo, de nuestro admirado Morandi en sus floreros con sus modestos ramilletes de flores silvestres. Hay como una intención de recordarnos las “vanitates” barrocas: la belleza que se marchita y nos recuerda aquella poesía de Góngora; …se convierta en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”.


Y que el improbable lector sepa perdonar estos trenos gongorizantes, alejados de la simplicidad de la pintura de Morandi. Téngase en cuenta la formación escolar de quien esto escribe, que fue bachiller en letras y es cosa que marca para toda la vida. 

De todas formas, esos ramilletes de flores efímeras contrastan con la durabilidad que les da la pintura al plasmarlas sobre el cuadro, quedando fijadas en el tiempo. Ser a la vez fímero y permanente, es el milagro del arte.

Así, el observador se encuentra ante la apreciación estética de las imágenes en su simplicidad más elemental, a la vez que reflexiona sobre el paso del tiempo. Aunque eso de conjugar la simplicidad estética con la fugacidad del tiempo, claro está, lo hará si tiene cuerpo para meterse en filosofías de difícil desentrañamiento por el simple hecho de ver un florero de factura sencilla – apenas unas gamas de blancos degradados en tonalidades para insinuar volúmenes -.

Porque esa particularidad tiene la pintura que vemos esta mañana de domingo: que el señor Morandi ha empleado el color blanco degradándolo en distintos tonos, convirtiendo el objeto en una casi abstracción. Nada hay más abstracto y surrealista que la pura realidad, decía el pintor. El visitante, que ha de fiarse de lo que pensaba el autor mientras pintaba sus botellas y cacharritos alineados sobre la mesa, no está dispuesto a contradecirle. Ni se atreve.

También en la exposición puede uno ver toda una colección de aguafuertes en los que las zonas de la plancha, no mordidas por el ácido, dan, sobre el soporte en papel, volúmenes a las imágenes.  Son grabados que representan paisajes, naturalezas muertas, floreros, usando del blanco del soporte, gradaciones en negro y grises de las tintas. Y no se moleste el curioso en leer las cartelas con los títulos buscando una explicación, porque éstos le dirán: Natura morta con quattro, quinque, dieci… oggetti.


Y ya fuera del menú. Al entrar en la primera sala, llama poderosamente la atención el extintor, de un rojo intenso, sobre su soporte vertical, como un guardián protector de tanta obra delicada como allí se expone. El contraste entre la solidez cilíndrica y rojiza – y hasta un poco agresiva – del extintor y la liviandad de la larga serie de botellas y vasos de los cuadros, debería ser objeto de reflexión por parte del visitante.  Pero en el contexto tan formal de una sala de exposiciones, si el visitante se siente fascinado por la dicha solidez cilíndrica del extintor, o es un esteta excéntrico, o le está buscando tres pies al gato. Y no es plan, oiga…

jueves, 11 de noviembre de 2021

Acoso.-


Imagínese el improbable lector: uno está tranquilamente en su casa, entretenido en sus cosas de jubilata moderadamente feliz, cuando suena el teléfono impertinente. 

Uno deja el asunto en que se entretenía, verbigracia: leyendo un novelote de 862 páginas referente a la invención del cristianismo por parte de Prisciliano, bajo el mandato de Constantino el Grande, quien quiere unificar el imperio bajo una sola religión. Tremendo. Un tanto indigesto desde el punto de vista narrativo, pero con pretensiones de veracidad, según documentos aportados por el autor. Podría encasillarse entre aquellas novelas de tesis del XIX, como las de Pedro A. de Alarcón, don Benito el Garbancero, o el montañés José Mª Pereda. Pero con menos oficio.

O bien, uno está enfrascado en una partida de ajedrez donde tu rey enrocado está sufriendo el ataque con la dama (D f5) y un alfil (A e4) del contrario, en lo que suelen llamar “el trenecito”. Estás en una febril actividad neuronal para que no te den matarile.

O bien, hoy te toca hacer de master chef doméstico y estás preparando una sopa de espárragos, plato típico ribereño que aprendí de mi madre. Todos los ingredientes están sobre la encimera y en orden de batalla, dispuestos a entrar en liza.

Pues eso, de repente suena el teléfono. Tu concentración se va al garete.

El teléfono insiste, insiste. Tú empiezas a ponerte de los nervios.

El teléfono, por fin, se calla. Tú empiezas a recomponer tu equilibrio neuronal para orientar todas tus energías mentales al asunto en el que estabas.

Pero era una falsa tregua. A los pocos minutos, el teléfono vuelve a sonar con insistencia malévola. Miras la pantalla. Es el mismo número de antes. Te cabreas y empiezas a desbarrar. Ni puedes leer, ni puedes cocinar y, lo que es peor, te han dado jaque mate por pardillo, cuando lo estabas viendo venir.

