viernes, 8 de octubre de 2021

Presente y pasado. -

 


Recuerdo que, siendo niño en Cortes de Navarra, a veces mi madre me mandaba a la tienda a comprar galletas María para el desayuno. Vivíamos en un cuartel de la guardia civil que estaba en condiciones deplorables, con el basurero en una esquina del patio, una letrina común para todas las familias allí alojadas y un único grifo con agua corriente en una pila de lavar la ropa, también en el patio. Eran, como puede suponer el improbable lector, aquellos tiempos gloriosos de por el imperio hacia dios, en los años cincuenta del siglo pasado.

Yo apretaba en mi puño las perragordas que me daba mi madre para pagar las galletas, cruzaba la calle, y entraba en la tienda de ultramarinos que había enfrente del cuartel. Me fascinaban las galletas María, tan perfectamente redondas y planas, tan tostaditas, tan sabrosas. El tendero hacía un cucurucho con papel de estraza, habría una lata cuadrada, donde las galletas venían apiladas en columnas cilíndricas, y sacaba un puñado que depositaba en el cucurucho y pesaba en una balanza.

Dos misterios fascinaban mi imaginación de niño: que el tendero, antes de pesar, siempre, siempre pusiera en el cucurucho el cuarto de kilo exacto, galleta arriba, galleta abajo, y, sobre todo, la presencia de esos agujeritos simétricamente repartidos por la cara superior de las galletas.  Con el tiempo aprendí que lo de coger la cantidad exacta de galletas era cuestión de habilidad y práctica, como ahora, cuando voy a Ahorra Más a comprar doscientos gramos de jamón de York. El charcutero es que clava el peso, a veces con diferencia de apenas unos gramos. 

El tendero de mi infancia y el charcutero de mi vejez es que son unos profesionales, cosa que antes ignoraba y ahora sé. Pero la perfección en el oficio, con ser tan meritoria, le quita muchos puntos de misterio a aquellos recuerdos de mi lejana niñez y me resulta indiferente en la actualidad. Uno lo da por supuesto y ni presta atención.

Este jubilata hace tiempo que ha perdido la inocencia de aquellas galletas infantiles del desayuno, y solo le queda la indiferencia ante la habilidad del charcutero; y encima, en la caja, uno paga con tarjeta de crédito. Las perragordas (ochenas, las llamábamos entonces) han dado paso al plástico con banda y chip magnéticos. Pura entelequia monetaria frente a aquellas perragordas de aluminio tan manoseadas y tan físicamente presentes.

Informatizado y carente de imaginación, así me veo en mis años provectos. Pero, en las hilachas de infancia que aún se agazapan en los pliegues de mis redes neuronales, seguía vivo el misterio de los agujeritos simétricos en la superficie de las galletas María. Lo cual todavía me traía breves chispazos de aquella lejana fascinación que sentía de niño cada vez que iba a la tienda de ultramarinos. Hasta que leí el otro día la noticia en ese agregado de noticias que aparece en el Google de mi móvil: ¡Resuelto el misterio de los agujeritos en las galletas María!

Cuando lo leí, fue como romper los leves asideros que aún me unían a mi memoria de niño; esas briznas de recuerdos infantiles a las que uno se aferra para reconocer al anciano escéptico de hoy en el chaval inocente que fui ayer en aquel pueblo de la Ribera de Navarra.

El tal misterio infantil de los agujeritos perfectos en la María ha resultado ser una mera cuestión práctica: una máquina hace las perforaciones en la superficie de las galletas antes de ser horneadas. Por allí se desprende el vapor de la masa y se evita que se abulten al cocer, de forma que cada galleta sale plana, en una circunferencia perfecta y uniformemente tostada.

En mis noches de insomnio, últimamente, pienso quién ha podido ser el imbécil que ha desvelado un secreto que alimentaba mi imaginación de crío, y con qué fin avieso lo ha hecho. Porque estoy seguro que lo ha hecho adrede, para jodernos la vejez y matar la última ilusión a quienes, como yo, fuimos niños de escuela pública, de cuando la letra con sangre entra y palmetazo con la regla si no sabías la lección. Porque, frente a la dureza de aquello años, la disciplina escolar, la falta de higiene y la escasez en ropa y comida, alimentábamos nuestra imaginación con insondables enigmas, como el de los agujeritos en las galletas María.

3 comentarios:


  1. Me encanta cómo describes a los agujeritos de los galletas María que tanto te fascinaba igual que a mi. A mi se me desveló hace ya años. Yo sigo comprando esa galletas pero ahora viene más tostada y crujiente. Como siempre es genial cómo escribes. Un abrazo

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  2. Me uno a tus recuerdos marianos añadiendo que a mis hermanos y a mí la memoria nos viene de la tía Ángeles que cuando íbamos a su casa en Logroño nos llevaba al comedor y sacaba de un cajón una caja de galletas María, ante nuestro contento y asombro. Luego María, la de la tienda de Nalda, el pueblo de mi abuelo, también vendía galletas con su nombre que nosotros no dudábamos que se llamaran así por ella. En fin que toda la vida nuestra a sido de María, en forma de galleta, de virgen o de señora normal. Y lo de los agujeritos, que no nos cuenten historias, todos vemos galletas de cualquier marca sin agujeritos y planas como la tierra. Los agujeritos era una manera de derrochar imaginación y troquelar la marca más todavía. Como si hiciera falta...¿Para cuándo unas galletas de marca Juanjo? Sin duda sería las mejores.

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  3. Estupenda crónica. Ese arranque en el patio de la Casa Cuartel explica tantos cosas, yo lo ignoraba. Y luego todo el tránsito hasta hoy prendido en la nostalgia. Sin negar ni mucho menos, ni mucho menos, los desvaríos del momento presente, me has hecho reflexionar sobre la diferencia de actitud en las dos etapas. Niñez difícil vivimos, sin duda, pero la salvaba la curiosidad, los hallazgos, los misterios que daban pie a la imaginación. Es lo que falta ahora. Sigue habiendo galletas con algún pequeño truco ignorado pero sobre todo grandes misterios por descubrir tapados seguramente por esa caspa de la superficie, por el ruido. Me has hecho pensar, querido Juanjo, que quizás envejecemos cuando perdemos la ilusión de la búsqueda. Aunque a veces solo son etapas condicionadas por diversas circunstancias. Así lo deseo. Un gran abrazo.

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