martes, 21 de abril de 2020

El Covid19, un ente intersubjetivo.-


Resulta que me acerqué a casa de mi vecino el depre, a ver si necesitaba algo de la farmacia. 

Bueno, esa era la justificación. En realidad, se trataba de tomarme un respiro. Porque compartir 60 metros cuadrados con la santa durante tantas semanas de encierro, las veinticuatro horas del día, es un ejercicio de convivencia agotador. Requiere algunas válvulas de escape para que la pareja - de los de nuestra generación hablo - funcione en condiciones aceptables de presión y temperatura hasta cumplir el mandato que nos dieron: Hasta que la muerte os separe.

Como decía, fui a visitar a mi vecino el depre por si necesitaba medicinas. Un rato de charla (mascarilla mediante), aunque sea para hablar de lo mal que va el mundo, es una forma de asueto cuando no te dejan salir de casa ni tienes un triste perro que pasear.

Porque, no, perro no tenemos en casa. Así que, por ese lado, no había ni ocasión para una escapada diaria, ni motivo de pelea porque ayer lo sacaste tú y hoy me toca a mí, como discuten cada día los del 5º A. Al pobre chucho lo tienen como un ciringuillo, todo el día perro adentro, perro afuera. 

Lo de los diez minutos aplaudiendo en la ventana y haciendo como que cantas el Resistiré, mientras sonríes al vecindario abalconado, es un alivio, pero dura poco. Lo de cocinar tampoco está mal, pero no tiene gracia cuando la santa se asoma a cada rato por la cocina y te echa un ojo crítico, como diciendo: Eres un chapucero entre los peroles; por mucho que queráis liberaros del complejo machista, los hombres de tu edad nunca tendréis las habilidades culinarias que nos enseñaron nuestras madres a las mujeres de nuestra generación.

Lo que sí tenemos es un carrito de la compra, que es tan dócil como un perrillo casero, pero no anda solo. Y ahí sí que le aventajo a mi contraria, porque yo tengo carné de conducir y ella es bastante torpe manejando vehículos de dos ruedas. Pero con eso del confinamiento responsable, me controla las escapadas y me supervisa la lista de la compra: por menos de diez artículos no me deja salir al súper. Dice que lo hago no por subsistencia, sino como excusa para saltarme el dichoso confinamiento. 

Total, que, con el achaque de la farmacia, fui a visitar a mi vecino el depre, quien estaba parapetado tras una barrera de cajas de clínex y pulverizadores de lejía rebajada en agua.

¿Tú has oído hablar de las entidades intersubjetivas?, me espetó nada más verme.

Por supuesto, ni idea. En las tertulias de la tele, que son pasto habitual de mi intelecto, de esas cosas no se habla, menos habiendo infecciones de coronavirus  a miles y estadísticas imprecisas que dan tanto juego en el pesebre mediático.

Entonces, abrió el libro gordo Homo Deus de Yuval Noah Harari y me leyó: “Las entidades intersubjetivas dependen de la comunicación entre muchos humanos… Muchos de los agentes importantes de la historia son intersubjetivos. El dinero, por ejemplo, no tiene valor objetivo. No podemos comer, beber ni vestirnos con un billete de un dólar.  Pero mientras millones de personas crean en su valor lo podemos utilizar para comprar comida, bebida y ropa…”

¿Y por qué la gente – añadió – cree que tiene sentido creer en el dinero, en la patria, en la religión…? Porque vecinos y amigos, y millones de personas como ellos, tienen la misma opinión. La gente refuerza las creencias del otro en un bucle que se perpetúa a sí mismo.

Pues igual con el coronavirus –, sentenció.

Cuando mi vecino el depre se pone estupendo, es que se ha pasado en su cóctel de antidepresivos o se ha intoxicado de lecturas raras.

Estamos viviendo – el tío ya estaba en vena – una pandemia vírica alimentada por una creencia intersubjetiva vivida por millones de personas en todo el planeta y alimentada por las autoridades políticas y sanitarias y la industria farmacéutica. El día que cambie el paradigma mental colectivo, el coronavirus desaparecerá como si nunca hubiera existido. 

Es como el billete de dólar del que habla Harari, mientras creamos en su valor, tendrá valor. El día que los viejos dioses clásicos dejaron de tener creyentes, dejaron de existir.  Y si no me crees, lee El Hostal de los dioses amables, de Torrente Ballester. Con el coronavirus, igual. El día que otra entidad intersubjetiva preocupe a la humanidad, desaparecerá el último infectado del Covid19 ese.

No es más que un episodio más del capitalismo del desastre –, remató. 

Puse cara de paisaje; en mi vida había oído tal cosa.

¿Pero, es que no has leído a Noemí Klein? – me preguntó incrédulo.

Es que como no soy depresivo, no tengo tiempo para esas cosas tan raras que dices – me justifiqué.

De verdad, no sé ni cómo le aguanto estas rarezas a mi vecino el depre. En el fondo, lo hago porque bastante sufre el pobre con su ansiedad de maniaco depresivo recurrente y con sus problemas de autoestima. Yo soy así de buena persona.

A la farmacia baje, pero a por aspirinas.

lunes, 6 de abril de 2020

Cándido en su huerto.-


Estos tiempos de reclusión forzosa invitan, y a veces obligan, a volver la mirada hacia adentro. El aislamiento, la reclusión, la incomunicación física con el próximo, con el amigo, con la familia, empujan a unos al vacío, a otros a la reflexión. Ante la soledad no querida, cada cual, según su disposición, se tropieza con su pequeña nada existencial o, al contrario, abre esa ventana desde la que ver un horizonte interior.