Dispuesto a estrangular al llamante, coges con rabia el teléfono y dices un ¡¡¡¡DIGA!!!! que es como un cagamento. Es una ONG que quiere salvar a las mujeres afganas del maldito burka; es una ONG que quiere vacunar a los haitianos contra el cólera; es una ONG que quiere construir escuelitas para niños africanos perdidos en la sabana de no se sabe qué república africana; es una ONG animalista…

Te muerdes la lengua y aguantas el speech (puto anglicismo por discurso) del captador de donativos quien, al notarte tan dócil, no solo quiere una aportación puntual, sino hacerte socio de cuota mensual para suprimir el denigrante burka de las mujeres afganas, para comprarles miles de vacunas contra el cólera a los haitianos, para fabricar muchas, muchas escuelitas para niños africanos, para dar un hogar digno a perros abandonados por sus pérfidos amos…

Te juras que nunca, nunca, pero nunca más volverás a coger el teléfono cuando se trate de un número desconocido.

Pero eres un ingenuo. El teléfono sonará varias veces a lo largo del día y durante días consecutivos, semana tras semana. El acoso no da tregua. Tú no coges el teléfono, pero a ellos les da igual. Estás en la lista de posibles donantes y allí seguirás hasta la consumación de los siglos, sufriendo el acoso telefónico. Como si estuvieras confinado en aquel círculo infernal donde el Dante aherrojó a los tontos de capirote.

Dilecto, aunque improbable lector, no es coña. El acoso telefónico no cesa desde octubre. He tenido la paciencia de anotar las llamadas de este mes y, de momento, ya son veintiuna, hoy día 10 de noviembre en que escribo esta entrada en mi bitácora. De todas ellas, seis en el móvil. Solo seis porque las mando a ese limbo de los números bloqueados, hasta que se han dado cuenta. El resto de llamadas se acumula en el teléfono fijo, tan desvalido el pobre frente a las agresiones de los call center humanitarios.

Te evito, paciente lector, la relación de los números telefónicos desde los que han llamado a casa, con sus horas y sus días correspondientes. Pensaba dejar aquí la relación de todos ellos – a modo de exposición en la picota – para vergüenza pública, pero me parece una crueldad innecesaria hacia ti, lector. Ya es bastante con que tengas la paciencia de leer todo lo anterior.

Y no es que este jubilata tenga inquina a las ONGes, porque he sido voluntario en una durante tres años y colaboro, como donante, con dos prestigiosas; es que me niego a que una barahúnda de ellas, con la excusa de salvar a la doliente humanidad, se empeñe en atosigarme para esquilmarme el vellón, como si fuera una oveja merina.

 Por no insistir más, añadiré una experiencia al alcance de cualquier contribuyente: Si uno, por la mañana temprano, sale del metro de Callao, cruza su plaza y baja por Preciados hacia Sol, se verá asaltado, cada pocos pasos, por un voluntario (él o ella) dispuesto a inscribirle en la ONG que le tiene allí, a pie quedo, a la espera de que un alma bondadosa se dé de alta y así poder cobrar una pequeña comisión.

Y si te escabulles, habrá otro al acecho diez pasos más abajo. Tienen patente de corso y tú eres un navío al pairo.  

¡Qué via má amarga!, como dice mi vecino el depre.

viernes, 8 de octubre de 2021

Presente y pasado. -

 


Recuerdo que, siendo niño en Cortes de Navarra, a veces mi madre me mandaba a la tienda a comprar galletas María para el desayuno. Vivíamos en un cuartel de la guardia civil que estaba en condiciones deplorables, con el basurero en una esquina del patio, una letrina común para todas las familias allí alojadas y un único grifo con agua corriente en una pila de lavar la ropa, también en el patio. Eran, como puede suponer el improbable lector, aquellos tiempos gloriosos de por el imperio hacia dios, en los años cincuenta del siglo pasado.

Yo apretaba en mi puño las perragordas que me daba mi madre para pagar las galletas, cruzaba la calle, y entraba en la tienda de ultramarinos que había enfrente del cuartel. Me fascinaban las galletas María, tan perfectamente redondas y planas, tan tostaditas, tan sabrosas. El tendero hacía un cucurucho con papel de estraza, habría una lata cuadrada, donde las galletas venían apiladas en columnas cilíndricas, y sacaba un puñado que depositaba en el cucurucho y pesaba en una balanza.

Dos misterios fascinaban mi imaginación de niño: que el tendero, antes de pesar, siempre, siempre pusiera en el cucurucho el cuarto de kilo exacto, galleta arriba, galleta abajo, y, sobre todo, la presencia de esos agujeritos simétricamente repartidos por la cara superior de las galletas.  Con el tiempo aprendí que lo de coger la cantidad exacta de galletas era cuestión de habilidad y práctica, como ahora, cuando voy a Ahorra Más a comprar doscientos gramos de jamón de York. El charcutero es que clava el peso, a veces con diferencia de apenas unos gramos. 

El tendero de mi infancia y el charcutero de mi vejez es que son unos profesionales, cosa que antes ignoraba y ahora sé. Pero la perfección en el oficio, con ser tan meritoria, le quita muchos puntos de misterio a aquellos recuerdos de mi lejana niñez y me resulta indiferente en la actualidad. Uno lo da por supuesto y ni presta atención.

Este jubilata hace tiempo que ha perdido la inocencia de aquellas galletas infantiles del desayuno, y solo le queda la indiferencia ante la habilidad del charcutero; y encima, en la caja, uno paga con tarjeta de crédito. Las perragordas (ochenas, las llamábamos entonces) han dado paso al plástico con banda y chip magnéticos. Pura entelequia monetaria frente a aquellas perragordas de aluminio tan manoseadas y tan físicamente presentes.

