¿Quién, cuando se habla de unas cortas vacaciones en Menorca, no piensa inmediatamente en calas recoletas, toalla playera, crema solar y rebozo de arena con panza al sol, vuelta y vuelta? Pues, en este caso, de eso, muy poco; a pesar de que íbamos en un viaje de turismo social con Mundo Senior, sin más obligaciones que tomar el sol y pasear. La santa y un servidor nos hemos dedicado a recorrer la isla, disfrutar de sus paisajes y – rarezas de jubilatas pasados de vueltas – observar las distintas formas de poblamiento que se han dado en ella. Quizás no sea la forma más habitual de aprovechar un viaje a un lugar de turismo de masas, pero sí es muy interesante.
Pero los asentamientos más antiguos
hay que datarlos en la cultura megalítica, en torno al 1000 a. C. La isla está
llena de vestigios de la cultura talayótica y enterramientos en navetas. Si uno
se da una vuelta por Binissafullet puede hacerse una idea de aquellos
asentamientos al ver un talayot, una taula y restos de habitaciones circulares
(“cercles” los llaman allí) que fueron habitadas de forma continuada hasta
romanos y árabes. Muy cerca, en el parque megalítico de Trepucó, hay un talayot
que los ingenieros militares franceses reformaron en 1781 para instalar
artillería y lo fortificaron con un muro en forma de estrella, defensa militar
típica de la época.
Lo cual nos dio la pista para
conocer que, a partir de 1756 y durante algunos años, la isla estuvo en manos
francesas. Consecuencia de esta corta dominación es la fundación de la
población de Sant Lluís. Fue decisión del gobernador Conde de Lannion para
agrupar a la población dispersa en las alquerías de los alrededores. Aparte un pequeño
museo etnológico instalado en un viejo molino de viento, el pueblo no tiene más
interés que el hecho de que sus calles se trazaron en planta ortogonal, puro
racionalismo dieciochesco.
Y ya puestos, era obligada la
visita al próximo Es Castell. Su trazado urbanístico es obra del ingeniero
militar inglés Patrick Maekelar, quien lo diseñó a partir de la gran Plaza de
Armas (hoy, Plaza de la Explanada), en uno de cuyos extremos está la estatua en
bronce dedicada a un pregonero inglés, con su casaca, calzas cortas y
tricornio. Su traza respondía más a necesidades militares que habitacionales de
una población civil. Pero el asentamiento original nació en tiempos de nuestro
Carlos I y V de Alemania, como arrabal del castillo de San Felipe, en la
desembocadura del puerto de Mahón.
Para descansar de tanta
racionalidad urbanística lo propio era acercarse a Binibèquer Vell, un antiguo
villorrio de pescadores, hoy un complejo turístico donde se ha mantenido la
típica forma constructiva de la antigua aldea, con callejuelas retorcidas por
donde no cabría un borriquillo con serones. Casitas blancas y apiñadas unas sobre otras, puertas y ventanas azules, y una sensación – si no fuese porque sabemos
que la iniciativa turística lo hizo “typical” a propósito – de estar callejeando
por una medina norteafricana.
Los palacios de la nobleza local
están muy bien representados en Ciudadela. Nosotros visitamos el palacio
Salort, de la familia Martorell. Tiene el edificio una fachada neoclásica
coronada por un gran frontón soportado por pilastras acanaladas, rematadas por
capiteles jónicos. Hacia la plaza Des Borns tiene una bellísima logia de gusto
italiano.
Y esa catedral construida en gótico catalán, mandada levantar por Alfonso III en S. XIV, con una portada neoclásica adosada a su fachada de poniente, nos hizo recordar (salvando las distancias en cuanto a monumentalidad) a la que Ventura Rodríguez diseñó para la catedral de Pamplona. A este jubilata siempre le ha parecido (salvo opinión autorizada) un pastiche esto de ocultar la fachada de un templo medieval con una especie de retablo pétreo neoclasicista. Siempre me ha parecido que los próceres del Siglo de las Luces se avergonzaban del legado arquitectónico heredado de los siglos oscuros en que la religión del Galileo prevalecía sobre la diosa Razón.
Y esa catedral construida en gótico catalán, mandada levantar por Alfonso III en S. XIV, con una portada neoclásica adosada a su fachada de poniente, nos hizo recordar (salvando las distancias en cuanto a monumentalidad) a la que Ventura Rodríguez diseñó para la catedral de Pamplona. A este jubilata siempre le ha parecido (salvo opinión autorizada) un pastiche esto de ocultar la fachada de un templo medieval con una especie de retablo pétreo neoclasicista. Siempre me ha parecido que los próceres del Siglo de las Luces se avergonzaban del legado arquitectónico heredado de los siglos oscuros en que la religión del Galileo prevalecía sobre la diosa Razón.
Pero no vaya a pensar el improbable
lector que la cosa fue solo de piedras viejas. Hubo unos ratos de playa y
brazadas en el mar. También visitamos un par de veces el parque natural de la
Albufera d´Es Grau y observamos su vegetación donde abundan los acebuches y
lentiscos, entre otras especies. Pero la cosa daría para otra entrada, así que
solo se deja dicho para que quede constancia.
Y, además de todo esto, nos quedaba por
practicar el gran deporte del jubilado, modelo IMSERSO: el asalto al autoservicio del hotel: Platos
llenos a rebosar con todas las suculencias de colesterol y grasas que ofrece la cocina en serie;
abundancia de postres dulces con total menosprecio del sobrepeso y la diabetes;
aplicación a rajatabla de la máxima “de lo que no cuesta se llena la cesta”, y bailongo agarrao por
la noche. A decir verdad, aquí se habla del jubilata-tipo (modelo Imserso) y de sus previsibles
comportamientos, con todas las salvedades que hagan al caso.
Pero sí es cierto que regresamos a
casa con las inevitables ensaimadas menorquinas. ¿Se ha visto algo más entrañable y castizo
que una turba de jubilados caminando por el aeropuerto cargados de ensaimadas?
Mientras siga siendo así, el mundo seguirá siendo un lugar habitable.