Hay quien descubre su vida como un erial lleno de abrojos o como una capa de asfalto por cuyas grietas nacen pequeños brotes de hastío; un panorama interior desolador y monótono que algunos resuelven haciendo vida de balcón. Así, para olvidar el vacío interior se asoman a la nada exterior de la calle que es, apenas, un paseante con su perro, un jubilado apresurado con el carrito de la compra, un coche de policía con sus destellos azules… 

Pero hay quien abre las puertas de su interior y se dedica con paciencia claustral a laborar su jardin potager, al modo de los monjes medievales. Un jardín/huerto a medio camino entre la utilidad y el ornamento. Así, el lector recluso, para alimentar sus horas de monotonía, labora en sus lecturas buscando distracción y sustento de su soledad forzosa.

O, simplemente, goza la intimidad de su hortus conclusus, su pequeño huerto cerrado donde uno es libre de mirar al cielo y ver las formas caprichosas de las nubes. O, si uno está triste y hastiado de tanta soledad, desde él puede ver ponerse el sol cuarenta y cuatro veces, con el simple gesto de girar su silla en dirección al poniente, como hacía el Principito (Tu sais… quand on est tellement triste on aime les couchers du soleil…)

Ese pequeño huerto bien cercado, con su fuente sellada a miradas ajenas, al enclaustrado le recuerda aquellas lecturas del Cantar de los Cantares en la versión de fray Luis de León, que leyó una vez hace años en una edición de finales del XVIII, con su buen papel verjurado y grafía de sabor a lecturas antañonas. Pero paseando por ese huerto interior no sólo encuentra los frutos de ese cántico místico-erótico (fabus distilans labia tua, mel et lac sub lingua tua, tus labios destilan miel, miel y leche hay bajo tu lengua), sino que también descubre ese fruto agraz de la risa volteriana.

¿Quién no conoce, siquiera de oídas, las desventuras de Cándido? Nosotros, como el bueno de Cándido en el rigor de sus desdichas, sufrimos ahora esa pandemia vírica que nos convierte en reclusos opulentos, con todos los bienes materiales a nuestra disposición, pero sin libertad para disfrutar de algo tan sencillo como es un paseo por el parque del barrio.  Pero no desesperemos. La sonrisa irónica de François-Marie Arouet, nos advierte, por boca de Pangloss el optimista leibniziano, que tout est au mieux, todo sucede para bien. 

Si la esencia del dios leibniziano es la suma de las perfecciones, todos los seres creados derivan su perfección de la esencia de este dios, así que el coronavirus es hechura de sus manos y, por lo tanto, hay un propósito cuya finalidad se nos escapa. Pangloss, el mentor de Cándido, nos hubiera dado una razón optimista, Cándido hubiera soportado la adversidad con paciencia, mientras que el señor Voltaire hubiese esbozado una sonrisa sardónica al ver a la humanidad acojonada ante un enemigo invisible, incoloro, inodoro e insípido.

Pero cada cual, en su pequeño huerto interior, tiene varias parcelas en las que cultiva distintas especies de verduras y frutos, a veces contradictorios, a veces directamente incompatibles, pero siempre dan frutos que alimentan su afán de conocimiento. Andrés Hurtado, el personaje de Baroja, nos hubiera dicho que en el Edén crecían dos árboles: el de la Vida y el de la Ciencia. Solo que el fruto de este árbol estaba prohibido, y de ése, precisamente, es del que queremos alimentarnos. Aunque el conocimiento nos lleve a la desolación.

En nuestro pequeño huerto íntimo, regado con lecturas un tanto anárquicas, la soledad nos ofrece frutos tan dispares como un Principito que abandona su  minúsculo mundo por culpa de una flor caprichosa y engreída (Et je suis née en même temps que le soleil…), un diálogo místico entre los esposos donde aflora el puro deseo erótico: Bésame con los besos de tu boca…, porque tu amor es más dulce que el vino…), un personaje de Baroja que arrastra su pesimismo existencial, un sufrido Cándido que sufre sobre sí todas las desdichas con las que el malvado Voltaire ha querido burlarse del optimismo filosófico de Herr Leibniz…

Y no sólo eso. En nuestro huerto disponemos de un pequeño vivero donde van madurando lecturas que llegarán a su sazón mientras haya coronavirus que nos obligue a la reclusión. Lectura que dan diversos frutos según su naturaleza. Así, un segundo volumen del Libro de las Fundaciones, de Teresa de Cepeda y Ahumada, en una edición de Espasa Calpe, de 1950. En rústica e intonso, doble placer. La vida ejemplar de Ginés de Pasamonte (el de la aventura quijotil con los galeotes), por Diego San José. También en rústica, editado por Biblioteca Hispania, 1916. Y para no andarse por las ramas de viejas lecturas, el Homo Deus de Yuval Noah Harari, con ese optimismo del capitalismo en expansión que nos llevará, a través de la inteligencia artificial, hasta la inmortalidad.

Pero este jubilata se conforma con menos; le basta con cultivar su huerto, como Cándido: Cela est bien dit, répondit Candide, mais il faut cultiver notre jardin.