Informatizado y carente de imaginación, así me veo en mis años provectos. Pero, en las hilachas de infancia que aún se agazapan en los pliegues de mis redes neuronales, seguía vivo el misterio de los agujeritos simétricos en la superficie de las galletas María. Lo cual todavía me traía breves chispazos de aquella lejana fascinación que sentía de niño cada vez que iba a la tienda de ultramarinos. Hasta que leí el otro día la noticia en ese agregado de noticias que aparece en el Google de mi móvil: ¡Resuelto el misterio de los agujeritos en las galletas María!

Cuando lo leí, fue como romper los leves asideros que aún me unían a mi memoria de niño; esas briznas de recuerdos infantiles a las que uno se aferra para reconocer al anciano escéptico de hoy en el chaval inocente que fui ayer en aquel pueblo de la Ribera de Navarra.

El tal misterio infantil de los agujeritos perfectos en la María ha resultado ser una mera cuestión práctica: una máquina hace las perforaciones en la superficie de las galletas antes de ser horneadas. Por allí se desprende el vapor de la masa y se evita que se abulten al cocer, de forma que cada galleta sale plana, en una circunferencia perfecta y uniformemente tostada.

En mis noches de insomnio, últimamente, pienso quién ha podido ser el imbécil que ha desvelado un secreto que alimentaba mi imaginación de crío, y con qué fin avieso lo ha hecho. Porque estoy seguro que lo ha hecho adrede, para jodernos la vejez y matar la última ilusión a quienes, como yo, fuimos niños de escuela pública, de cuando la letra con sangre entra y palmetazo con la regla si no sabías la lección. Porque, frente a la dureza de aquello años, la disciplina escolar, la falta de higiene y la escasez en ropa y comida, alimentábamos nuestra imaginación con insondables enigmas, como el de los agujeritos en las galletas María.

sábado, 18 de septiembre de 2021

De pandemia y sus contrarios.-



Creo que en esta bitácora aún no se han cavado trincheras a favor o en contra del negacionismo. Y no es porque el tema no lo merezca con tanto soliviantado como hay por lo de la vacunación del rebaño, sino porque a un servidor, aparte de que pensar en estas cosas le da bastante pereza, le aburren los dogmas. Por eso, este jubilata trata de entender, pero no manifiesta opinión. Por lo menos hasta aquí.

Es cosa sabida que el dogmático, el que cree conocer la verdad, necesita alimentar sus convicciones con la descalificación y con el menosprecio y la reducción al absurdo de los argumentos del otro, del que no comparte sus creencias. Quien se aparta del dogma, se aparta de la verdad. Así, quien no se vacuna, es un heterodoxo e irracional negacionista que debe ser condenado al ostracismo; o al contrario, quien sí se vacuna - visto desde la otra trinchera -, un borrego sin más voluntad que la del rebaño. Cada cual elija el bando y dispare su andanada.

Como dice con buen criterio mi vecino el depre, yo, con lo mío, ya tengo bastante. Y un servidor no es que ande deprimido con el año y pico que llevamos de pandemia, como les pasa a algunos conocidos míos, ni cantando el “Resistiré” desde el baluarte domiciliario; es que vive en la convicción de que despreciar o ningunear a quien no piensa como uno, o a quien piense contra las creencias de uno, es un esfuerzo estéril. Y a este jubilata ya le pilla mayor…

Aparte lo dicho, sería enormemente aburrida una sociedad donde todos pensásemos y actuásemos igual. Aunque, si nos paramos a pensarlo un poco, parece que esa es la tendencia: el mundo está lleno de Epsilones adictos al soma que tan generosamente distribuyen las redes sociales, los influencer de todo pelaje, los medios de adoctrinamiento y cualquier aparato propagandístico que sirva para apesebrar al pueblo soberano. El personal es inducido a formar un ganglio amorfo, acrítico, obediente a las consignas y reacciona según los estímulos que convengan al caso. Bien sea aceptando una vacuna salvadora de la especie humana, bien sea oponiéndose en plan de irreductible aldea gala al avance de las miríadas de borregos vacunados.

Un servidor (confiteor in Deo) ha entrado en la grey de los borregos vacunos, y eso por razones que no viene al caso explicar aquí, ni a nadie importan. Si alguno de los improbables lectores de esta bitácora es crítico con esa mi actitud y me acusase de ser un manipulado sin criterio propio y de fomentar el enriquecimiento desmesurado de la industria farmacéutica, sólo le diré que llevo 25 años alimentando con mi próstata de jubilata la voracidad de esa misma industria farmacéutica. Con lo que me alegro infinito de que no exista un frente negacionista de la hiperplasia benigna y su medicación. En cuanto a lo de ser un manipulado sin criterio propio, pues no le diría que no. Pero eso no va implícito en la vacuna, es el tributo que pago por pertenecer a una sociedad niveladora que tiende al pensamiento plano.

Perdóneseme la brevedad y superficialidad de lo dicho en tan arduo asunto. De momento, y salvo mejor parecer del improbable lector, tampoco tengo mucho más que decir.

martes, 24 de agosto de 2021

El verano en el valle, 3.- Despedida.-


El mes de agosto ya está más que vencido y estos días que quedan tendrán sabor a lenta despedida por los caminos del robledal y los pinares, recordando al poeta de la Sierra, Enrique de Mesa:

Corazón, vete a la sierra

Y acompaña tu sentir

Con el tranquilo latir

Del corazón de la tierra.

