jueves, 28 de marzo de 2024

De la materia a la forma.-

 

El noventa por ciento del arte moderno es superchería”. Así de categórico empezó el profesor un curso que hice hace años en la UNED Senior, cuyo objeto era enseñar a los alumnos a conocer y comprender el arte. Nunca olvido esa afirmación rotunda cuando voy a una exposición. Hasta tal punto que se ha convertido en una fijación mía. Ya se sabe que los jubilatas tenemos endurecida la corteza cerebral por cosa de la edad. Por eso hay conceptos que quedan incrustados en algún pliegue de las circunvoluciones cerebrales y funcionan como prejuicios calcificados en nuestra mente. 

Por eso me resulta tan arduo visitar una exposición – cualquiera que ella sea – con la mirada clara. Siempre hay un resquemor de que te estén dando gato por liebre, de que eso que te cuelan como arte no sea más que comercio; que tiene valor artístico (y, por lo tanto, crematístico) porque un galerista lo dijo y un sesudo crítico de arte escribió una crítica halagadora. Y porque dos expertos lo dijeron, un ingenuo con pasta y una pared virgen donde colgarlo se sintió marchante experimentado y lo compró.


En cosas así pensaba ante un cuadro de Tàpies el otro día en el Reina Sofía. Me acerqué el lunes de semana santa pensando que, como el tiempo estaba desapacible y Madrid parecía vacío de su gente, apenas habría gente en el museo. Error, había larguíiisimas colas de turistas ansiosos por ver el Guernica. Y me acordé de lo que dicen que dijo Maruja Mallo cuando visitó la primera exposición de ARCO en 1988 y vio tanta gente: “Querida, ¿esto es afición o es ganado?”


Según parece, y al observador sí se lo parece, para Tàpies, pintar era como ejercer un oficio donde se hace el trabajo de buena fe. El artista es como todos los trabajadores que se esfuerzan por perfeccionar la materia. Ya digo, estaba ante una de sus composiciones de arpillera sobre las que incorpora texturas densas que con el tiempo se van degradando, aparecen desconchones, grafitos como de mano apresurada sobre una pared. Lo que los expertos llaman, creo, pintura matérica. El espectador tiene la impresión de encontrarse ante una tapia desconchada donde la huella del tiempo y el abandono van dejando su impronta al azar, sin un plan preconcebido. El autor convierte su propia intención artística en lo que el espectador creería que es una acumulación casual de materiales incongruentes.


Lo socorrido en estos casos es acudir a la cartela, a ver qué dice su título. Pero el pintor, en su honradez con el observador, le dice lo que éste está viendo: Gris con cinco perforaciones; Color terroso sobre fondo amarillento; Ocre-gris, y así… O sea: el título dice lo que ves, alude al color, al tamaño, al trazo interior. No hay que buscarle tres pies al gato ni ponerse exquisito ante unas hojas de periódico marcadas con un signo +++ en su lateral superior derecho, y enmarcadas por un junquillo encontrado entre los restos de una obra. Una hoja de papel de mala calidad, como es el papel de prensa, permanece durando a pesar de su fragilidad y una vez que cumplió su función de ser soporte de noticias o anuncios por palabras.


Creo que eso de sacar de su contexto un material tan vulgar como es un trozo de periódico viejo, o un cartón de embalar, y obligar al observador a encontrarle un sentido que trascienda esa materia, es algo que debió aprender de Marcel Duchamp. Resulta que las pinturas de Tàpies no “re-presentan” nada – según leo – porque entre el sujeto representado y el objeto que lo representa, no hay separación: la materia es la forma que aquélla adopta. Y como, a veces, los materiales de que está hecha son deleznables (pueden verse virutas debajo del plastón de pintura) y se deshacen con el paso del tiempo, resulta que la obra va cambiando por pérdida de sus componentes, pero permanece.

Lo cual, improbable y sufrido lector que estás leyendo estas elucubraciones de jubilata ocioso, es un desasosiego porque ¿por qué coños el espectador se pone a reflexionar sobre todo ello? A lo mejor porque el placer estético ante una obra hermosa, con su equilibrio y armonía, se nos queda ya corto de tanto visitar el Prado y nos damos un chute de realidad de tapial desconchado y pintarrajeado. Vaya usted a saber…   

 

lunes, 4 de marzo de 2024

Dudas sin método.-

Llevo estas últimas semanas consumido por graves dudas. Dudas sobre si dejar morir por inanición esta bitácora, viva ya desde el 16 de enero de 2009 y ya con 569 entradas.