Había pensado, como adiós a este verano serrano, hablar de los pajares – ya otro día hablé de que poner puertas al campo - que son construcciones tan típicas como abundantes en estos pueblos del valle y expresión arquitectónica de una forma de vida rústica ya desaparecida, que sí conoció el poeta.

Algunos de estos pajares fueron remozados por los años cincuenta (según he oído); algunos otros, por el riesgo de hundimiento, remendados con paredes de ladrillo tosco o emplastos de cemento en plan vamos apañándonos. Otros reutilizados como viviendas modernas, y algunos que aún se conservan tal como eran cuando allí se guardaba la paja y el ganado.


Algo he leído sobre el asunto, pero he visto que no daba para interesar al improbable lector, aunque para el caminante ocioso resulta entretenido observarlos. Edificios cuadrangulares, de paredones levantados en piedra toscamente labrada y sillarejos, unidas por una amalgama de cal y tierra. Otros con muros levantados a hueso, a veces reforzados con cadenas de piedra labrada en las esquinas. Todos ellos cubiertos con tejado de teja árabe, a dos aguas y con pequeño alero, y unos enormes portones claveteados con clavos rústicos como de ferrería, y cerrados por cerrojos de forja que me he entretenido fotografiando. Incluso en Pinilla del Valle he visto un portón adornado con clavos dorados, de cabeza polilobulada, que le dan cierto aspecto de nobleza. 


Dejo alguna foto para que el lector paciente vea cómo son: construcciones modestas, sin pretensiones estéticas, y funcionales cuando tuvieron función que cumplir.

Ya que no de arquitectura rústica, y ya en el mediocre presente, podría hablar - con resentimiento, eso sí - de los ruidos urbanitas que acompañan al turismo de aluvión que inunda este pueblo de Rascafría cada verano. Podría hablar de esas músicas, con decibelios llevados hasta el borde del colapso, fomentadas por los responsables municipales para dar satisfacción al pueblo soberano, frustrado por la falta de fiestas patronales a consecuencia de la pandemia; o de esos dispendios en montar plaza de toros para una tarde de novillada que desequilibran el presupuesto municipal, mientras las calles de Rascafría tienen el pavimento a retales y agujereado por la desidia alcaldesca. 


O, ya puestos, podría decir de la calle Ibáñez Marín, donde pasamos el verano. Calle que está a espaldas del ayuntamiento, con el arroyo por medio, a cuyo cauce casi seco van a parar los envoltorios de plástico, latas y demás que echa la chavalería. Tiene esta calle un tramo en tierra, con sus buenos socavones, piedras sueltas, y algunos pegotes de hormigón. Para que no falte desidia e incivismo, es habitual defecatorio de perros con pedigrí de clase media urbanita. Calle, por cierto, donde está el único museo de este pueblo, lo cual la dignifica frente a tanta incuria.

Pero mejor, no, no lo haré; no hablaré de esas miserias. Se me notaría demasiado ese cascarrabias con que todos los viejos vamos equipados de serie, sobre todo si somos proclives a la soledad y el silencio. Porque este jubilata, en cuestión de ruidos, pierde el control y las buenas maneras y puede jurar con grandes cagamentos. Quizás por eso, ni siquiera planteo la disyuntiva entre el rumor de los arroyos y la soledad del pinar, por un lado, frente a la birra en terraza. Cada cual en su mundo está bien.

Podría fabular sobre esos encuentros con mozas serranas, por los caminos de la sierra, que el Marqués de Santillana, o el arcipreste de Hita, tuvieron y pusieron en verso. O hacer coplas de arte mayor como la de don Rodrigo Manrique, señor de Paredes de Nava, allá por el siglo XV:

De Lozoya a Navafría

acerca de un colmenar

topé serrana que amar

tod ombre codicia avría,

solo que el improbable lector no me creería si le dijese que por los caminos de la sierra uno se va tropezando con fermosas vaqueras o caballeros poetas, enamorados de ninfas serranas a las que sofaldear. Es cierto que este jubilata se cruza de vez en cuando con alguna moza por los caminos, pero no es serrana a la que un jubilata serio pueda requebrar en verso o tirarle los tejos, sino más bien alguna runner en mallas y zapatillas deportivas que no está para requiebros micromachistas, o alguna mozuela garrida pedaleando en su bici deportiva con energía gimnástica.

Ya me gustaría, ya, como a don Íñigo López de Mendoza cuando se encontró con Illiana de Lozoyuela, tropezarme con una serranilla de cara de rosa y oliendo a romero silvestre, aunque solo fuera por poder cantarle en coplas:

Allá en la vegüela

A Mata´l Espino,

En ese camino

Que va a Loçoyuela,

De guisa la vy

Que me fizo gana

La fruta temprana

…Loçana,

¿e soys vos villana?

Pero me temo que este verano no va a poder ser. A lo mejor el que viene… Ya se lo contaré al improbable lector, Dii iuuantes.

 

 

 

viernes, 23 de julio de 2021

El verano en el valle, 2. - Puertas al campo.


Hace ya varios años, abrí un archivo fotográfico para coleccionar imágenes de puertas y ventanas. Normalmente, correspondían a viejos edificios, a veces abandonados o semi ruinosos, que tenían el encanto de las cosas caducas, olvidadas y como detenidas en el tiempo. Son imágenes que he ido captando un poco al azar y a capricho, sin un plan preconcebido, y no importa dónde: en viajes por el extranjero, o por todos los lugares de España que hemos visitado o pasado de camino.


Aquí, en el valle de Lozoya, también he encontrado lugares olvidados donde me ha llamado la atención alguna ventana desdentada, cerrada con una reja rústica y adornada con un tiesto desportillado. O algún pajar, tan abundantes por estos pueblos, con su gran portón cerrado con un cerrojo hecho a golpes de forja, o claveteadas sus tablas con esos clavos gruesos que se hacían en la herrería.


Dentro de esa curiosidad, algo me ha llamado la atención últimamente en mis paseos por los caminos del valle: son esas puertas de acceso a los prados. Puertas que no se ajustan a una modalidad definida, a un estilo propio y común de la zona, sino cuyos elementos se basan en la pura improvisación y en la utilización de recursos de desecho: objetos que tuvieron, en general, un uso doméstico y fueron sustituidos por nuevo mobiliario más confortable. Lo que me recuerda ver en muchos prados carcasas de frigoríficos usadas como pesebres, o viejas bañeras que sirven como abrevaderos.

Pero, es de las puertas puestas al campo de las que quiero hablar hoy. Si el caminante tiene la curiosidad de observarlas, no tiene más que pasear por el camino natural que recorre los pueblos del alto valle de Lozoya, que nace cerca del monasterio del Paular. 

Si está sobrado de tiempo y gusta de la naturaleza, podrá pasar por Rascafría, Oteruelo, Alameda, Pinilla, Lozoya… Y si se ha equipado de un bocadillo, fruta y agua suficiente – y ha madrugado –, puede llegar al Cuadrón, a 34 k. 

V


Verá, a derecha e izquierda del camino, gran cantidad de prados con la hierba recién segada y observará, si siente curiosidad, que los accesos no hay dos iguales, aunque los elementos de cierre suelen ser los mismos: viejos somieres, cabeceros de camas, alambres, tubos, restos de puertas de cuadras, trozos de carteles anunciadores… Pero, sobre todo, somieres de camas que fueron lecho de las gentes de esta zona durante generaciones y que terminaron reutilizados como cierres del prado familiar.


Es lo que mi amigo Juan llama “la civilización del apaño”. Objetos que dejaron de ser útiles y, no implantada aún la sociedad de consumo con ese afán posmoderno por comprar, usar y tirar, comenzaron una nueva vida útil fuera de su primigenia utilidad. Todo es aprovechable mientras cumpla una funcionalidad. Así, con un viejo somier se puede apañar una puerta, con un frigorífico sin puertas y tumbado, se puede hacer un pesebre para el ganado, con una bañera desportillada, un abrevadero para las vacas. Con una cuerda de las de atar las alpacas de hierba, un cierre para sujetar la portilla, de forma que el ganado no se cambie de finca.


La escasez de recursos, la necesidad de reutilizar lo aprovechable y la propia inventiva de las gentes del campo, hicieron que las fincas donde se guardaba el ganado tuvieran su buena (buena por útil y económica, no por su valor estético) puerta atando un somier a un poste clavado junto a la tapia de piedra. Y aun siendo el material tan común, es un entretenimiento para el viandante observar la variedad de cierres de fincas que, utilizados los mismos materiales y cumplido el mismo objetivo, difieren con una estética de la chapuza bien apañada, digámoslo así, que le da cierto toque personal a cada una de ellas.

Por eso, esta vez, quedan aquí unas muestras fotográficas. Para que se vea que nuestros objetos domésticos pueden tener una nueva vida útil, y que éstos dejan su impronta de tosca estética por los campos.

lunes, 12 de julio de 2021

El verano en el vale, 1.- El silencio por los caminos.



No le extrañe al improbable lector, lo que este jubilata ama con amor de enamorado callado es el silencio de la naturaleza. Silencio que, por otro lado, según nos enseñó John Cage, es inexistente. De ahí su 4.33, donde el silencio musical se llena de sonidos ambientales que conforman una sinfonía siempre irrepetible, tantas veces cuantas el intérprete se siente ante el piano mudo a interpretar esa melodía de pentagrama plano.

Pensando en estas cosas, la imaginación en vuelo libre, va un servidor andando por entre el robledal, camino de la pasarela sobre el Aguilón, con el arroyo rumoreando aguas abajo. Tan feliz, rodeado de soledad y silencio, que hasta me vienen a las mientes los dos primeros versos de aquella égloga de Virgilio:  Tityre, tu patulae recubans sub tegmine fagi silvestrem tenui musam meditaris avena.

Le envío el primer verso virgiliano al amigo Chus, junto con una foto junto al Aguilón, con el agua corriendo al pie de un frondoso fresno. Es el simple y delicioso placer de hoy, caminar por prados y robledal en solitario y envuelto en el murmullo silencioso de la naturaleza.