De la misma forma que ahora tengo dudas respecto a si dar matarile por abandono a este sumidero de ocurrencias mías, las tuve entonces, al iniciar la aventura, no fuese a meterme en un charco en el que no sabía cómo chapotear por falta de experiencia en eso de las redes sociales. 

Pasé de la timidez y la duda iniciales a la gozosa autoestima de escribidor por libre (digamos “freelance”, ya que hoy emplearemos angliparla, sin que sirva de precedente) y a una euforia que no justificaba en absoluto el hecho de ser leído por algunos lectores incautos. 

Una vez que tomé carrerilla en eso de publicar ocurrencias porque siempre alguien las leía, no pasaba semana en que no inyectara en la blogosfera opiniones que nadie me pedía – pero que alguien leía, como ya he dicho: experiencias de viajes, marchas montañeras, visitas a museos, lecturas que, por interesarme a mí, daba por supuesto que interesarían a todo quisque, a menos que el ocasional leedor mío fuese de pocas luces neuronales. 

En fin, no sé si los psicólogos tendrán estudiado el perfil de los "influencers", los "youtubers", los pulsadores compulsivos del “I like – I don’t like”, la caterva de "woke" inquisitoriales que exigen el ostracismo a perpetuidad de quien abandona el rebaño del bienpensar ovejuno, los conspiranoicos de todo jaez, los terraplanistas irredentos, los negacionistas beligerantes de toda especie (con razón o sin ella), los embadurnadores con sopas de los cuadros famosos y, en general, todo espécimen humano que quiere sobresalir de la masa y atraer la atención de los media, siquiera lo que duren un par de telediarios.

Ya digo, no sé si habrá algún manual de psicología que explique todos estos comportamientos, pero sí sé que, dada la atonía y mediocridad vital de millones de poseedores de un móvil con conexión, siempre habrá alguna ameba humana dispuesta a destacar dentro de este barrizal exhibicionista en que se han convertido las redes sociales. Y un servidor debe de estar contaminado de ese tonto afán de notoriedad efímera, no tanto por tener "followers" de esos, como por reafirmar mi autoestima de jubilata con obsolescencia programada. 

Lo que me hace recordar – lo de la obsolescencia, digo – aquello que dijo de nosotros la señora Christine Lagarde, la baranda del B.C.E. (esto va en francogálico): "Les personnes âgées vivent trop longtemps et il y a un risque pour l’économie mondiale, il faut faire quelque chose, rapidement”. Que viene a decir que los viejos vivimos demasiado tiempo y somos un riesgo para la economía mundial, y que a ver qué coños hacemos con ellos.

O sea, en román paladino: lo que yo estoy dudando si hacer con esta bitácora: darnos matarile por pasiva, como hizo la Ayuso con miles de viejos de las residencias geriátricas cuando el pánico de la pandemia. 

Mira por dónde, no sólo emborronamos con nuestras ocurrencias la blogosfera esa, sino que la sobreabundancia de viejos pone en riesgo el delicado sistema económico mundial. 

Esa consideración sería suficiente para que, ya que nos empeñamos en morirnos tarde – y, por ende, ser un coste social inasumible –, al menos fuésemos discretos y no molestáramos con nuestras ocurrencias, lanzadas a los vientos internáuticos. Ya que somos depredadores de pensiones que sobrepasan los años de vida laboral por culpa de la longevidad, al menos, seamos discretos y no opinemos. Que no se note que existimos.

Pero este jubilata no está por la labor de la existencia silenciosa, al menos en las redes sociales y entre amigos, que es hasta donde me llega la voz. Y eso porque, que a causa de los años apilados desde que me nacieron en 1945, está uno expuesto a todos los vientos de la bobería humana del buenismo imperante, a todas las mezquindades de los intereses personales disfrazados de alta política (llámense Sánchez o Puigdemont), a todas las decolonizaciones ministeriales, de un impostado progresismo auto inculpatorio con arrepentimiento y compunción ante un pasado depredador. Y en particular, expuesto a esa desesperanza en el género humano que la edad provecta trae de serie. 

O sea que, de momento, esta bitácora sigue…