Tras sufrir el zarpazo del Covid esta primavera pasada, sigo poco seguro de hasta dónde llegan mis energías de viejo montañero, así que planeo una caminata por caminos llanos del valle. Como objetivo, llegar hasta el puente del Aguilón donde confluyen los dos caminos que van, ya en uno, hasta las cascadas del Purgatorio. Al final, he hecho 14 k, lo que asegura, según parece, mi aún buena forma de jubilata marchoso.

Rebasado el manantial de las Suertes y subida la pequeña cuesta hasta donde las huertas, sigo, distraído, por el camino principal en lugar de por el callejón donde está el cercado de los caballos, hasta que me doy cuenta de mi equivocación y de que terminaré cerca de las Presillas. Por curiosidad, ya que estoy allí, tomo un camino abandonado desde hace años, cubierto de maleza, que me lleva, tras recorrer unos centenares de metros, a un prado recién segado. Si la máquina ha entrado aquí, debe haber una salida practicable, me digo. Recorro el perímetro sin hallarla, así que voy de prado en prado en dirección hacia las vaquerías que están junto al camino que yo pretendo. Llego, pero he de arrastrarme por debajo de una alambrada entre zarzas y pasar una acequia. Estas edades ya no son para esos menesteres…

Sigo el camino que discurre por la orilla derecha del Aguilón. El robledal tiene el frescor de la noche (me he puesto en camino a las 08:30 h) y el suelo, que conserva aún la humedad de las pasadas lluvias primaverales, está cubierto de hierba verde. Una vacada dispersa va pastando apaciblemente, se oye el esquilón de la vaca maestra, los terneros observan temerosos al caminante, y éste se esfuerza en un caminar liviano mientras se desplaza silencioso, como queriendo ser parte integrante del entorno.

Parada obligatoria bajo el fresno, frente a la pasarela. El murmullo del agua a los pies del árbol tan frondoso, forma parte del paisaje sonoro que se percibe en el silencio ambiental. Ese silencio está lleno de leves sonidos que producen las criaturas vivas: la brisa que mueve las hojas, el olor a vida vegetal, la esquila desacompasada en mitad del robledal, el reclamo de algún ave, e incluso la respiración pausada de sosiego de quien, por un breve tiempo, quisiera ser parte del bosque, fluir como el arroyo y deslizarse ligero como brisa. Pero no pasará de ser caña pensante agitada por sus pensamientos, y con eso se conforma.

Desde aquí, por un terraplén, a un tramo de pista abandonada que enlaza con la que sube hasta el puerto de la Morcuera. Pista abajo, la abandono en la primera curva para ahorrarme un par de kilómetros de bajada, y corto hacia el fondo del valle. Empiezo a encontrarme con pequeños grupos de humanos domingueros que enfilan hacia las cascadas del Purgatorio, así que me echo hacia la orilla del río. Sentado sobre una roca que sobresale en el cauce, junto a la desembocadura del Aguilón, tomo una fruta mientras contemplo el entorno y oigo el agua discurrir con esas prisas de río de montaña que se remansará en el embalse de Pinilla, unos kilómetros más abajo. De aquí, por las Presillas y la finca de los Batanes, a casa.

En el aparcamiento municipal, una pareja, ya pasadas las doce y media del día, me pregunta cómo subir hasta el Carro del Diablo. A esas horas, cayendo ya el sol sobre nuestras cabezas, y yendo en dirección contraria como iban… Les informo señalando hacia los Carpetanos y les disuado. Al monte hay que venir temprano y bien madrugado. Lo pienso, pero no lo digo.

Y, a ser posible, con la melodía 4.33 de Cage rondándote la cabeza mientras tus botas camineras te llevan por los caminos.

viernes, 18 de junio de 2021

Recortes.-

 

Leído al azar en un parque


La vida del jubilata está llena de pequeños actos que se quedan en lo anecdótico. Estas anécdotas de la vida corriente, de puro anodinas, suelen pasar desapercibidas incluso para quien las vive. Por eso, por su insignificancia precisamente, les dedicamos hoy un poco de atención en esta bitácora. Más que nada, para que el improbable lector se haga cargo de con qué pequeñas briznas de la realidad cotidiana, los pensionistas tejemos los mimbres de nuestra monótona existencia de supervivientes post Covid.

Son, estos que siguen, a modo de recortes de la vida ordinaria. Fragmentos tomados al azar del cajón de los recuerdos más próximos, sin ilación entre ellos. Sin apercibirnos casi de su existencia, construimos con ellos nuestra forma de pasar por el mundo.  Nos sirven para aferrarnos levemente a la realidad que fluye. 

Tan apresurada es esta realidad, que nuestro ahora del instante en que escribo será el ayer del mañana en que tú, paciente lector, leerás esto. Si lo tienes a bien, claro está. Un mañana, que cuando llegue, irá pasando según vayas leyendo.

Pero tranquilo: "filosófico estás" le dijo Babieca a Rocinante. La parrafada que precede no es más que consecuencia de una lectura a destiempo y no bien digerida de Pessoa en su Libro del Desasosiego: Con pequeños malentendidos con la realidad construimos las creencias y las esperanzas, y vivimos de las cortezas a las que llamamos panes, como los niños pobres que juegan a ser felices. Así que, por un rato, juguemos a mordisquear esas cortezas de realidad como si fueran panes que alimentan nuestra vida de cada día.

Las anécdotas, las cortezas de realidad, esos pequeños sucesos de que hoy hablamos fueron así; o así los recuerdo:

Iba un servidor la mañana del sábado en la línea 6 del metro, camino del hospital San Francisco de Asís para pedir cita con el cardiólogo para mi santa y su corazón arrítmico. Un hombre entrado en la cincuentena, alto y muy muy delgado, desgreñado y con ropa ajada, se paró en un extremo del vagón y empezó a pedir. Le observé con atención discreta. Acostumbro a no ignorarlos cada vez que me tropiezo con indigentes en el metro. Se notaba a la legua que éste no era un profesional de la mendicidad. 

En voz casi imperceptible pidió alguna ayuda. Éramos pocos en el vagón y nadie levantó la cabeza de su móvil. Que nadie se escandalice por eso, es lo habitual. Escarbé en mi bolsillo y le entregué 40 míseros céntimos, la única colecta que consiguió en aquel viaje. El hombre me dio las gracias. Cuando deposité las monedas en su palma abierta, nuestras manos apenas si se rozaron. Sacó del bolsillo un pequeño frasquito y me ofreció: Caballero, ¿quiere un poco de gel? Le di las gracias, yo ya tengo el mío, le dije.

Te aseguro, amigo lector, que sentí una enorme simpatía por aquel hombre condenado a la indigencia. Y me avergoncé de haberle dado esas pocas monedas. Pero olvidé pronto el incidente, ya que conseguir cita con el cardiólogo era mi mayor preocupación.


Ayer en el parque del Calero dábamos nuestro paseo, como cada tarde. Sentados en un banco, charlábamos. Frente a nosotros se oyó un “cloc” de algo que chocaba contra el suelo. Era un pollo de cotorra argentina que había caído del nido. No tenía las alas desarrolladas como para volar, simplemente cayó a plomo desde una altura de unos cuatro o cinco metros. El animalito sobrevivió al golpe, se puso sobre sus patas y, remando a duras penas sobre ellas, se fue desplazando hasta mimetizarse con los setos que había al lado.

Ya sabía yo por observación que muchas crías de aves caen del nido, bien porque sus propios hermanos más fuertes los expulsan para aumentar la ración de comida, bien los tiran sus propios padres cuando tiene demasiada prole y el trabajo de alimentarlos es excesivo. O porque quieren ver mundo antes de tiempo…

Lo que nos sorprendió fue su afán de supervivencia, que le llevó a ocultarse de posibles depredadores de forma instintiva. Aunque no creo que hubiera terminado entre las fauces de los perros domésticos que abundaban por allí. Estos perros señoritos, criados en pisos de humanos, alimentados con piensos, castrados de agresividad, mendigos de caricias, con su cartilla de vacunas al día, hubieran sido incapaces de hincarle el diente a aquel puñado de plumas a medio madurar.

En casa tenemos una papelera en una habitación que, por sus dimensiones reducidas y ser mi lugar de lectura y escritura, llamamos “el despachito”. A aquella papelera van a parar los papelorios inservibles por lo que, de vez en cuando, hay que hacer limpieza. Cuando rebosa, llenamos una bolsa de papelotes y la llevamos al contenedor que hay enfrente. Lo habitual en cada casa. 


Vaciando la papelera que estaba a rebosar, cayó en mis manos un tique de una tienda donde había comprado bolsas para la aspiradora. Inadvertidamente, le di la vuelta al recibo de venta y pude leer: <<ESPAÑA ADELANTE. Nuestros comercios nos necesitan. Levantemos nuestro barrio comprando en nuestros comercios de toda la vida. Luchemos por nuestros productos (el subrayado es mío)>>. Tuve curiosidad, fui a ver el envase de los filtros y ponía: MADE IN GERMANY. Suction Power. Filtration Performance. Total, el artilugio era alemán y venían las instrucciones en inglés.

Me sorprendió aquella incongruente arenga patriótica de caja registradora. Seguí vaciando la papelera y rellenando la bolsa de papel sin que los recibos de la luz, del gas, del supermercado, las notas de cargo del banco, los resguardos de la tarjeta de crédito, la publicidad del buzón de correos, las listas de la compra, despertaran mis adormecidos fervores patriótico-mercantiles. Menos mal, porque estos aldabonazos que los tenderos dan en la conciencia ciudadana son otros tantos tientos a la bolsa.

Lo dicho, con estas cortezas de pequeñas vivencias domésticas amasamos los panes de que se alimenta nuestra vida de machuchos (lo de machucho es porque lo leí en un cuento de la Pardo Bazán).

sábado, 29 de mayo de 2021

Cuando el mar llega al Retiro.-


 Frente al palacio de cristal, al otro lado del pequeño lago, tres grandes cubos de hormigón, coronados por una cercha que servía para transportarlos, recuerdan a una escollera del mar Cantábrico. Su procedencia es el puerto de Bilbao y el autor, Agustín de Ibarrola. Es como una añoranza del Cantábrico bravío, anclado en tierra. Una utopía para mesetarios.


Si uno gira la vista, verá al fondo el palacio de Velázquez, con su tejo milenario haciendo guardia en uno de sus extremos. El jubilata, que esta mañana de domingo ha decidido darse una vuelta por el parque del Retiro, viene con la intención de ver una exposición allí: De Norte a Sur, Ritmos, de Anna-Eva Bergman.

No es que un servidor sepa gran cosa de esta pintora noruega – más bien nada en absoluto –, ni siquiera sospecho qué ritmos pueden ser esos que van de norte a sur. Sólo la curiosidad del paseante me empuja a entrar en el palacio de Velázquez y echar un vistazo. Ya se sabe, el ocio lleva a la curiosidad, la curiosidad a la observación, y la observación, en este caso, a esa vieja afición de años por husmear en las exposiciones que presenta el Reina Sofía, a ver de qué va la cosa y escribir, si se tercia, sobre ello. Uno va así alimentado su bitácora, se crea fama cultureta, afianza su autoestima de erudito peripatético, pasea sin prisas, y, de paso, entretiene un rato al improbable lector de esta bitácora.


Siempre llama la atención la blancura impoluta del recinto de este palacio de Velázquez, con su aire impersonal y neutro, apto para recibir cualquier muestra de arte actual que destaca sobre sus paredes. Sus columnas de hierro le dan una simetría geométrica que ayuda a esa sensación de lugar de paso. Sus cristaleras del techo permiten el paso de una luz natural sin matices. Todo ayuda a concentrarse en las obras colgadas en las paredes.

Éstas, visitadas hoy, están formadas con colores planos, con formas geométricas irregulares, limitadas por bordes lineales que son, en opinión de la autora, la transición de un espacio a otro: de la luz a la oscuridad, de un color a otro. Estamos ante una abstracción pictórica y el visitante no sabe encontrar una sensación estética, dentro de aquellos esquemas clásicos que aprendió en la facultad de letras, que le permita disfrutar o identificarse con esas formas de colores planos, irregulares a veces.


Para eso están las cartelas, para cuando uno no tiene idea de qué está viendo. Ya se sabe, uno echa un vistazo al cuadro, lo mira con mirada que pretende ser de entendido, y, discretamente, va a leer la cartela que le sacará de dudas. Y lee, por ejemplo: Planeta de plata sobre fondo azul. ¡Ah, Bueno!, respira aliviado el observador, estaba claro, esa circunferencia plateada es un planeta. No hay más que ver que está sobre un fondo azul cielo. El observador no tiene que averiguar más, ni hacer cábalas estéticas para dar forma mental a una circunferencia plateada sobre fondo azul. 

Y otro más allá: Falaise (lee en otra cartela) Acantilado: en mitad de la Meseta, un acantilado es un no lugar, pero uno acepta la explicación. Si Agustín de Ibarrola nos ha acercado el Cantábrico al Retiro, no hay razón para que la señora Bergman no nos acerque también los acantilados del mar de Barens. Aunque este acantilado esquemático no produce vértigos ni atracción del vacío al observador, sino conformidad con su planitud: pero, si la artista dice que es un acantilado, lo es. Ella tiene la experiencia de los fiordos noruegos.


Y el ocioso sigue su visita pausada, observa otro cuadro cuyas formas esquemáticas le asemejan a otros ya vistos. La abstracción pictórica – de la que se ha hablado – no le permite desentrañar el sentido profundo de lo allí representado y por eso se acerca y lee la cartela: Non titré, sin título. Sacrebleu!! (piensa en francés para no desentonar). El desconcierto del observador, que ya empezaba a comprender que hay un planeta plateado, un acantilado, unas piedras castellanas (de las que aún no se ha hablado), es manifiesto. Se siente frustrado al no poder hacerse una representación mental de aquellos trazos que lo mismo pudiera ser la soledad en una playa boreal que un desierto.  


Y peor aún, cuando la identidad de lo representado consiste en un número. Sirva de ejemplo este que dice: Nº 36 – 1969. La frialdad de los números mata la imaginación y desmoraliza al visitante, quien ya empezaba a creer comprender lo allí expuesto. Si no hay título, si solo hay un número de serie, el pobre visitante queda desvalido. 

Ya sabía, porque lo había leído previamente, que doña Anna-Eva Bergman, a través de sus abstracciones, refleja el paisaje helado de su Noruega natal y, en los años 60, conoció España y el paisaje castellano. De ahí establece un parangón entre el mar del norte y los fiordos con las llanuras mesetarias, un mar de tierras y piedras. De ahí el nombre de la exposición: De Norte a Sur, Ritmos. En la visión de doña Anna-Eva, cree entender el observador, hay un ritmo que une a las negras e irregulares piedras de un campo de Castilla con la negra quilla de una barca varada en una playa de su Noruega natal.

Termina la visita y todo son conjeturas y perplejidad.

Este jubilata ha tomado algunas notas y fotos para recordar qué ha visto, y, satisfecho de lo visto aunque no bien comprendido, flanea por las sendas del parque buscando aquellas menos transitadas. Y va pensando en los artistas que saben traer la soledad de los oscuros mares norteños hasta esta ciudad populosa y mesetaria. Y también piensa en esos jubilados impertinentes que visitan exposiciones de la misma forma que un analfabeto mira las estampas de un libro: sin comprender el texto.